Cada vez que alguien me entrega un texto original suyo para que lo lea, trato de imaginar qué espera de mí. Supongo que quienes escriben precisan un parabién, una frase halagadora, un estímulo que le impulse a continuar o un comentario que valga para afirmar su creación.
Cuando me enfrento a ese hecho, primero pienso en el mérito que tiene gastar tiempo y esfuerzo en algo, materialmente, poco provechoso.
Más tarde dudo entre decir lo que pienso con total crudeza, no exenta de equivocación, o regalar un juicio afable.
En cambio entiendo que lo necesario es la crítica descarnada y destructiva, exponerse a ser ‘descuartizado’. Sólo a partir de la destrucción se puede retomar un nuevo proceso creativo más depurado.