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¿Adónde va el tiempo que se va?

24.10.25


El tiempo no se pierde, se posa. El tiempo que fluye hace mudanza de piel y se esconde en las cosas que amamos. Se queda en la huella de una voz como la pisada en la arena, en la curva de una tarde como una ecuación de lo bello, en el gesto mínimo con que decimos adiós sin saberlo.

El tiempo que se va se adormece en los objetos más cercanos, como el eco del calor de la mano que coge una taza, en la mirada perdida que ya no vuelve, en la respiración serena al borde del silencio.

Tal vez el tiempo no pase y tal vez solo pasemos a través de él, dejando hilos de luz en su corriente. Y cuando preguntamos adónde va, es porque sentimos que una parte de nosotros también se aleja, flotando suavemente hacia ese lugar donde todo lo vivido sigue siendo presente, pero en otra forma. Quizá el tiempo no vaya a ningún lugar.


Desapariciones

23.10.25


Veo el mundo sin verme en él y entonces lo comprendo, porque eso exige desaparecer un poco. Mientras el yo ocupa el centro de la mirada, todo se distorsiona y así juzgamos, comparamos, esperamos que el mundo se parezca a lo que deseamos. Pero cuando logramos apartarnos, cuando dejamos de mirarnos en cada cosa, el mundo se vuelve claro, sereno, casi transparente, y cuando mengua el ego aparece la comprensión. No porque el mundo cambie, sino porque por fin dejamos de usarlo como espejo. En ese instante, ver deja de ser un acto de posesión y se convierte en un hecho de presencia. Y entonces, sin buscarnos, nos encontramos.


Garabatos

22.10.25


La escritura manual confiere a quien la practica el papel de amanuense de su propia vida. Mirar la caligrafía de otros es como asomarse a la respiración de su alma. Cada letra, un latido; cada trazo, un temblor del ser sobre la página. Pero esa experiencia se ha ido desvaneciendo, convertida en fósil desde que los ordenadores asumieron el oficio de taxidermistas de la grafología.

Donde antes el pulso dejaba su huella, su vacilación, su impulso, su herida del pensamiento, hoy gobierna la practicidad perfecta de las grafías, porque las letras ya no brotan, solo se plasman. Y así, el texto se vuelve un cadáver elegante sin voz ni tacto.

Escribir a mano era un acto de encarnación donde la tinta se confundía con el pulso de la mano y el papel era la piel donde quedaba inscrito el instante. Ahora, frente a la pantalla, la palabra ya no nos toca y somos ecos uniformes en una tipografía sin cuerpo, fantasmas que escriben sin dejar su impronta personal.



Entre dos corazones

21.10.25


A veces sentimos que vivir plenamente es un acto de equilibrio delicado y nos da por abrirnos a los demás, entregarnos, amar y conectar con intensidad, pero también anhelamos protegernos, mantener nuestra paz y cuidar nuestra felicidad personal. Es como si nuestro corazón tuviera que dividirse entre dos funciones, la que nos permite sentir sin miedo y la que nos resguarda del dolor.

La vida nos enseña que entregarse implica vulnerabilidad. Amar con sinceridad significa exponerse, arriesgarse a la decepción, a la pérdida, a la herida. Pero vivir únicamente para protegernos, estando cerrados, insensibles y prevenidos, nos priva de la riqueza de las emociones profundas, de la magia de los vínculos auténticos, de la intensidad de los afectos que nos hacen sensiblemente humanos.

Encontrar el equilibrio no es fácil, pero es posible. Significa aprender a cuidar nuestra felicidad sin renunciar a la cercanía, a la confianza y al amor. Significa poner límites cuando es necesario, elegir con quién compartimos nuestro corazón, pero también atrevernos a sentir, a emocionarnos y a conectar genuinamente con esas personas.

