Y habrá señales en el sol,
en la luna y en las estrellas.
(Lucas 21,25)
Al principio no dio mayor
importancia a que el ralentí de su automóvil se acelerara de imprevisto sin que
existiera una causa razonable que hiciera circular el vehículo a una velocidad
superior a la ordenada por su pie derecho. Discurrió, desde su conocimiento de
la mecánica, que algún organismo metálico se había indispuesto bajo el capó, como
ocurre con el paso de una estación a otra que la atmósfera varía y entonces la
humedad del ambiente es distinta y eso influye en las maquinarias, igual que condiciona
la rótula de la rodilla de tío José que nota el reuma cada vez que las bajas
presiones y la borrasca le advierten de la probable presencia de lluvias y tío
José, con la pierna colgándole y la voz cansina de zahorí, dice con acierto que
va a cambiar el tiempo. En los últimos años llovía poco, menos de lo
acostumbrado en aquellos lares, lo que podía ser razón suficiente para que el
metabolismo del motor, arregostado a la situación, se asustara ante un asomo de
humedad porque a veces estos artefactos llegan a ser casi humanos en sus
dolencias. Entendió también que quizás sólo se debería a un desajuste en el
estárter, a lo que él llamaba la palanquita para tirar del aire.
2
Tampoco prestó atención al hecho
de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en
números romanos y no en dígitos, comenzara a demorarse cada tarde cinco minutos
a las cinco en punto, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un
mecánico relojero que, previa apertura de tripas, colocara una nueva pila de
litio, no tanto por la importancia de la puntualidad y la precisión que para él
siempre significaban un ataque contra los principios de la buena salud, sino
porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no diera esos
pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un ballet. Por otra
parte, esa anomalía la encontraba ventajosa porque le supondría ahorrar cinco
minutos diarios que, guardados para su vejez, le proporcionarían unas largas
vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba con ese acento tan propio
que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún si son de la propia
esposa, su falta de exactitud cuando regresaba a deshoras o se retrasaba en una
cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que le regaló, cuando él
creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta para ahorcar el tiempo
y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y entonces discutían,
pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y eso era lo importante,
y todos los años compartidos que ya iban para doce los habían acercado cada vez
más. La experiencia de los años vividos le demostraban el valor ridículo de las
comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando desde el
gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los horarios de
trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para ganar en
producción y en ahorro energético. Entonces surgían todas las dudas en su
cabeza y comenzaba una retahíla de interrogaciones metafísicas que no llegaban
a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde
iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no
tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué
pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran
bisiestos, porque sobraba siempre algunos minutos en los números decimales y
que, en definitiva, le demostraban que esa particularidad del tiempo no era más
que una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar
las vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a
ninguna protesta.
3
A la extraña luminosidad que de
vez en cuando irradiaban las bombillas y que eran como borbotones de fuego que
ponían los filamentos primero de un rojo subido, para pasar después a un blanco
incandescente que extremaba la potencia de la lámpara hasta encandilar la
mirada, no la tomó muy en cuenta porque sabido era que la Compañía Eléctrica
jugaba con el voltaje de las líneas de alto voltaje para poner aquí y quitar
allá según sus intereses que no eran otros que los de ingresar mucho dinero por
las tarifas de electricidad doméstica aunque el usuario tuviera que quejarse
frecuentemente y poner el grito en el cielo. Imaginaba que en el barrio
coincidía el montaje de algún tinglado y para impedir, como sucedía cuando
llegaba el verano, un apagón general que provocaba la indignación del
vecindario reflejándose luego en los medios de comunicación, habrían aumentado
el voltaje para compensar el déficit de fluido de electrones, ocurriendo como
en otras ocasiones que al operario de turno se le iba la mano y cuando quería
darse cuenta se pasaba con el chorro eléctrico fundiendo media docena de lámparas
en cada domicilio. Se le venían a la cabeza entonces palabras que ya carecían
de significado para él porque habían quedado muy atrás en el archivo de la
memoria, como ohmio, hertzio o faradio, que le llegaban de la época que estudió
bachiller, eso sí con buenas notas que siempre fue muy aplicado en los estudios,
y rememoraba aquel experimento en el laboratorio de Física cuando don Damián,
profesor enjuto con gafas de sol y voz de carraspera aguardentosa, arrimaba una
barra de ebonita, a la que previamente frotaba un paño de lana, hasta una
esfera de médula de sauco que pendía de un hilo de seda, para demostrar que las
cargas de distinto signo se atraen y las que son iguales se repudian,
explicando las dos clases de electricidad, la vítrea o positiva y la ambarina o
negativa.
4
Él era un tipo meticuloso y
racional, concreto en sus ambiciones personales, que llevaba desde los
dieciocho años fabricando cintas de máquinas de escribir, papeles de calco y
últimamente cartuchos para impresoras de ordenador, desde que entró como
aprendiz a fundir cera, para mezclarla con aceite, glicerina y tinta, entre
molinos, tolvas y rodillos calientes, impregnada su piel con el color de las
sustancias más volátiles. Más de veinte años volcando pigmentos, negro, rojo,
magenta, para colorear la pasta, un trabajador recto que siempre daba todo por
la empresa y que desde la dirección comprendían su ejemplar proceder y por eso
sus veintidós años de dedicación a esta tarea le granjearon la estima y el
aprecio de los mandamases, sino cómo explicar cuántas veces llamó a la puerta
del director de la fábrica para hablarle cara y siempre fue recibido, cuántas
veces no salió sonriente de ese despacho ante la mirada de admiración y de
envidia de sus compañeros. Aficionado a la lectura se entusiasmaba con los
libros de ciencias y las enciclopedias, devoraba los textos mientras su familia
consumía televisión, formándose una idea concreta de la realidad que lo
rodeaba, un universo euclidiano donde por un punto sólo podía pasar una recta
paralela a otra, recordando la lectura de la geometría hiperbólica de Nikolái
Lobachevski, donde se postulaba un cosmos parecido a una pecera, donde los
habitantes aumentaban de tamaño al acercarse a la superficie, algo insostenible
para él que sólo concebía aquello que era palpable y desdeñaba cuantos
fenómenos no tuvieran una explicación desarrollada en la práctica, descartando
todas esas fantasías imaginables que con tanta avidez acogían las gentes. A
pesar de ello las casualidades de los días postreros le hicieron indagar dentro
de su mente, buscando en algún cajón del pensamiento donde pudiera encontrar
una respuesta adecuada al cúmulo de desórdenes que se sucedían en un contexto que
para él se manifestaba en armonía consigo misma.
