El fin del mundo

8.1.23


 

Y habrá señales en el sol,

en la luna y en las estrellas.

(Lucas 21,25)

 

 1

Al principio no dio mayor importancia a que el ralentí de su automóvil se acelerara de imprevisto sin que existiera una causa razonable que hiciera circular el vehículo a una velocidad superior a la ordenada por su pie derecho. Discurrió, desde su conocimiento de la mecánica, que algún organismo metálico se había indispuesto bajo el capó, como ocurre con el paso de una estación a otra que la atmósfera varía y entonces la humedad del ambiente es distinta y eso influye en las maquinarias, igual que condiciona la rótula de la rodilla de tío José que nota el reuma cada vez que las bajas presiones y la borrasca le advierten de la probable presencia de lluvias y tío José, con la pierna colgándole y la voz cansina de zahorí, dice con acierto que va a cambiar el tiempo. En los últimos años llovía poco, menos de lo acostumbrado en aquellos lares, lo que podía ser razón suficiente para que el metabolismo del motor, arregostado a la situación, se asustara ante un asomo de humedad porque a veces estos artefactos llegan a ser casi humanos en sus dolencias. Entendió también que quizás sólo se debería a un desajuste en el estárter, a lo que él llamaba la palanquita para tirar del aire.

 

 

2

Tampoco prestó atención al hecho de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en números romanos y no en dígitos, comenzara a demorarse cada tarde cinco minutos a las cinco en punto, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un mecánico relojero que, previa apertura de tripas, colocara una nueva pila de litio, no tanto por la importancia de la puntualidad y la precisión que para él siempre significaban un ataque contra los principios de la buena salud, sino porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no diera esos pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un ballet. Por otra parte, esa anomalía la encontraba ventajosa porque le supondría ahorrar cinco minutos diarios que, guardados para su vejez, le proporcionarían unas largas vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba con ese acento tan propio que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún si son de la propia esposa, su falta de exactitud cuando regresaba a deshoras o se retrasaba en una cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que le regaló, cuando él creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta para ahorcar el tiempo y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y entonces discutían, pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y eso era lo importante, y todos los años compartidos que ya iban para doce los habían acercado cada vez más. La experiencia de los años vividos le demostraban el valor ridículo de las comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando desde el gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los horarios de trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para ganar en producción y en ahorro energético. Entonces surgían todas las dudas en su cabeza y comenzaba una retahíla de interrogaciones metafísicas que no llegaban a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran bisiestos, porque sobraba siempre algunos minutos en los números decimales y que, en definitiva, le demostraban que esa particularidad del tiempo no era más que una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar las vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a ninguna protesta.

 

 

3

A la extraña luminosidad que de vez en cuando irradiaban las bombillas y que eran como borbotones de fuego que ponían los filamentos primero de un rojo subido, para pasar después a un blanco incandescente que extremaba la potencia de la lámpara hasta encandilar la mirada, no la tomó muy en cuenta porque sabido era que la Compañía Eléctrica jugaba con el voltaje de las líneas de alto voltaje para poner aquí y quitar allá según sus intereses que no eran otros que los de ingresar mucho dinero por las tarifas de electricidad doméstica aunque el usuario tuviera que quejarse frecuentemente y poner el grito en el cielo. Imaginaba que en el barrio coincidía el montaje de algún tinglado y para impedir, como sucedía cuando llegaba el verano, un apagón general que provocaba la indignación del vecindario reflejándose luego en los medios de comunicación, habrían aumentado el voltaje para compensar el déficit de fluido de electrones, ocurriendo como en otras ocasiones que al operario de turno se le iba la mano y cuando quería darse cuenta se pasaba con el chorro eléctrico fundiendo media docena de lámparas en cada domicilio. Se le venían a la cabeza entonces palabras que ya carecían de significado para él porque habían quedado muy atrás en el archivo de la memoria, como ohmio, hertzio o faradio, que le llegaban de la época que estudió bachiller, eso sí con buenas notas que siempre fue muy aplicado en los estudios, y rememoraba aquel experimento en el laboratorio de Física cuando don Damián, profesor enjuto con gafas de sol y voz de carraspera aguardentosa, arrimaba una barra de ebonita, a la que previamente frotaba un paño de lana, hasta una esfera de médula de sauco que pendía de un hilo de seda, para demostrar que las cargas de distinto signo se atraen y las que son iguales se repudian, explicando las dos clases de electricidad, la vítrea o positiva y la ambarina o negativa.

 

4

Él era un tipo meticuloso y racional, concreto en sus ambiciones personales, que llevaba desde los dieciocho años fabricando cintas de máquinas de escribir, papeles de calco y últimamente cartuchos para impresoras de ordenador, desde que entró como aprendiz a fundir cera, para mezclarla con aceite, glicerina y tinta, entre molinos, tolvas y rodillos calientes, impregnada su piel con el color de las sustancias más volátiles. Más de veinte años volcando pigmentos, negro, rojo, magenta, para colorear la pasta, un trabajador recto que siempre daba todo por la empresa y que desde la dirección comprendían su ejemplar proceder y por eso sus veintidós años de dedicación a esta tarea le granjearon la estima y el aprecio de los mandamases, sino cómo explicar cuántas veces llamó a la puerta del director de la fábrica para hablarle cara y siempre fue recibido, cuántas veces no salió sonriente de ese despacho ante la mirada de admiración y de envidia de sus compañeros. Aficionado a la lectura se entusiasmaba con los libros de ciencias y las enciclopedias, devoraba los textos mientras su familia consumía televisión, formándose una idea concreta de la realidad que lo rodeaba, un universo euclidiano donde por un punto sólo podía pasar una recta paralela a otra, recordando la lectura de la geometría hiperbólica de Nikolái Lobachevski, donde se postulaba un cosmos parecido a una pecera, donde los habitantes aumentaban de tamaño al acercarse a la superficie, algo insostenible para él que sólo concebía aquello que era palpable y desdeñaba cuantos fenómenos no tuvieran una explicación desarrollada en la práctica, descartando todas esas fantasías imaginables que con tanta avidez acogían las gentes. A pesar de ello las casualidades de los días postreros le hicieron indagar dentro de su mente, buscando en algún cajón del pensamiento donde pudiera encontrar una respuesta adecuada al cúmulo de desórdenes que se sucedían en un contexto que para él se manifestaba en armonía consigo misma.

