—Érase
una vez…
—¿Otra
vez?
—¿Otra
vez qué?
—Érase
una vez…
—Sí,
otra vez, érase una vez…
—Eso
ya lo sé que érase una vez, pero no sé si era la misma vez u otra.
—Y
colorín colorado, este micro se ha terminado.
—Érase
una vez…
—¿Otra
vez?
—¿Otra
vez qué?
—Érase
una vez…
—Sí,
otra vez, érase una vez…
—Eso
ya lo sé que érase una vez, pero no sé si era la misma vez u otra.
—Y
colorín colorado, este micro se ha terminado.
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Al
mirarse no encontró su reflejo. Y no, no es que fuera vampiro. Simplemente
estaba ante un espejo invertido.
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Dorotea
arrastraba a diario su carrito de la compra por un itinerario invariable. Nadie
la vio nunca comprar nada en ninguna tienda o comercio del barrio. Su vecina
Adriana recelaba de ella y sospechaba que algo se traía entre manos. Bajo
aquella apariencia de mujer distraída y solitaria, latía algún asunto turbio.
Un día se plantó delante de Dorotea interrumpiendo su camino y la interrogó
sobre el contenido del carrito. Ella, con una tierna sonrisa, le contestó:
«cabezas». La palabra le rebotó dentro como si fuera un eco, mientras veía como
se alejaba la mujer. ¿Cabezas?, sería una asesina en serie que mutilaba los
cuerpos y los transportaba hasta un vertedero, pensó. Y de inmediato corrió
tras de Dorotea para pedirle más explicaciones. «¿Cómo que cabezas?», la
interpeló. «Sí, hija, cabezas de ajo, porque no sé si te has enterado de que,
con la llegada del buen tiempo, ha comenzado la temporada de vampiros y están
por todos lados».
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Estaba
muerto de risa cuando el forense contó el chiste de su fallecimiento.
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Miró el móvil. Le pareció un objeto frío y sin vida. En su pantalla oscurecida se reflejaba el paisaje del horizonte que entraba por la ventana. Ningún mensaje, ninguna llamada, sonido, alerta, requisitoria de su atención. En ese lapso de tiempo que le percibió demasiado extenso, comenzó a inquietarse. Después se sintió calmado y pensó que, como caja de Pandora, de allí salían todos sus males. A continuación, observó unas manchas sobre la superficie azabache y frotó con un paño de fieltro tres veces. Lo que sucedió, seguidamente, tenía muchas similitudes con lo narrado en un cuento oriental. Fue entonces que una voz casi humana le dijo: «despierta Aladino».
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Se
asomó al balcón y la vio pasar fascinado de que siempre fuera ella pero cada
día era distinta.
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Decidió
suicidarse porque nadie leía su novela y su muerte se convirtió en un
superventas.
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Fue
un frenazo brusco que no esperaba del coche que estaba delante. Todo pareció
detenerse en ese instante y la realidad se congeló. Cada detalle de la escena
se fotografió presintiendo el desastre en plena quietud. En ese momento alguien
se acercó y me dijo: «Oiga, no se puede estar parado en mitad del tiempo».
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La
flor de la orquídea cayó sobre la mesa y observó cómo la ingeniería de su
belleza quedó muerta. Las hormigas cargaron con su cadáver.
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Pasó
la página de la tarde de otoño que le pareció triste y melacólica. En la
siguiente, más concentrada, leyó la noche. Las sucesivas estaban llenas de sueños
y se recreó en ellas porque le resultaron llamativas, con escenas que protagonizaba
y con simbolismos que no sabía interpretar. Hasta que llegaron las inquietantes
pesadillas que le aterrorizaron. Por fin, casi al final de su lectura, llegó al
amanecer y todo le resultó luminoso, lleno de bonitos colores que la animaron. Cerró
el volumen y al colocarlo en el estante se encontró encajonada entre dos
libros.
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La soledad le acompañó toda la tarde. Cogidos
de la mano pasearon por el parque y se conmovieron con la puesta de sol.
Subieron al mirador y en el quiosco de bebidas tomaron un tentempié.
Contemplaron la ciudad iluminada al fondo y escucharon su ruidoso concierto.
Entonces se miraron a los ojos, con esa ternura que se miran los enamorados.
Él, le propuso que le hiciera compañía esa noche y a ella le resultó imposible
cambiar de nombre.
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—Hoy cumplo años.
—¿Cuántos?
—Los que el tiempo quiere.