Vivir entre dos corazones, entonces, no es una fantasía imposible. Es la habilidad de protegernos sin dejar de amar, de conservar nuestra serenidad mientras nos abrimos a los demás, de ser conscientes de nuestra vulnerabilidad sin permitir que nos paralice. Es aprender a dosificar, a equilibrar la entrega y la reserva, la pasión y la prudencia.

En este equilibrio radica la plenitud de vivir con intensidad sin perderse en el riesgo, amar sin renunciar a la propia felicidad, y descubrir que la vida más rica es aquella en la que nuestros dos corazones, el de la prudencia y el de la entrega, laten juntos en armonía.


Acelerados

20.10.25



Cada salto generacional parece más radical y extremo que el anterior. Entre abuelos, padres y nietos se abre una distancia que ya no mide solo el tiempo, sino la velocidad con que se asimilan las nuevas herramientas. En pocas generaciones se ha pasado de escuchar la radio y cuidar con esmero el tocadiscos, a rebobinar casetes, a navegar por catálogos infinitos de música digital, que se actualizan antes de que terminemos una canción, prisioneros de la abundancia.

La escritura también se ha comprimido hasta volverse casi fantasmal y del garabateo manual se saltó al teclado metálico, del procesador de texto al archivo que se desvanece en la nube, para acabar en la autoedición instantánea. Lo que antes era un oficio paciente, lineal y lento, se ha convertido en un vértigo de novedades que mueren al nacer, incapaces de dejar huella en el tiempo que las devora antes que se vuelvan obsoletas e incomprendidas.

Hartmut Rosa llamó a este fenómeno aceleración social, una expansión de la vida que no amplía la experiencia, sino que la fragmenta. En la prisa por conectarnos, dice, nos alienamos del mundo y de nosotros mismos. Frente a esa pérdida, su propuesta de la resonancia busca reencontrar una relación sensible con lo que nos rodea. Otros pensadores coinciden en la urgencia de reconstruir vínculos significativos, de volver a un ritmo donde la existencia pueda sentirse y no solo medirse.

La generación actual, perdida en ese vértigo perpetuo, debería aprender a demorarse en los márgenes. Quizás el sentido no esté en correr más rápido hacia ninguna parte, sino en volver a oír ese eco que es el rumor del mundo que aún quiere hablarnos antes de que el ruido de la velocidad lo borre para siempre.



El ejercicio fútil de la existencia

18.10.25


El ser humano contemporáneo siempre en tránsito, siempre entre lo que fue y lo que vendrá, sin llegar nunca del todo a habitar el presente. Vivimos empujados por la inercia del tiempo. Miramos hacia atrás con nostalgia y hacia adelante con ansiedad, como si en alguno de esos extremos se escondiera el sentido. Pero lo cierto es que, al movernos entre ambos, perdemos el punto de apoyo que nos sostiene: el ahora. El eterno retorno de Nietzsche es eso, la idea de afirmar el instante presente como si lo eligiéramos para siempre, porque solo entonces la vida deja de ser repetición y se convierte en creación.

Hay, en cambio, quien piensa que la existencia es un gasto continuo de energía que no conduce a ningún fin, un movimiento perpetuo que revela el vacío de toda finalidad y, a pesar de ello, se persiste sabiendo que no hay destino garantizado.

Tenemos que aprender a quedarnos quietos un momento en ese silencio donde el pasado deja de pesar y el futuro deja de exigir y en ese instante, la existencia dejará de ser fútil y puede que se vuelva nuestra.


Una a una

17.10.25


El mundo no cambia de un día para otro. Es una larga tarea de siglos la que nos ha traído hasta este momento y la que nos alejará del mismo. Es por ello que siempre he pensado que los verdaderos cambios funcionan por el boca a boca, en la proximidad. La premio Nobel de Literatura, Herta Müller, criticó en su discurso algunos de los aspectos del liberalismo económico y el incumplimiento de los derechos humanos, y dijo que la escritura no podía cambiar eso, pero sí «hablar a cada persona, una por una», y no hay nada tan fuerte como ese hecho.

