En este baile de máscaras verbales, la libertad de expresión se tambalea. La espontaneidad se diluye en la autocensura, calculando cuidadosamente cada palabra para evitar el ostracismo social o la cancelación. Lo que pensamos se convierte en un secreto a voces, lo que queremos decir se esconde bajo un velo de prudencia, y lo que decimos se transforma en una versión edulcorada de nuestras ideas, moldeada para ajustarse a las expectativas de la audiencia.
Y los que escuchan no siempre están dispuestos a recibir la verdad cruda. A veces, prefieren oír lo que quieren escuchar, una versión suavizada de la realidad que no confronta sus creencias o valores. Se crea así una burbuja de confort donde la disidencia se acalla y la crítica se disfraza de sugerencia.
La autenticidad es un valor fundamental para la construcción de relaciones sanas y honestas. Sin embargo, la censura, incluso cuando se disfraza de corrección, limita la libertad de pensamiento y debate, pilares esenciales para el crecimiento individual y colectivo.
Encontrar el equilibrio entre la sensibilidad social y la expresión libre es un desafío complejo. No se trata de negar la importancia de la empatía y el respeto, sino de encontrar espacios donde la diversidad de opiniones pueda florecer sin miedo a la represalia o la censura.
Desafiar la máscara de lo políticamente correcto no significa avalar el discurso del odio. Se trata de defender el derecho a pensar diferente, a expresar ideas sin filtros preestablecidos y a construir un diálogo donde la verdad no tenga que esconderse detrás de una máscara. Solo así podremos construir una sociedad donde la autenticidad y la tolerancia coexistan en armonía, sin necesidad de dobles o triples discursos.