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Seducidos

6.10.25


Confucio afirmaba que «Conceder más valor al esfuerzo que a la recompensa: a eso se llama amor». No se trata solo de una máxima ética, sino de una clave que hoy parece más necesaria que nunca, porque vivimos en una época en la que casi todo se mide en términos de éxito, resultados y reconocimiento. La productividad y las métricas se han vuelto normas invisibles que nos empujan a creer que lo importante es la recompensa final. Sin embargo, cuando hablamos de creatividad, esta lógica se derrumba. Porque la verdadera esencia de crear no reside en los aplausos ni en los números, sino en algo mucho más íntimo: el acto mismo de dar vida a lo que no existía.

Ayn Rand lo expresó con lucidez: «Una persona creativa está motivada por el deseo de conseguir, no por el deseo de superar a otros». El motor del espíritu creativo no es la competición, sino el impulso vital de materializar una visión. Así, el esfuerzo se vuelve más valioso que la meta, porque es en el camino donde se despliega la autenticidad. El esfuerzo creativo no espera recompensa. Surge de la necesidad interna de expresarse, de transformar lo invisible en visible: una emoción en palabra, un recuerdo en color, una intuición en melodía. Es un gesto de amor hacia la vida y hacia uno mismo.

Confucio tenía razón al valorar el esfuerzo sobre el resultado es la forma más pura de amor y Gandhi lo recordaba también al señalar que «Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado». Crear es amar sin pedir nada a cambio. El arte no busca gloria, sino expresión. No persigue la ovación, sino propósito. Y su mayor premio no está en el aplauso, sino en la transformación íntima que ocurre en quien crea.

Incluso cuando lo creado no obtiene reconocimiento, ya ha cumplido su misión: nos ha permitido crecer, comprendernos mejor, acercarnos a nuestra verdad más profunda. Crear es, en última instancia, una manera de estar vivos. Y al valorar el esfuerzo más que la recompensa, descubrimos que lo que parecía una renuncia es, en realidad, la mayor ganancia.




El desconcierto del amor

3.10.25


No falta quien señala que el amor nace de la falta, del deseo de lo que no tenemos, de la aspiración a una plenitud que nunca alcanzamos del todo. Vivir en esa tensión entre lo que poseemos y lo que anhelamos ya nos coloca en un terreno inestable, donde la certeza se escapa. Y hay hasta quien llega hasta más lejos y afirma que amar es un salto de fe, un acto que no puede justificarse con la razón ni garantizarse con seguridad alguna.

La modernidad nos ha traído otras opiniones como que el amor se vive es un lenguaje fragmentado, lleno de silencios y malentendidos, donde el amante nunca sabe si el otro escucha lo que quiso decir. Y quien entiende que amar significa salir de uno mismo en una sociedad obsesionada con el control y el rendimiento, donde esa expresión resulta casi subversiva.

Me atrevería a decir que el amor siempre es desconcertante. Lo es porque nunca encaja en lo calculable ni en lo previsible, ya que nos arrebata las certezas, nos expone a la vulnerabilidad, nos desarma frente al otro. Pero precisamente en ese desconcierto está su fuerza. Amar no es poseer, ni controlar, ni medir; es atreverse a habitar lo incierto y aceptar que en ese riesgo late la posibilidad de transformación.

El filo de la tecnología

30.9.25


No son los usos, sino los abusos en las nuevas tecnologías quienes determinan su perjuicio. La herramienta, en sí misma, no porta el mal; lo que introduce desequilibrio es la desmesura. Escribía jacque Ellul que «La técnica avanza por sí misma pero su problema no es existir, sino escapar de nuestro control». Allí donde el ser humano abdica de la medida, la herramienta se convierte en amenaza.

La historia lo muestra una y otra vez: la escritura, la imprenta, la electricidad, cada novedad suscitó recelos. No era la innovación lo que dañaba, sino la incapacidad de integrarla sin excesos. Neil Postman lo expresó con claridad: «Cada tecnología es a la vez una carga y una bendición; no se distribuye equitativamente y crea una nueva definición de lo que significa ser sabio». El abuso, la absolutización, convierte lo que podía ser aliado en un enemigo íntimo.

