Leyó
su nombre en el cuento y entendió que se protagonizaba a sí misma mientras se
leía.
Leyó
su nombre en el cuento y entendió que se protagonizaba a sí misma mientras se
leía.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Alexander
revisa las fotos de su teléfono móvil. Se da cuenta entonces que las
instantáneas que aparecen no las ha hecho él y que los personajes que
retratados le son irreconocibles, menos por un pequeño detalle: aquel tatuaje.
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—Tengo
un secreto que me hace vivir feliz.
—¿Y
cuál es?
—Es
impronunciable porque desaparece cuando se cuenta.
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Rita
caminaba distraída por la orilla de la playa mientras ve como las olas
arrastran hasta el rebalaje una botella de cristal que gira por el impulso del
mar. Curiosa la recoge para ver el mensaje que contiene. Tras extraerlo, mira
el texto: «cuando leas este escrito sabrás que es tu letra y que te escribo
desde tu pasado». ¿El pasado? ¿Qué pasado? No haya respuestas en su mente de
quien pudo ser aquella mujer que ahora le escribía. Desconcertada volvió a leer
aquellas palabras: «Tuviste una vida ¿no la recuerdas? La de una joven que se
ató a un destino por un amor». Nada en su cabeza, no había nada que le
recordara a aquella historia. Entonces miró al cielo y al amplio mar como para
entender que le estaba ocurriendo, pero nada de aquello tenía que ver con ella
y con su vida actual. Temblorosa desenrolló de nuevo el papel pero su contenido
era distinto nuevamente: «No busques respuestas afuera porque están dentro de
ti. Cierra los ojos y escucha lo que siempre has sabido y nunca has querido
oír». Rita dejó caer el papel por un momento trastornada por un ligero vértigo
mientras se preguntaba cómo era posible que el mensaje cambiara frente a sus
ojos. Acariciada por la brisa del marina y llena de inquietud volvió a mirar el
aviso donde pudo leer: «Te olvidaste de ti y durante años viviste para otros,
para cumplir promesas que no eran tuyas». Una ráfaga de imágenes cruzó, en ese
instante, su mente como un relámpago, mezclando una risa olvidada, unas manos
escribiendo cartas a escondidas, un amor prohibido que la había cambiado para
siempre, hasta poder entender que aquel texto que se reescribía a sí mismo no
venía de otra persona, sino de una versión de ella que se reescribía. Una
última frase se litografió en el papel: «El mar siempre devuelve lo que crees
perdido. Si has encontrado esto, te has encontrado a ti misma».
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A
Erwin Schrödinger le había desaparecido su gato y nunca llegó a saber si estaba
vivo o muerto.
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Mientras
la mujer cortaba, a duras penas, trozos de carne vegetal anaranjada para
meterla en la olla, la niña en un descuido introdujo el boletín de sus notas
escolares. Y al padre le supo a gloria aquella comida.
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Existen días que, cuando me levanto, tengo la extraña impresión de no reconocerme. No es que me haya cambiado el color del pelo o el timbre de la voz. Es más, si me miro al espejo me reconozco en todos los detalles de mi aspecto físico y, a pesar de ello, percibo una sensación distópica que zahiere mi alma. ¿El alma? ¿He dicho el alma? Eso es, siento como si una presencia inidentificada me hubiera robado mi sentido humano. Una especie de sustancia inmaterial infiltrada en mis células y en cada uno de mis órganos, pulsión, parpadeo y molestia sentimental. Algo informe que me ha colonizado y por lo que sospecho en qué me he convertido. Lo sé porque distingo, inequívocamente, cuando es otra máquina la que me habla desde su inteligencia artificial.
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—Érase
una vez…
—¿Otra
vez?
—¿Otra
vez qué?
—Érase
una vez…
—Sí,
otra vez, érase una vez…
—Eso
ya lo sé que érase una vez, pero no sé si era la misma vez u otra.
—Y
colorín colorado, este micro se ha terminado.
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Al
mirarse no encontró su reflejo. Y no, no es que fuera vampiro. Simplemente
estaba ante un espejo invertido.
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Dorotea
arrastraba a diario su carrito de la compra por un itinerario invariable. Nadie
la vio nunca comprar nada en ninguna tienda o comercio del barrio. Su vecina
Adriana recelaba de ella y sospechaba que algo se traía entre manos. Bajo
aquella apariencia de mujer distraída y solitaria, latía algún asunto turbio.