Esa revolución permanente encierra una verdad que a menudo olvidamos, que el cambio profundo no se impone, se contagia. No llega por decreto ni por grandes discursos, sino por la emoción compartida, por el gesto cotidiano que despierta algo en el otro. Las ideas transforman el mundo solo cuando logran anidar en la conciencia de alguien, cuando ese alguien las hace suyas y, a su vez, las transmite.

Así funciona la literatura, la educación, la palabra, como un eco que se multiplica sin hacer ruido. Tal vez no podamos derribar los sistemas injustos con un poema o una conversación, pero sí podemos abrir una grieta en la indiferencia. Y a veces, una sola grieta basta para que entre la luz.

Por eso sigo creyendo que el cambio verdadero nace del vínculo, de la escucha, del encuentro entre miradas que se reconocen. En esa cercanía, a veces íntima, otras humana, siempre irrepetible, reside el poder más revolucionario que tenemos, el de conmover y ser conmovidos.



Actualizaciones

16.10.25


Envejecer no es sólo cumplir años, es renunciar a la actualización del mundo. Es permitir que la realidad siga transformándose mientras uno decide permanecer en la versión anterior de sí mismo. El cuerpo envejece en silencio, obedeciendo sus leyes; pero la mente lo hace cuando abandona el deseo de aprender, cuando se conforma con lo ya sabido. La verdadera vejez comienza cuando dejamos de sorprendernos.

También la escritura envejece. Se vuelve reiterativa, complaciente, incapaz de riesgo. Quien escribe, transformado en su propio archivo, empieza a repetirse como si buscara confirmación más que descubrimiento. Lo que antes era exploración se convierte en hábito. Y así, el lenguaje se marchita de tanto usarse para decir lo mismo.

Santiago Kovadloff ha recordado que envejecer es, al mismo tiempo, un drama y una tarea. Un drama, porque la sociedad moderna teme enfrentarse a la imagen del paso del tiempo; y una tarea, porque exige dotar de nuevo sentido a la experiencia vivida. La vejez no debería entenderse como la simple decadencia de lo físico, sino como una oportunidad de reelaborar la biografía, de traducir el pasado a un idioma que aún podamos comprender.

La persona que escribe hastiada y la que reflexiona armonizan en un mismo desencuentro con el tiempo. La primera, disfraza de estilo la repetición, mientras que en la segunda la nostalgia se disfraza de sabiduría. En ambas, el tedio funciona como una forma de decadencia prematura porque ya no se dejan interpelar por lo desconocido.

Esta época confunde juventud con velocidad y novedad con profundidad, aunque la juventud no tenga que ver con la edad, sino más bien con la disposición a seguir preguntándose. Deja de ser joven quien ya no se asombra y mantiene su vivacidad quien reinterpreta su tiempo.

Avejentarse, como escribir, no consiste en conservar lo que fuimos, sino en atrevernos a descubrir lo que todavía podemos llegar a ser. Requiere revisar el archivo de uno mismo, borrar lo inservible, y mantener aquello que late y respira. Implica aceptar que el sentido no se da una vez y para siempre, sino que debe ser escrito una y otra vez con cada gesto, con cada palabra.



Envejecer es inevitable, pero la obsolescencia no lo es mientras conservemos la curiosidad y la capacidad de asombro, y por eso no se debe renunciar a revisarse.

Cercanías

15.10.25


Es mejor no despegarse demasiado de aquello que se quiere. La proximidad constante con lo amado nos recuerda el valor de lo que poseemos y nos enseña a cuidar aquello que, a fuerza de cotidiano, corremos el riesgo de olvidar. Permanecer cerca no es un acto de dependencia, sino un gesto de atención. Los afectos, como los jardines, necesitan ser regados con la paciencia de lo cotidiano. En ocasiones basta la mínima distancia para comprender que ninguna seguridad es eterna, que el cariño se sostiene en los pequeños gestos, en la voluntad de estar y de aceptar al otro tal como es, con su misterio intacto. Mantenerse próximo es también una forma de gratitud con la que agradecer por lo que la vida nos concede y por quienes, sin promesa ni obligación, eligen quedarse cercanos. Gaston Bachelard, desde su poética del espacio, afirma que la proximidad también es una forma de morada. Lo amado construye para nosotros una casa invisible, un refugio que no se mide en metros, sino en afecto. Estar cerca es volver siempre a ese lugar donde el alma descansa. Quizá la proximidad no sea solo un gesto afectivo sino una manera de cuidarse, atenderse y agradecerlo. Permanecer cerca es agradecer que todavía exista un lugar o alguien al que regresar.