El abuso convierte el puente en prisión. Umberto Eco, en su lúcido diagnóstico de los medios, ya distinguía entre apocalípticos e integrados: ni condena total ni aceptación ciega, sino un llamado a pensar los usos con lucidez. Porque, como recordaba Marshall McLuhan que el medio es el mensaje, lo importante no es tanto la herramienta en sí, sino el modo en que invade todos los espacios y transforma nuestra percepción.

El desafío, entonces, no está en negar la tecnología ni en rendirse a ella, sino en habitar con mesura. Nicholas Carr lo formula desde la neurociencia cuando dice que «Lo que practicamos con nuestras mentes se convierte en nuestro destino mental». Si entrenamos el cerebro en la dispersión, perderemos hondura; si lo entrenamos en la reflexión, lo conservaremos abierto.

En última instancia, no es el avance lo que daña, sino la incapacidad de detenerse. La verdadera libertad tecnológica no está en el uso sin freno, sino en la capacidad de elegir límites.



El correlimos y yo

19.9.25


Mientras caminaba por el rebalaje de la playa, a la caminata, se me ha sumado un animoso compañero de viaje. Era un pequeño pájaro de pico oscuro y alargado, conocido como correlimos o playero y cuyo plumaje casi se camuflaba con el color de las arenas.

Durante un buen trecho hemos avanzado en paralelo por la orilla del mar. La pequeña avecilla al no percibir ningún gesto amenazante, me ha marcado el camino un par de metros delante de mí, mientras las olas mojaban mis pies y la brisa marina refrescaba mi cuerpo. Dos existencias distintas compartiendo un instante perfecto.

Mientras lo veía corretear ligero, pensé en la suerte que tenemos algunos humanos de poder armonizar, aunque sea por momentos, con la naturaleza y con los seres vivos que nos rodean. En ese diálogo silencioso, la vida parece recordarnos que también somos parte del mismo latido.


En la tela de araña

18.9.25



Vivimos atrapados en hilos que apenas percibimos. No son cadenas pesadas ni muros de piedra: son finos filamentos que nos sujetan y nos condicionan. Rutinas, compromisos, expectativas, exigencias internas y externas. Caminamos dentro de esa red creyendo que es la única manera posible de habitar el mundo.

El filósofo Byung-Chul Han ha descrito con lucidez esta trampa invisible. Según él, la sociedad actual no nos oprime con prohibiciones, sino con una aparente libertad que esconde la autoexplotación. Ya no es el amo quien impone la carga, sino que cada cual se convierte en su propio vigilante, atrapado en el deber de rendir, producir y mostrarse siempre disponible. La tela de araña, en este sentido, no está fuera de nosotros: la llevamos dentro.

Sin embargo, existen grietas luminosas por donde echar a volar. Ese vuelo no significa negar nuestras circunstancias, sino suspenderlas por un instante. Puede ser el tiempo de la contemplación, la pausa silenciosa, el juego sin propósito, la creatividad libre de objetivos. Han lo llamaría una forma de resistencia frente al cansancio y la transparencia total. Es el gesto de recuperar lo humano en medio de la presión constante del rendimiento.

Volar es recordar que, aunque estemos rodeados de hilos invisibles, siempre existe la posibilidad de elevarse, aunque sea por un momento. Y en ese instante de ligereza descubrimos una libertad que ninguna circunstancia puede sofocar.

¿Viejo cerebro frente a nuevo cerebro?

11.9.25

Escucho con abundante frecuencia el debate sobre si existe un uso o un abuso de las nuevas tecnologías. El debate es largo y puede resultar hasta tedioso. Especialmente si defensores o detractores de determinadas tesis no ponen encima de la mesa todos los elementos necesarios para alumbrar el conocimiento de esta cuestión.

Hasta donde nos ha llevado la evolución humana tenemos un modelo metal que es fruto de un desarrollo. En la actualidad, tenemos un cerebro que durante milenios se ha modelado en el juego libre, como laboratorio de ensayo del mundo; la naturaleza, como inmersión sensorial y reguladora; los vínculos afectivos, como cimiento de identidad y confianza; la conversación, como campo de intercambio simbólico y expansión de conciencia. Si estos han sido los nutrientes tradicionales del cerebro, el ingreso masivo de las tecnologías —y en particular de la IA— plantea una cuestión inédita: ¿estamos ante una sustitución, una mutación o simplemente una capa añadida?