5
Aquel fin de semana Marta y los
niños, Sabina y Abel, se ausentaron del apartamento para pasar unos días junto
a Enriqueta, la madre de Marta, y a tío José que volvía a estar achacoso de su reumatismo
porque ya se sabía que, era aparecer una nubecilla en lontananza, y le
cambiaban los humores como de la noche al día. Allí los niños gastarían su
vitalidad entre juegos y correrías y ver que la naturaleza tenía otros colores
y olores para sus sentidos que no los establecidos por los límites de las
paredes del piso que habitaban, donde aire más puro y vegetación exuberante
estimularan la viciada vida de sus células urbanas. Para él era la ocasión de
hacer de hombre de la casa y comprobar desde la soledad, cuánto se echa de
menos a los demás cuando no suelen estar, relajarse y pensar en todos esos
fenómenos que con frecuencia discontinua habían estado demostrándose en los
últimos días. Una noche que dormitaba en el sofá frente al televisor le extrañó
percibir súbitamente una claridad prodigiosa que despedía la pantalla y percibir
como palpables la secuencia de imágenes de un intermedio publicitario. Se frotó
los ojos para despabilar de su somnolencia porque aquellas siluetas parecían
salirse de la tele como en un holograma y comenzó a sentir un sudor frío que, especuló,
pudiera ser por una mala digestión o por haberse pasado con el vino, hasta que vio
salir de aquel cuadrado de luz una sirena con el cabello pelirrojo que mientras
le ofrecía unos pantalones vaqueros, sentenciaba la frase 'sentirás no
llevarlos'. Luego fue un señor bien trajeado que, sentándose con educación a su
lado, le convenció de que los tipos de interés del banco que representaba eran
los más ventajosos del mercado, haciéndole firmar un contrato para un seguro de
vida. Apenas se marchó el señor con cara de presentador, salió una rubia
despampanante que sugerente le susurró al oído: ‘¿Adivinas quién sale de fin de
semana? Tiene un gran coche y no se priva de nada. Sin agobios para pagarlo y
poder disfrutarlo. Cambia de coche. No de vida’. Aquella frase hiriente le
arañó en su subconsciente de varón abandonado en el hogar y desconectó el aparato
casi por instinto y, a pesar de no ser muy adicto a la bebida, corrió hasta
donde guardaba una botella de güisqui. Necesitaba un trago para pasar el sobresalto
y dormir para ver si el día terminaba y con él todos los desvaríos, amaneciendo
con sus biorritmos mejorados.
6
Al día siguiente, mañana de
domingo, comenzó a mostrarse un rosario de pequeños desastres en el hogar, como
que el agua que ponía a hervir para tomarse una taza de té tardaba la mitad, de
lo cual dedujo que o bien el punto de ebullición se alcanzaba con menos
temperatura o que la presión de la atmósfera disminuyó. Cuando fue al cuarto de
baño a lavarse la cara descubrió como el agua que escapaba por el desagüe del
lavabo giraba en sentido contrario al de todas las mañanas. En ese instante
sonó el teléfono y pensó que era Marta que lo llamaba para saber que todo iba
bien, pensando aliviado que por fin se podría librar de esa cadena de desastres
que lo estaban atosigando y dudó si sería conveniente contarle lo ocurrido o
esperar a su vuelta para no alarmarla. Descolgó el receptor y se lo acercó al oído,
pero del audífono no salieron palabras lógicas sino sílabas como sorteadas
entre sí en una jerga de varios idiomas, y sobrecogido supuso que los enlaces
telefónicos habían enloquecido, estableciendo la conexión entre miles de frases
incompletas. Comenzó en ese momento un concierto de las máquinas que se
encontraban en la vivienda. Parecía como si los electrodomésticos hubieran
adquirido vida propia.
7
Sentado en la taza del retrete,
lugar donde suelen acudir las ideas más aclaratorias, recordó que en cierta
ocasión leyendo una enciclopedia que narraba los grandes hitos de la creación,
aprendió que el Universo se sustentaba sobre dos principios fundamentales como
eran la energía y otro concepto algo abstracto que no llegó a comprender muy
bien, llamado entropía, y que cualquier desarreglo de ellos produciría el
término de la vida conocida y por ende la finalización del mundo. Esto unido a
una vaga referencia bíblica que rondaba en su cabeza y creía del Apocalipsis,
aunque no sabía bien si andaba en lo cierto, sobre que al final de los tiempos
habría señales y signos que anunciarían la consumación de todo, le hicieron
cerrar el círculo de las hipótesis y concluir que el final de todo había
llegado y él era el único en percatarse. Feliz con la iluminación acontecida
tiró de la cisterna en un gesto definitivo y concluyente para avisar al resto
de los mortales del descubrimiento y, en ese instante, fue engullido por un
torbellino de agua azulada en el día del arcángel san Rafael, mientras un querubín
trompetista, algo blusero, anunciaba sin remordimiento el final oclusivo de
este cuento.