Cansancio de saber

14.10.25


A veces abruma intentar comprender todas las cosas y, entonces, se entiende que el conocimiento es algo agotador. Vivimos en un tiempo que ha hecho del saber una obligación, del pensamiento un rendimiento y de la comprensión un modo de control. Nos sentimos responsables de entenderlo todo, incluso aquello que apenas puede ser sentido.

Cioran decía que se enferma de lucidez por pensar demasiado porque el conocimiento, más que redimir nos extrae el sosiego animal condenándonos a un exceso de conciencia que termina por consumirnos. Quien piensa sin tregua acaba percibiendo el vacío que sostiene las cosas, y ese vértigo no tiene cura.

Pero frente a una lógica agotadora de la explicación total hay quien propone una línea de fuga que se escapa de todo sistema cerrado. No se trata de dominar lo real, sino de habitarlo, de crear nuevas formas de vida en lugar de intentar descifrarlas todas.

Tal vez el agotamiento que sentimos al intentar comprenderlo todo provenga de la tensión entre saber demasiado y lo que creemos entender.

Saber que el conocimiento tiene límites nos devuelve una cierta ternura por lo incomprensible. No todo lo que existe está hecho para ser explicado porque algunas cosas solo pueden acompañarse en silencio. Quizá la auténtica lucidez no consista en saber más, sino en saber detenerse, en dejar que el misterio siga respirando por nosotros.


No Nobel

11.10.25


¿Quién me mandaría a mí meterme en el berenjenal de la escritura? Es algo enfermizo ahora que lo miro desde esa cumbre que es la edad. No me ayuda a resolver problemas, no me hace ganar dinero, me procura bastante torpeza frente a otras habilidades sociales y me frustra cuando no logro la perfección creativa. Igual es que cuando dan el premio Nobel de Literatura y no suena mi nombre, me deprimo, o me vengo abajo cuando leo entrevistas de autores rutilantes que ganan mucho dinero. Puede que sea eso o que debo enfrentarme a la ardua tarea de estar vivo y resolver angustiosos asuntos burocráticos. Ahí sí que hay buena literatura, en esos despachos y en esos retruécanos administrativos, cómo para escribir de ellos en placentera e inútil venganza.


Aburridos

9.10.25


En un lugar de la Mancha, en una galaxia muy, muy lejana o en este blog, crecen las cosas que son contadas. Pero sobre todo, en esta bitácora veinteañera lo que crece es una escritura aburrida de sí misma, contagiada por el espíritu del tedio que, día tras día se repite por su scroll en expresiones aburridas de literatura. Es una manera de sentir el fracaso y la frustración de quien no es capaz de decir algo interesante que sugestione a las almas lectoras.

Quizá escribir no sea ya más que un gesto vacío, un tic de la costumbre, una manía que sobrevive a la inspiración. El lenguaje, domesticado por la rutina, bosteza entre párrafos cansados de sí mismos. El que escribe, este pobre yo multiplicado en pronombres, se mira al espejo de las palabras y no se reconoce. Ni épica, ni lirismo, ni lucidez: solo el eco apagado de una voz que intenta, sin fe, mantenerse encendida.

Y sin embargo, sigo. Escribo aburrido porque no sé no hacerlo, porque el silencio me pesa más que mi mediocridad, porque en algún rincón del tedio todavía late la posibilidad de una frase viva, una que no huela a repetición o sí. Tal vez mañana, o dentro de mil escritos, aparezca. Mientras tanto, seguiré aburriendo mientras me aburro de escribir.