 

 

5

Aquel fin de semana Marta y los niños, Sabina y Abel, se ausentaron del apartamento para pasar unos días junto a Enriqueta, la madre de Marta, y a tío José que volvía a estar achacoso de su reumatismo porque ya se sabía que, era aparecer una nubecilla en lontananza, y le cambiaban los humores como de la noche al día. Allí los niños gastarían su vitalidad entre juegos y correrías y ver que la naturaleza tenía otros colores y olores para sus sentidos que no los establecidos por los límites de las paredes del piso que habitaban, donde aire más puro y vegetación exuberante estimularan la viciada vida de sus células urbanas. Para él era la ocasión de hacer de hombre de la casa y comprobar desde la soledad, cuánto se echa de menos a los demás cuando no suelen estar, relajarse y pensar en todos esos fenómenos que con frecuencia discontinua habían estado demostrándose en los últimos días. Una noche que dormitaba en el sofá frente al televisor le extrañó percibir súbitamente una claridad prodigiosa que despedía la pantalla y percibir como palpables la secuencia de imágenes de un intermedio publicitario. Se frotó los ojos para despabilar de su somnolencia porque aquellas siluetas parecían salirse de la tele como en un holograma y comenzó a sentir un sudor frío que, especuló, pudiera ser por una mala digestión o por haberse pasado con el vino, hasta que vio salir de aquel cuadrado de luz una sirena con el cabello pelirrojo que mientras le ofrecía unos pantalones vaqueros, sentenciaba la frase 'sentirás no llevarlos'. Luego fue un señor bien trajeado que, sentándose con educación a su lado, le convenció de que los tipos de interés del banco que representaba eran los más ventajosos del mercado, haciéndole firmar un contrato para un seguro de vida. Apenas se marchó el señor con cara de presentador, salió una rubia despampanante que sugerente le susurró al oído: ‘¿Adivinas quién sale de fin de semana? Tiene un gran coche y no se priva de nada. Sin agobios para pagarlo y poder disfrutarlo. Cambia de coche. No de vida’. Aquella frase hiriente le arañó en su subconsciente de varón abandonado en el hogar y desconectó el aparato casi por instinto y, a pesar de no ser muy adicto a la bebida, corrió hasta donde guardaba una botella de güisqui. Necesitaba un trago para pasar el sobresalto y dormir para ver si el día terminaba y con él todos los desvaríos, amaneciendo con sus biorritmos mejorados.

 

6

Al día siguiente, mañana de domingo, comenzó a mostrarse un rosario de pequeños desastres en el hogar, como que el agua que ponía a hervir para tomarse una taza de té tardaba la mitad, de lo cual dedujo que o bien el punto de ebullición se alcanzaba con menos temperatura o que la presión de la atmósfera disminuyó. Cuando fue al cuarto de baño a lavarse la cara descubrió como el agua que escapaba por el desagüe del lavabo giraba en sentido contrario al de todas las mañanas. En ese instante sonó el teléfono y pensó que era Marta que lo llamaba para saber que todo iba bien, pensando aliviado que por fin se podría librar de esa cadena de desastres que lo estaban atosigando y dudó si sería conveniente contarle lo ocurrido o esperar a su vuelta para no alarmarla. Descolgó el receptor y se lo acercó al oído, pero del audífono no salieron palabras lógicas sino sílabas como sorteadas entre sí en una jerga de varios idiomas, y sobrecogido supuso que los enlaces telefónicos habían enloquecido, estableciendo la conexión entre miles de frases incompletas. Comenzó en ese momento un concierto de las máquinas que se encontraban en la vivienda. Parecía como si los electrodomésticos hubieran adquirido vida propia.

 

7

Sentado en la taza del retrete, lugar donde suelen acudir las ideas más aclaratorias, recordó que en cierta ocasión leyendo una enciclopedia que narraba los grandes hitos de la creación, aprendió que el Universo se sustentaba sobre dos principios fundamentales como eran la energía y otro concepto algo abstracto que no llegó a comprender muy bien, llamado entropía, y que cualquier desarreglo de ellos produciría el término de la vida conocida y por ende la finalización del mundo. Esto unido a una vaga referencia bíblica que rondaba en su cabeza y creía del Apocalipsis, aunque no sabía bien si andaba en lo cierto, sobre que al final de los tiempos habría señales y signos que anunciarían la consumación de todo, le hicieron cerrar el círculo de las hipótesis y concluir que el final de todo había llegado y él era el único en percatarse. Feliz con la iluminación acontecida tiró de la cisterna en un gesto definitivo y concluyente para avisar al resto de los mortales del descubrimiento y, en ese instante, fue engullido por un torbellino de agua azulada en el día del arcángel san Rafael, mientras un querubín trompetista, algo blusero, anunciaba sin remordimiento el final oclusivo de este cuento.

1 apostillas:

Albada Dos dijo...

Un relato in crescendo hasta la entropía, hay detalles muy cómicos que me encantaron.

Un abrazo