La neuroplasticidad abre la puerta a ambas posibilidades. Por un lado, el cerebro se adapta: puede habituarse a estímulos digitales, reorganizar redes neuronales en función de pantallas, algoritmos y flujos de datos. Pero toda adaptación es también pérdida de otras rutas posibles: cuanto más se fortalece un circuito, más se debilitan los caminos no transitados.

El riesgo, quizá, no es que el cerebro humano se degrade, sino que se especialice en un nuevo ecosistema: un cerebro diseñado para la inmediatez, la fragmentación de la atención, la hiperestimulación y la interacción con lo artificial, en detrimento de las habilidades que nacían del contacto directo con lo natural, lo lento, lo ambiguo. Es por tanto el momento de preguntarnos: ¿seguirá siendo el mismo cerebro humano si cambia el ‘humus’ que lo nutre? ¿o estamos incubando una nueva modalidad de mente, donde lo artificial no es solo herramienta, sino parte constitutiva de lo que somos? ¿estamos probando si nuestra plasticidad puede tolerar un nuevo modelo de vida mental.

No podemos olvidar que el cerebro, gracias a su plasticidad, no se ha limitado a resistir sino que se ha ido adaptando. En el actual panorama se refuerza la capacidad de procesar grandes volúmenes de información en paralelo, hay una mayor rapidez en la toma de decisiones frente a estímulos y existe más familiaridad con sistemas simbólicos mediáticos. Por el contrario, toda adaptación tiene un precio, ya que lo que se fortalece en un área puede empobrecer otras, porque la atención sostenida, la memoria profunda, la contemplación, la empatía encarnada y la imaginación vinculada al contacto sensorial pueden debilitarse.

Mientras tanto los padres deberán seguir afrontando esa nueva realidad en lo hijos (y en ellos mismos), sin olvidar que sus progenitores también tuvieron dificultades en el entendimiento del comportamiento de sus hijos.


El arco y las flechas

7.8.25


Afirmaba el poeta Khalil Gibran que los padres son como el arquero desde donde parten las flechas de nuestros hijos, una metáfora para significar la relación entre ambos. Pero la clave de la imagen no está en la flecha ni en el arco. Lo significativo está en tensionar el arco para dar mejor impulso a las flechas, para hacer de esa tensión, ánimo y aliento, pero también libertad del vuelo. Y es, en esa pausa medida, en esa tensa calma, el momento de imprimir la dirección a la trayectoria del proyectil, tensionando un arco que no oprime ni abandona, sino que acompasa su fuerza al ritmo del crecimiento, ajusta la cuerda a la caja del alma, reconoce que el tirón hace al corazón abrirse para, al instante, soltar la flecha ya sin reservas.



Trozos de vida

26.6.25


Encuentro a Carmen, compañera de la Universidad, después de muchos años. Tras charlar unos minutos comienzan las narraciones de aventuras o anécdotas ocurridas en el pasado. Refiere una que nos pasó una tarde, ya olvidada por mí, y que adorna con detalles inusuales o desconocidos, que me asombran y me hacen descubrir una realidad escondida. Al marchase siento que con ella se va un capítulo de mi vida como quien entra a tu casa y se lleva algún objeto que no recordabas que estaba ahí.


Fóbicos

18.6.25


Cada día se nominan nuevas fobias de las que nunca antes había oído hablar. La nomofobia es el miedo o ansiedad intensa al estar sin el teléfono móvil o sin cobertura; la coronafobia el miedo patológico a contagiarse de COVID-19 o a sus consecuencias; la osmofobia que es la hipersensibilidad o aversión a determinados olores; o la escopofobia que es el miedo a ser observado o a las miradas ajenas en situaciones sociales.

Al pensar en este hecho he descubierto cuáles son mis fobias más particulares. Así no soporto la violentofobia y llevo muy mal la belicofobia; tampoco aguanto la iniquitofobia (del latín iniquitas que significa iniquidad); ni tolero la anísotofobia (del griego anísotēs, que es desigualdad).  Y sobrellevo mal la discriminofobia, la indiferentiofobia (indiferencia) y, por supuesto, la misofobia, que es el miedo al odio. Otro día será para escribir de filias.