Seducidos

6.10.25


Confucio afirmaba que «Conceder más valor al esfuerzo que a la recompensa: a eso se llama amor». No se trata solo de una máxima ética, sino de una clave que hoy parece más necesaria que nunca, porque vivimos en una época en la que casi todo se mide en términos de éxito, resultados y reconocimiento. La productividad y las métricas se han vuelto normas invisibles que nos empujan a creer que lo importante es la recompensa final. Sin embargo, cuando hablamos de creatividad, esta lógica se derrumba. Porque la verdadera esencia de crear no reside en los aplausos ni en los números, sino en algo mucho más íntimo: el acto mismo de dar vida a lo que no existía.

Ayn Rand lo expresó con lucidez: «Una persona creativa está motivada por el deseo de conseguir, no por el deseo de superar a otros». El motor del espíritu creativo no es la competición, sino el impulso vital de materializar una visión. Así, el esfuerzo se vuelve más valioso que la meta, porque es en el camino donde se despliega la autenticidad. El esfuerzo creativo no espera recompensa. Surge de la necesidad interna de expresarse, de transformar lo invisible en visible: una emoción en palabra, un recuerdo en color, una intuición en melodía. Es un gesto de amor hacia la vida y hacia uno mismo.

Confucio tenía razón al valorar el esfuerzo sobre el resultado es la forma más pura de amor y Gandhi lo recordaba también al señalar que «Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado». Crear es amar sin pedir nada a cambio. El arte no busca gloria, sino expresión. No persigue la ovación, sino propósito. Y su mayor premio no está en el aplauso, sino en la transformación íntima que ocurre en quien crea.

Incluso cuando lo creado no obtiene reconocimiento, ya ha cumplido su misión: nos ha permitido crecer, comprendernos mejor, acercarnos a nuestra verdad más profunda. Crear es, en última instancia, una manera de estar vivos. Y al valorar el esfuerzo más que la recompensa, descubrimos que lo que parecía una renuncia es, en realidad, la mayor ganancia.




El desconcierto del amor

3.10.25


No falta quien señala que el amor nace de la falta, del deseo de lo que no tenemos, de la aspiración a una plenitud que nunca alcanzamos del todo. Vivir en esa tensión entre lo que poseemos y lo que anhelamos ya nos coloca en un terreno inestable, donde la certeza se escapa. Y hay hasta quien llega hasta más lejos y afirma que amar es un salto de fe, un acto que no puede justificarse con la razón ni garantizarse con seguridad alguna.

La modernidad nos ha traído otras opiniones como que el amor se vive es un lenguaje fragmentado, lleno de silencios y malentendidos, donde el amante nunca sabe si el otro escucha lo que quiso decir. Y quien entiende que amar significa salir de uno mismo en una sociedad obsesionada con el control y el rendimiento, donde esa expresión resulta casi subversiva.

Me atrevería a decir que el amor siempre es desconcertante. Lo es porque nunca encaja en lo calculable ni en lo previsible, ya que nos arrebata las certezas, nos expone a la vulnerabilidad, nos desarma frente al otro. Pero precisamente en ese desconcierto está su fuerza. Amar no es poseer, ni controlar, ni medir; es atreverse a habitar lo incierto y aceptar que en ese riesgo late la posibilidad de transformación.

El correlimos y yo

19.9.25


Mientras caminaba por el rebalaje de la playa, a la caminata, se me ha sumado un animoso compañero de viaje. Era un pequeño pájaro de pico oscuro y alargado, conocido como correlimos o playero y cuyo plumaje casi se camuflaba con el color de las arenas.

Durante un buen trecho hemos avanzado en paralelo por la orilla del mar. La pequeña avecilla al no percibir ningún gesto amenazante, me ha marcado el camino un par de metros delante de mí, mientras las olas mojaban mis pies y la brisa marina refrescaba mi cuerpo. Dos existencias distintas compartiendo un instante perfecto.

