Dice el refrán que lo que bien empieza bien acaba:
«Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Serían las diez de la mañana de un día de octubre. Solemne, el gordo Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma y jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. ¿Encontraría a la Maga? A través de la cerca, entre los huecos de las flores ensortijadas, yo los veía dar golpes. Una tarde muy calurosa de principios de julio, salió del cuartito que ocupaba, junto al techo de una gran casa de cinco pisos, un joven que, lentamente y con aire irresoluto, se dirigió hacia el puente de K. Sonaba el teléfono y he oído el timbre. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Amadís Dudu seguía sin convicción la estrecha callejuela, que constituía el más largo de los atajos para llegar a la parada del autobús 975. Soy un hombre de cierta edad. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas". Mucho tiempo he estado acostándome temprano. Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas».