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Rituales

17.3.24


Solía mi padre los domingos a la mañana sacarme a pasear por la ciudad. Caminábamos con sus pasos de gigante por lo que yo iba dando saltitos en algunos trechos. Así descubrí, maravillándome, las grandes y bulliciosas avenidas, llenas de luz y de gentes vestidas con trajes nuevos y brillantes sentadas en las terrazas o pululando por las aceras, familias, jóvenes parejas y amigos de papá que a cada intervalo andado nos detenían. Para hacer más liviana esas esperas me soltaba de su mano y me agachaba a jugar con la tierra, motivo por el que era advertido.

Después nos desviábamos por callejas sinuosas y visitábamos los templos de los descreídos. Allí era donde se suplicaba de verdad al dios Baco, le oí decir en alguna ocasión, y me preguntaba cómo sería esa divinidad tan diferente de la que aparecía en el catecismo que las monjas nos hacían aprender, en especial la madre Laura, una joven y guapa mujer, enérgica y mandona, de la que andábamos prendados pero a la que temíamos más que a una vara verde.

En esas iglesias, digo, es donde solíamos acabar antes de la hora del almuerzo, llenos de hombres gigantescos apoyados en las barras de las tabernas, que charlaban desinhibidos y comían con deleite, gastando bromas y gritando, hasta culminar una ronda de convidadas. El momento más culminante era volver a casa chispeante y como levitando, tras hacerme beber un pequeño tubito de cerveza.



Sensibilidad

10.3.24


El pianista se lesionó los dedos a propósito. Quería sentir en cada tecla que pulsara, belleza y dolor.



El liquidador

3.3.24

 

Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

                                                                                                                         Albert Camus

 

 

Quizá hubiera tenido una anterior vida de amanuense o de linotipista, algún oficio manual relacionado con las palabras y los legajos. No lo sé, lo desconozco. Fue que, al entrar en aquel cubículo, me llegó una impresión extraña donde el rancio olor de la humedad y la profusión de documentación almacenada, mezclaban en mi mente un abigarrado sentimiento a descomposición de recuerdos. Dos lamparillas separadas en las esquinas iluminaban la habitación aislada de la luz solar, a pesar de poseer un gran ventanal que había sido clausurado a cualquier claridad externa, como para evitar la contaminación lumínica y veladora sobre aquel mar de papeles que inundaba la mayor parte del espacio. 

La primera de las confesiones que me realizó y casi la única fue referenciar la tarea a la que, como un ser burocrático se había encomendado a diario: «estoy rompiendo papeles». La destrucción de documentos, según me explico, es una tarea parsimoniosa que exige mucho interés y concentración, porque cada escrito debe ser examinado para determinar su valor en el momento que fue redactado, su prevalencia actual y si en un futuro podría ser útil su contenido. Como sopesador de tan trascendente dictamen, sus manos eran la balanza y su mente sesuda el fiel de la misma, que se debería inclinar bien hacia la preservación o hacia la destrucción.

«Rompo papeles. Vengo aquí todos los días con la convicción de acabar con todo lo que resulte inservible, pero al volver a la jornada siguiente encuentro igual volumen de originales o incluso más. Diría que se retroalimentan y las mismas escrituras se duplican. Hay momentos que me siento como Sísifo. ¿Sabes a quién me refiero?». Negué con la cabeza a pesar de tener una leve idea de que ese nombre estaba asociado a algún mito. Busqué en el móvil. Era un personaje de la mitología griega, rey de Corinto célebre por sus fechorías y por timar a la muerte, y castigado por Zeus a llevar una piedra redonda hasta lo alto de una montaña una y otra vez. Su analogía me intrigó porque igual él también se suponía un Sísifo moderno condenado a una existencia absurda. «Es una colosal y aburrida», replicó con un deje de amargura en su voz. «A veces me pregunto si no sería mejor dejar que todo se pudra aquí, que la memoria se diluya en este mar de papeles sin importancia. Pero algo me impulsa a seguir, a desentrañar qué debe ser guardado y qué no. Es un compromiso que me incomoda, pero que no puedo rehusar».

Descansé en el único asiento disponible, una vieja y destartalada mecedora de mimbre que crujió bajo mi peso. El ambiente cargado de polvo y la penumbra de la habitación me producían una sensación de claustrofobia. Observé al hombre, encorvado sobre su escritorio, inspeccionando concienzudamente cada folio antes de colocarlo en una de las dos cestas cercanas a él, una para destruir, la otra para guardar. Le ofrecí ayuda, entonces, en un acto de condescendencia para para aliviar su carga. Él hombre me miró con sorpresa desde el fondo de sus ojos grises reflejando la tenue luz de las lamparillas. «¿Qué podrías hacer?», me preguntó. Dudé y le respondí sin saber qué, «bueno, por si necesitas algo». Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. El sonido del crujir del papel y el ocasional toser del hombre eran los únicos sonidos que rompían la quietud. De repente, se levantó y se dirigió hacia la ventana clausurada. «Mira», dijo señalando hacia el exterior. Aparté la vista de la montaña de papeles que me rodeaba y dirigí mi mirada hacia el ventanal exclaustrado. Lo que vi me dejó sin aliento porque tras el cristal opaco se extendía una ciudad de celulosa donde los edificios modernos se mezclaban con las casas antiguas, las calles bulliciosas contrastaban con los parques tranquilos. Era una ciudad llena de contrastes, de belleza y de caos total de papel.

«Esa es la ciudad», dijo con voz melancólica. «La ciudad que yo he ayudado a construir, la ciudad que he visto crecer y cambiar». Su mirada se volvió hacia mí, sus ojos llenos de una profunda tristeza. No supe qué decir. Las palabras parecían insuficientes para expresar la compleja situación. En ese momento, comprendí que no solo estaba rompiendo papeles, sino también intentando destruir su condena.

«Vengo a romper papeles».



Pasajeros

25.2.24


                                                               A mi amigo Mikhail Carbajal


Me quedé dormido en el metro entre las estaciones de Ataraxia y Thaumazein. Acostumbro a echar una cabezadita cuando el cansancio me vence de vuelta a casa y, en ocasiones, me paso y llego hasta Irrestricto, con lo que supone de pérdida de tiempo. Pero en esta ocasión noté que alguien tocaba mi hombro y mientras despertaba oí la voz joven de una mujer que me decía: ya llegamos. La miré con agradecimiento mientras me apeaba del vagón vacío.



Endofasia

18.2.24


—¿Tú estás escuchando lo que dices?
—¿Qué?
—Esa barbaridad que acabas de soltar.
—No he dicho nada, solo soy tu voz interior.


Viejos oficios

11.2.24


Cada vez que escuchaba la flauta de amolador bajaba a toda prisa para afilar los instrumentos cortantes de la casa. Después se embobaba con las chispas que desprendía el roce del acero contra el esmeril. Contaba que en ese fulgor era capaz de adivinar quién sería su próxima víctima.



Imposibles

4.2.24


 —No podemos amarnos, no podemos —le dijo mientras se arrebujaba contra su pecho y les resbalaban las lágrimas.

—Entonces —le preguntó—, ¿esto es el amor?



Confesiones

28.1.24


«Tengo por costumbre no mirarme al espejo. Una vez miré y me encontré con un desconocido. Pasado mucho tiempo volví a mirar y ya no había nadie».



La costurera

21.1.24


Se hizo un traje de tela marinera y resultó la mujer más admirada por las sirenas.



El viejo sabio

14.1.24


Cada día ofrecía una lección magistral desde la cima de la montaña. Desde allí lo escuchaban atentos los amaneceres, los cielos rojos, el viento, las nubes y el mar calmo. Si les faltaban sus palabras cambiaban a fieros.




Final inesperado

7.1.24


La Nochevieja y el Año nuevo tuvieron un idilio y decidieron alejarse del bullicio. Desde entonces no se han vuelto a ver celebraciones.




Seres oníricos

31.12.23


Te pregunté qué hacías dentro de mi sueño. Tú me dijiste, entonces, que me estabas soñando.




Amistosas

24.12.23

 

—Buenos días, qué tal estás.

—Bien —le sonrió.

—Sabes, el otro día conocí al padre del marido de tu amiga Silvia. Un tipo encantador.

Le volvió a sonreír mientras pensaba: «esta tipa es un tostón. Ahora me va a decir que es donde trabaja el suegro de mi amiga, una inmobiliaria que ella conoce porque en la misma curra la hija de una vecina, íntima suya de toda la vida».

—Y a que no sabes qué, vende unas casas chulísimas, es la oficina de Cecilia, la hija de Paqui, la que se compró el chalet con piscina en esa urbanización tan pija.

Le ofreció una nueva sonrisa como aprobación a la historia que contaba en tanto que, mirándola a la cara, se preguntaba cuándo detendría su discurso de pesada parlanchina. «Ahora me va sacar a relucir algún tema de su salud», pensó.

—Pues nada que vengo del médico porque resulta que tengo una fractura metacarpiana. ¿No me ves la mano hinchada? Así llevo toda la semana, sin poder lavar un plato. Menos mal que tengo a Jorge, el pobre se encarga de todo. Me han mandado reposo y me van a hacer unas pruebas para saber si ha sido por tanto esfuerzo que la mano se ha cansado o porque se me gastan los huesos que una ya va para mayor. Y después lo de la taquicardia, ¿sabes? Me dan palpitaciones y me pongo malísima, vamos como si me fuera a dar un infarto.

Y mientras la observaba mover los labios pero ya sin escucharla, discurría: «lo que me importará a mí su metacarpiano inflamado o deshinchado, el de su marido y el de su hijo, sus supuestas palpitaciones, su venta de Thermomix que además de a su suegra y a su hermana no le habrá vendido ninguna más a nadie o que ahora, se haya hecho influencer y se dedique a vender dietas milagrosas para el adelgazamiento. Precisamente ella que no está gorda, qué va para nada, ya se la podía aplicar.

—Te veo muy callada ¿te pasa algo? —le resopló.

—Qué me va a pasar —contestó su boca porque su mente decía otra cosa diferente—, que una anda pensando en las cosas que tiene que hacer.

—A mí me pasa igual —explicó azorada—, así que me voy que no quiero perder más tiempo. Hasta luego.

Entonces pensó: «¿hasta luego? ¿piensa venir luego? ¡qué horror!», y la miró empequeñecerse en la trama urbana con el alivio de quien sale a la superficie del agua a respirar.

Dejó su mirada perdida en el infinito hasta que se sorprendió. La vio detenerse con otra mujer y se apesadumbró: «pobre víctima».

Evolución

17.12.23


—Han tenido que pasar millones de años para que nos encontremos —le susurró.

—Sí. Y tenemos solo este instante para amarnos.



𝘚𝘵𝘢𝘳𝘨𝘢𝘵𝘦

10.12.23





Recorría la ciudad sumergiéndose en los contenedores de la basura buscando algo valioso, aunque tras sus inmersiones siempre salía con las manos vacías. La gente, entonces, comenzó a sospechar.

Terrón de azúcar

3.12.23

 Alguien vino y me contó al oído esta historia:

«Sarmiento, ya no recuerdo su nombre porque la sonoridad de su apellido y las rimas insistentes de los compañeros dejaron mayor huella en mi memoria que su nombre, digo Sarmiento era un niño rubito, aseado, con un rostro más aniñado que los del resto del grupo, aunque dotado de una cierta malicia más bien era verbal, dado que su físico estaba limitado por una estructura metálica que enjaulaba su pierna derecha, necesaria para poder caminar con dificultad, aunque él intentaba hacer casi todas las diabluras que el resto de los niños, ideando muchas de las gamberradas que los demás ejecutaban, concebidas perversamente como para hacer ver, frente a su desventaja física, la superioridad de su maldad, una especie de venganza frente a la desgracia a la que el mundo le había sometido y que devolvía con creces, a pesar de que, por su indumentaria, cuando en invierno vestía un elegante abrigo negro al alcance de pocos, y por su modo de hablar, no parecía tener una vida muy común con la nuestra cargada de penurias, cuanto que Sarmiento se mostraba desacomplejado y exuberante, lo miraba y me daba pena al pensar cómo me sentiría con esos hierros y las pesadas botas ortopédicas, más aún al saber algo relacionado con un terroncito de azúcar pintado con unas gotas rojas que nos daban a los niños y que él no tomó por descuido de sus padres».

Delincuentes líricos

26.11.23



Investigado por hacer versos lo acusaron de un crimen de lesa humildad.




El juego quimérico

19.11.23



Los dos niños sentados en el suelo jugaban en un tablero invisible. Los observé largo rato mientras permanecían absortos y divertidos en su partida. No entendí muy bien la dinámica del desafío y atendí a los gestos que intercambiaban para descifrar el enigma en tanto, cada uno, depositaba una carta boca arriba cogida de un mazo común en las que aparecían figuras distintas. Los jugadores imitaban con muecas el sentimiento que le producían las estampas. Se trataba de viejas efigies fantasiosas, arcanos antiquísimos.

Intrigado los interrogué sobre el desenlace: «¿Qué se gana en este juego?». Uno de ellos me aclaró: «Nada, no se gana nada». Entonces insistí: «¿Y alguien es derrotado?». Y su respuesta fue: «Nadie pierde».




Resistencias

12.11.23




—No sé cómo dejar de amarte —le expuso casi suplicándole.

—Quiéreme aún más.





La arquitecta

5.11.23



Construía castillos en el aire usando el material del que están hechos los sueños.