Partículas

2.6.25


A pesar de todo y ante todo, bajo toda sospecha y sobre toda duda. Con obstinación, con trabajo, con paciencia, con insistencia y sin extenuación. En lo oscuro de la soledad, en la plenitud del lenguaje, en la sencillez de las manos, en la desnudez del pensamiento. Donde se acaba y se vuelve a empezar, donde nunca se deja de aprender, donde se pone el alma, donde se pierde el tiempo. Entre líneas sosegadas, tras el silencio, sobre lo que no se encuentra y sobre lo que se arriesga. Contra el desaliento y la vacilación, durante la exasperación y el regocijo, mediante el sentimiento de abandono, para lamerse las heridas, para desentrañarse en el espejo de la vida, so pretexto de cambiarlo todo. Por lo vivido, por lo soñado, por lo anhelado, por lo sentido, versus la desolación y el desfallecimiento, vía de la dicha. Según se aligera la letra, hacia la luz y hacia el sueño, hacia lo incomprensible. Marginalmente. Desde siempre y hasta nunca jamás. Así se escribe. Así escribo.


Tras un ‘mal’ día

30.4.25


Al caer la noche cenamos a la luz de las velas rodeados de intimidad y de silencio. Contamos historias de cuando éramos pequeños y recordamos miedos pueriles, referimos anécdotas y surgieron las risas y las bromas. Solo las palabras construían ese momento. Ninguna pantalla, ningún ruido, ninguna intromisión en aquella relación familiar donde los sueños infantiles se mezclaban con la oscuridad. Y como postre salimos a la calle, envueltos en la negrura, para ver las estrellas y reconocer la Osa Mayor y hasta la estrella Polar. Es posible que esta noche, aunque sea por una hora, vuelva a apagar la luz.



Patrones de existencia

2.4.25


Al principio era el ‘Ojo de Dios’ quien lo veía todo, la deidad omnisciente y la conciencia cósmica suprema.

Después fue el Gran Hermano quien nos vigilaba, ese panóptico de Michel Foucault que es el de la lógica de sociedades hipervigiladas, donde la autorregulación y la autocensura reemplaza a los barrotes.

Ahora es el algoritmo quien nos observa, nos sigue y sabe todo sobre nosotros, y nos seduce con sus constantes mensajes. Ya no necesitamos ser obligados a obedecer, porque hemos aprendido a desear lo que el algoritmo quiere que deseemos. Y lo más inquietante es que, a diferencia del Gran Hermano, que era un enemigo visible, el algoritmo es invisible, intangible y, muchas veces, deseado.

Así, la vigilancia ha pasado de lo divino a lo político y finalmente a lo digital, en un proceso donde el control se ha vuelto más sutil, pero también más profundo. La pregunta ya no es quién nos observa, sino si alguna vez podremos dejar de ser observados y manipulados.

Quizá la alternativa sea que juguemos a desconcertar el algoritmo, sepamos más que él, practiquemos la equivocación, le facilitemos mentiras y borremos nuestro rastro con desconexiones cada vez más frecuentes.



Llanezas

20.11.24


Hace años escribí este aforismo: «Me emborracho con las puestas de sol y me drogo mirando el mar: soy un adicto a la belleza». Era una metáfora para tratar de explicar que se puede implementar en nuestras vidas cambios hacia experiencias que impacten menos en nuestro cuerpo y más en nuestro espíritu.

Desde entonces y hasta ahora, en contra de la norma social, no tomo alcohol, porque «Solo estamos preparados contra el paso del tiempo, cuando cada segundo se vive con plenitud y conciencia», argumento que suele espantar a algunas personas que lo escuchan. Por eso les digo que he llegado hasta ahí después de recorrer un camino tras una experiencia personal.

Ahora me entero que eso de cero alcohol o que hay que sustituir ese placer por otros como contemplar el mar o los ocasos, pausar la vida y disfrutar de los pequeños encantos, se ha puesto de moda entre personajes famosos y me temo otra colisión humana a favor y en contra.

Por eso digo que no me atrevo a decir que soy feliz y, sin embargo, me alegro con cada cosa sencilla que me es dada.

La felicidad no siempre se declara, pero se encuentra en lo simple. Al vivir cada instante con compleción, el tiempo se dilata y la serenidad nos envuelve, permitiéndonos disfrutar de cada resquicio de vida.