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—¿A
ti te duelen los días?
—Sí,
algunas veces, cuando huelen a tristeza.
—¿Y
cómo es ese olor?
—Como
la tierra mojada por la lluvia pero emanando desde el interior.
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Hizo un pacto con dios y otro con el diablo y a
los dos los engañó.
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Vivíamos muy asustados desde que nos explicaron
que llegaría el día del Juicio Final para hacernos un cuestionario sobre
nuestras vidas. Desde ese momento nos preguntábamos cómo sería estar haciendo
cola en el cielo y nos preocupaba que, con tanta gente la cosa iría para largo,
así que decidimos tener preparado un kit de supervivencia para pasar el rato.
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«Eres idiota», le espetó el lector (y pensó puede que sí o puede que no) y sorprendido el autor de este cuento volvió a escuchar: «¡Qué cuento tan ridículo! Cómo se te ocurre decir esto». Momento en el que estuvo a punto de abandonar la tarea que se traía entre manos, porque no estaba dispuesto a que le faltaran el respeto a su trabajo. «Quieres centrarte en contar una buena historia y no divagar con estas memeces que escribes», lo escuchó expresar desde el otro lado del libro aún sin publicar. Se turbó y dudó en seguir escribiendo estas líneas porque le desconcertaba la idea de que, desde el universo paralelo de la lectura, un intralector le estuviera coartando su creatividad con esas expresiones que escuchaba. Llegó a pensar que se trataba de esas voces interiores que se le aparecen a quienes escriben y andan mezclándose en la cabeza entre el monólogo y el diálogo. Así que trató de centrarse en lo que quería plasmar y que no era otra cosa que una narración sobre gatos. «Te leo y no salgo de mi asombro, ¿de verdad vas a tratar sobre felinos domésticos y holgazanes? ¿no tienes una ocurrencia peor?», (y mientras lo oía reír, de manera instintiva, quiso indicarle: dímela tú). Entonces paró en seco y dejamos de escribir los dos.
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Tras escuchar la disertación le dijo que dónde quería llegar. «Si quieres escribir trata de ser como esa materia vidriada, a merced de las olas, y haz que se distinga tu voz entre las interminables y monótonas arenas», le explicó.
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La noche caliginosa los borró del escenario urbano. Nadie los observó, nadie consiguió dar testimonio de que aquellos jóvenes marchaban llevándose al otro en su pensamiento. Era una escenificación absurda de cariño, una estampa más perdida en el vacío de lo que existe.
Bueno yo si los vi. Crucé la escena y no me reconocieron ni supieron de mi presencia allí para contar su historia de amor y desamor.
¿Qué pasó?, deberías preguntarte mientras lees estas letras. Por lo que supe el argumento estaba escrito y se ejecutó según el gran teatro de la vida, de sus vidas.
Consagraron su pasión y se quisieron. Ese tiempo existió y también les nació una hija. A partir de ahí él, inteligente y buen periodista, alcanzó cierta efímera fama y ejerció en profundidad el oficio de la ‘canalla’. Ella, guapa y dulce, educada en una familia de la pequeña burguesía provinciana, no pudo y no quiso asumir el papel al que parecía destinada.
No sé, a veces vuelvo a esa calle a la misma hora despoblada, para ver si aquel duelo de enamorados se repite otra vez.
Mientras lo cuento, una mano femenina me aprieta el hombro con suavidad.
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Escribimos para no dejar de ser quienes somos.
G. Deleuze:
«Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo...»
Thomas Szasz:
«Si tú hablas a Dios, estás rezando; si Dios te habla a ti, tienes esquizofrenia. Si los muertos te hablan, eres un espiritista; si tú hablas a los muertos, eres un esquizofrénico»
Marco Aurelio:
«Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo»
Albert Camus:
«La gente nunca está convencida de tus razones, de tu sinceridad, de tu seriedad o tus sufrimientos, salvo sí te mueres»
Charles Caleb Colton:
«Hasta que hayas muerto no esperes alabanzas limpias de envidia»
León Tolstoi:
«A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa»
Voltaire:
«La duda no es un estado demasiado agradable pero la certeza es un estado ridículo»
Mahmoud Al-Tahawi:
«La perfección es el pecado de los vanidosos. La torpeza la virtud de los indefensos»
Fénelon:
«Huye de los elogios, pero trata de merecerlos»
Antón Chéjov:
«Las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio»
Bukowski:
«Que no te engañen, chico. La vida empieza a los sesenta»