Un día se plantó delante de Dorotea interrumpiendo su camino y la interrogó
sobre el contenido del carrito. Ella, con una tierna sonrisa, le contestó:
«cabezas». La palabra le rebotó dentro como si fuera un eco, mientras veía como
se alejaba la mujer. ¿Cabezas?, sería una asesina en serie que mutilaba los
cuerpos y los transportaba hasta un vertedero, pensó. Y de inmediato corrió
tras de Dorotea para pedirle más explicaciones. «¿Cómo que cabezas?», la
interpeló. «Sí, hija, cabezas de ajo, porque no sé si te has enterado de que,
con la llegada del buen tiempo, ha comenzado la temporada de vampiros y están
por todos lados».
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Estaba
muerto de risa cuando el forense contó el chiste de su fallecimiento.
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Miró el móvil. Le pareció un objeto frío y sin vida. En su pantalla oscurecida se reflejaba el paisaje del horizonte que entraba por la ventana. Ningún mensaje, ninguna llamada, sonido, alerta, requisitoria de su atención. En ese lapso de tiempo que le percibió demasiado extenso, comenzó a inquietarse. Después se sintió calmado y pensó que, como caja de Pandora, de allí salían todos sus males. A continuación, observó unas manchas sobre la superficie azabache y frotó con un paño de fieltro tres veces. Lo que sucedió, seguidamente, tenía muchas similitudes con lo narrado en un cuento oriental. Fue entonces que una voz casi humana le dijo: «despierta Aladino».
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Se
asomó al balcón y la vio pasar fascinado de que siempre fuera ella pero cada
día era distinta.
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Decidió
suicidarse porque nadie leía su novela y su muerte se convirtió en un
superventas.
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Fue
un frenazo brusco que no esperaba del coche que estaba delante. Todo pareció
detenerse en ese instante y la realidad se congeló. Cada detalle de la escena
se fotografió presintiendo el desastre en plena quietud. En ese momento alguien
se acercó y me dijo: «Oiga, no se puede estar parado en mitad del tiempo».
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La
flor de la orquídea cayó sobre la mesa y observó cómo la ingeniería de su
belleza quedó muerta. Las hormigas cargaron con su cadáver.
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Pasó
la página de la tarde de otoño que le pareció triste y melacólica. En la
siguiente, más concentrada, leyó la noche. Las sucesivas estaban llenas de sueños
y se recreó en ellas porque le resultaron llamativas, con escenas que protagonizaba
y con simbolismos que no sabía interpretar. Hasta que llegaron las inquietantes
pesadillas que le aterrorizaron. Por fin, casi al final de su lectura, llegó al
amanecer y todo le resultó luminoso, lleno de bonitos colores que la animaron. Cerró
el volumen y al colocarlo en el estante se encontró encajonada entre dos
libros.
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La soledad le acompañó toda la tarde. Cogidos
de la mano pasearon por el parque y se conmovieron con la puesta de sol.
Subieron al mirador y en el quiosco de bebidas tomaron un tentempié.
Contemplaron la ciudad iluminada al fondo y escucharon su ruidoso concierto.
Entonces se miraron a los ojos, con esa ternura que se miran los enamorados.
Él, le propuso que le hiciera compañía esa noche y a ella le resultó imposible
cambiar de nombre.
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—Hoy cumplo años.
—¿Cuántos?
—Los que el tiempo quiere.
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—¿A
ti te duelen los días?
—Sí,
algunas veces, cuando huelen a tristeza.
—¿Y
cómo es ese olor?
—Como
la tierra mojada por la lluvia pero emanando desde el interior.
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Escribimos para no dejar de ser quienes somos.
G. Deleuze:
«Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo...»
Thomas Szasz:
«Si tú hablas a Dios, estás rezando; si Dios te habla a ti, tienes esquizofrenia. Si los muertos te hablan, eres un espiritista; si tú hablas a los muertos, eres un esquizofrénico»
Marco Aurelio:
«Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo»
Albert Camus:
«La gente nunca está convencida de tus razones, de tu sinceridad, de tu seriedad o tus sufrimientos, salvo sí te mueres»
Charles Caleb Colton:
«Hasta que hayas muerto no esperes alabanzas limpias de envidia»
León Tolstoi:
«A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa»
Voltaire:
«La duda no es un estado demasiado agradable pero la certeza es un estado ridículo»
Mahmoud Al-Tahawi:
«La perfección es el pecado de los vanidosos. La torpeza la virtud de los indefensos»
Fénelon:
«Huye de los elogios, pero trata de merecerlos»
Antón Chéjov:
«Las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio»
Bukowski:
«Que no te engañen, chico. La vida empieza a los sesenta»