Extraer de cada partícula de tiempo el gozo necesario que nos lleve a la totalidad del sentido existencial. Es imposible detener el tiempo, pero sí dilatarlo viviéndolo en su integridad.

No tengo prisa y por eso me demoro en cada instante que vivo.



La altitud de lo humilde

31.10.24


Antonio Machado por boca de Juan de Mairena, su alter ego filosófico, decía: «Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura», porque la línea donde se encuentran las miradas nos equipara por igual a todos los seres humanos. Mientras que, por otro lado, no hace falta trepar, elevarse, subirse a la tarima a pregonar ninguna creación literaria porque, una obra se defiende por ella misma o por el calor y la devoción con la que la acogen quienes la leen.



La muerte del autor

11.7.24


Existe un símil entre las personas que escriben y los gusanos de seda. Al igual que estos quienes se dedican a escribir, tras comer y comer la morera del conocimiento en las ricas hojas de la lectura y la experiencia, se encierra en un capullo hasta que se produce esa maravillosa metamorfosis del ser escritor al ser escritura que, en forma de mariposa, deja escapar la belleza. Y como el gusano que muere, el autor desaparece, pero queda su creación en ese finísimo hilo con el que tejer la seda tan apreciada por su brillo adamantino y su delicada suavidad, semejante que una buena lectura.



Intuitivos

3.4.24


Siempre le he achacado una cierta torpeza a mi cerebro. En ocasiones pienso que no es tan inteligente como me gustaría y siento admiración por las personas geniales, capaces de mejorar el mundo con sus ocurrencias.

En este análisis de los procesos mentales me pregunto de dónde saca mi cerebro las cosas sin ser yo tan listo, sin ser tan ilustrado, sin tener una formación de alto nivel. Cuando esto me viene a la cabeza acudo a un buen pretexto: la intuición. Siempre que puedo digo que soy muy intuitivo.

Pero resulta que esta herramienta mental es un baile entre lo consciente y lo inconsciente, no un ente mágico, sino un producto de la experiencia, la memoria y la capacidad de anticipar el futuro. Y si es así mi cerebro me engaña o me oculta parte de sus planes.

La intuición opera como un atajo, permitiendo tomar decisiones rápidas sin necesidad de un análisis consciente exhaustivo. Se basa en patrones aprendidos del pasado, conexiones neuronales inconscientes y emociones que actúan como señales.

Aunque intuitiva, la intuición no es un proceso exclusivamente inconsciente. Estudios sugieren que la actividad cerebral consciente precede a las decisiones intuitivas, lo que implica una colaboración entre ambos niveles.

La intuición permite ir más allá de la lógica y la información explícita. Es un instrumento poderoso para completar la información que tenemos, detectar patrones sutiles y tomar decisiones en situaciones ambiguas.

Tampoco es un don innato, sino una habilidad que se puede entrenar y perfeccionar. La exposición a diferentes experiencias, la reflexión sobre nuestras decisiones y la atención a nuestras emociones son claves para fortalecerla.

La intuición es un proceso dual que involucra tanto la consciencia como el inconsciente, y se puede entrenar y perfeccionar, algo que me ha salvado en más de una ocasión pero me ha hecho naufragar en otras.



Máscaras

23.3.24


Vivimos en una época donde lo políticamente correcto se ha convertido en una espada de doble filo. Por un lado, busca evitar la discriminación y el lenguaje que pueda herir a las personas. Por otro lado, puede generar una censura disfrazada de buenas intenciones, obligándonos a tejer un doble o triple discurso entre lo que realmente pensamos, lo que nos gustaría decir, lo que debemos decir y lo que finalmente decimos.

En este baile de máscaras verbales, la libertad de expresión se tambalea. La espontaneidad se diluye en la autocensura, calculando cuidadosamente cada palabra para evitar el ostracismo social o la cancelación. Lo que pensamos se convierte en un secreto a voces, lo que queremos decir se esconde bajo un velo de prudencia, y lo que decimos se transforma en una versión edulcorada de nuestras ideas, moldeada para ajustarse a las expectativas de la audiencia.

Y los que escuchan no siempre están dispuestos a recibir la verdad cruda. A veces, prefieren oír lo que quieren escuchar, una versión suavizada de la realidad que no confronta sus creencias o valores. Se crea así una burbuja de confort donde la disidencia se acalla y la crítica se disfraza de sugerencia.

