La figura de aquel hombre siempre me pareció turbadora: barbado, pequeño, silente. Mi sentimiento ante él era ambiguo: nunca supe si temerle o compadecerle porque me daba miedo y pena. Los niños lo apodábamos Juan Cuernos. Vivía en una oquedad de un terraplén -lo que ahora llaman infravivienda-, donde acumulaba todo lo que recogía en la calle. Solíamos espiarle en la distancia y adjudicarle toda clase de perversiones.
Cuando conocí la figura de Diógenes de Sínope me acordé de Juan Cuernos, cada vez que me encontraba con la imagen de un santón o un eremita, volvía el recuerdo de aquel hombre pequeño y de mirada oscura. Hace poco supe que no murió en la indigencia y que vivió pobre porque no quiso venderse por un plato de lentejas.