Esta mañana recogí un pajarillo desvalido que saltaba en la acera. Lo miré y pensé que sin poder volar su futuro sería aciago. En un acto compasivo, como si un dios se apiadara del destino de uno de sus hijos, lo acerqué a un jardín y lo deposité bajo unos arbustos cuyas ramas tocaban el suelo.
Oculto allí –imaginé– estará a salvo, cogerá fuerzas y echará a volar. De repente me acordé del gato del Schrödinger, que está y no está, y comencé a preocuparme. A este gato lo alimentan la incertidumbre y la superposición cuántica.