La autenticidad es un valor fundamental para la construcción de relaciones sanas y honestas. Sin embargo, la censura, incluso cuando se disfraza de corrección, limita la libertad de pensamiento y debate, pilares esenciales para el crecimiento individual y colectivo.

Encontrar el equilibrio entre la sensibilidad social y la expresión libre es un desafío complejo. No se trata de negar la importancia de la empatía y el respeto, sino de encontrar espacios donde la diversidad de opiniones pueda florecer sin miedo a la represalia o la censura.

Desafiar la máscara de lo políticamente correcto no significa avalar el discurso del odio. Se trata de defender el derecho a pensar diferente, a expresar ideas sin filtros preestablecidos y a construir un diálogo donde la verdad no tenga que esconderse detrás de una máscara. Solo así podremos construir una sociedad donde la autenticidad y la tolerancia coexistan en armonía, sin necesidad de dobles o triples discursos.



El baile de la realidad

7.3.24

 

En el escenario de la existencia, la realidad se presenta como un velo tejido por la mente, una danza entre la clarividencia individual y la objetividad universal. Bajo la luz de la reflexión, surge la pregunta: ¿qué es real y qué es ilusorio? ¿Somos meros espectadores de un drama cósmico o cocreadores de la realidad que habitamos?

El budismo, con su mirada introspectiva, nos invita a desentrañar los misterios de la percepción. Según esta tradición, la única verdad inmutable es la conciencia. El mundo que experimentamos, desde los extensos mares hasta las hojas que caen, es una proyección mental, un lienzo donde la mente pinta sus propias imágenes. Esta idea, que desafía los discernimientos acordados, nos impulsa a explorar la naturaleza de lo experimentado.

El neurocientífico Anil Seth, desde un enfoque empírico, aporta otra perspectiva a la ecuación. Afirma que la realidad que percibimos es una alucinación controlada que nuestro cerebro establece para ayudarnos a interactuar con el mundo. Esta confusión se basa en la información sensorial, pero también en nuestras expectativas, creencias y experiencias previas. Es como si cada uno de nosotros tuviera una cámara interna que filtra la realidad a través de un lente personal.

Un proverbio árabe nos recuerda que los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego. La realidad no se limita a lo que vemos, sino que se define por la interpretación que nuestro cerebro hace de ello. La mente, como un director de cine, toma las imágenes del mundo y las transforma en una película personalizada.

Sin embargo, la realidad no es un mero producto de la mente. Existe una base objetiva: las leyes de la física, la naturaleza, los átomos que conforman la materia. Estos elementos trascienden nuestras sensaciones individuales y nos conectan con una realidad compartida.

En la danza entre la mente y el mundo, la realidad se convierte en un enigma fascinante. La ciencia y la filosofía nos ofrecen herramientas para explorarla, pero nunca podremos esclarecer su misterio por completo.

En este baile de perspectivas, podemos encontrar la magia de la alucinación compartida que designamos vida, donde cada persona, con su lente exclusiva, aporta a la creación de una realidad colectiva, un tapiz tejido con los hilos de la experiencia individual y la objetividad universal.

En la búsqueda de la verdad, la mente se convierte en un bastidor donde la realidad se pinta con los colores de la apreciación y el aprendizaje, y cada individuo, con su pincel único, contribuye a la obra maestra total de la existencia.



Apagones

6.3.24


Toda reflexión propaga una luz que cualquier creencia apaga.



¿Quién alimenta a los monstruos?

10.10.23



Lo descomunal por desproporcionado, lo extraño por inusual, lo diferente a lo común o corriente, ejerce sobre el ser humano una incontenible atracción. Asomarse a aquello que nos produce espanto por su monstruosidad se convierte en una fuerza irresistible y tentadora.

Las redes sociales y algunos medios de comunicación narran historias de personajes que son capaces de hacer con sus cuerpos y sus vidas cosas que nos producen un asombrado rechazo y un maravillado repudio, desde tatuarse totalmente de negro hasta amputar partes de su anatomía.

Si nadie mirara sus fotos y nadie siguiera sus testimonios, estos engendros humanos permanecerían en el anonimato. Pero con el morbo de la gente el monstruo continúa creciendo y lo hará hasta su extinción, momento que será sustituido por otro.