Mientras lo veía corretear ligero, pensé en la suerte que tenemos algunos humanos de poder armonizar, aunque sea por momentos, con la naturaleza y con los seres vivos que nos rodean. En ese diálogo silencioso, la vida parece recordarnos que también somos parte del mismo latido.


En la tela de araña

18.9.25



Vivimos atrapados en hilos que apenas percibimos. No son cadenas pesadas ni muros de piedra: son finos filamentos que nos sujetan y nos condicionan. Rutinas, compromisos, expectativas, exigencias internas y externas. Caminamos dentro de esa red creyendo que es la única manera posible de habitar el mundo.

El filósofo Byung-Chul Han ha descrito con lucidez esta trampa invisible. Según él, la sociedad actual no nos oprime con prohibiciones, sino con una aparente libertad que esconde la autoexplotación. Ya no es el amo quien impone la carga, sino que cada cual se convierte en su propio vigilante, atrapado en el deber de rendir, producir y mostrarse siempre disponible. La tela de araña, en este sentido, no está fuera de nosotros: la llevamos dentro.

Sin embargo, existen grietas luminosas por donde echar a volar. Ese vuelo no significa negar nuestras circunstancias, sino suspenderlas por un instante. Puede ser el tiempo de la contemplación, la pausa silenciosa, el juego sin propósito, la creatividad libre de objetivos. Han lo llamaría una forma de resistencia frente al cansancio y la transparencia total. Es el gesto de recuperar lo humano en medio de la presión constante del rendimiento.

Volar es recordar que, aunque estemos rodeados de hilos invisibles, siempre existe la posibilidad de elevarse, aunque sea por un momento. Y en ese instante de ligereza descubrimos una libertad que ninguna circunstancia puede sofocar.

¿Viejo cerebro frente a nuevo cerebro?

11.9.25

Escucho con abundante frecuencia el debate sobre si existe un uso o un abuso de las nuevas tecnologías. El debate es largo y puede resultar hasta tedioso. Especialmente si defensores o detractores de determinadas tesis no ponen encima de la mesa todos los elementos necesarios para alumbrar el conocimiento de esta cuestión.

Hasta donde nos ha llevado la evolución humana tenemos un modelo metal que es fruto de un desarrollo. En la actualidad, tenemos un cerebro que durante milenios se ha modelado en el juego libre, como laboratorio de ensayo del mundo; la naturaleza, como inmersión sensorial y reguladora; los vínculos afectivos, como cimiento de identidad y confianza; la conversación, como campo de intercambio simbólico y expansión de conciencia. Si estos han sido los nutrientes tradicionales del cerebro, el ingreso masivo de las tecnologías —y en particular de la IA— plantea una cuestión inédita: ¿estamos ante una sustitución, una mutación o simplemente una capa añadida?

La neuroplasticidad abre la puerta a ambas posibilidades. Por un lado, el cerebro se adapta: puede habituarse a estímulos digitales, reorganizar redes neuronales en función de pantallas, algoritmos y flujos de datos. Pero toda adaptación es también pérdida de otras rutas posibles: cuanto más se fortalece un circuito, más se debilitan los caminos no transitados.

El riesgo, quizá, no es que el cerebro humano se degrade, sino que se especialice en un nuevo ecosistema: un cerebro diseñado para la inmediatez, la fragmentación de la atención, la hiperestimulación y la interacción con lo artificial, en detrimento de las habilidades que nacían del contacto directo con lo natural, lo lento, lo ambiguo. Es por tanto el momento de preguntarnos: ¿seguirá siendo el mismo cerebro humano si cambia el ‘humus’ que lo nutre? ¿o estamos incubando una nueva modalidad de mente, donde lo artificial no es solo herramienta, sino parte constitutiva de lo que somos? ¿estamos probando si nuestra plasticidad puede tolerar un nuevo modelo de vida mental.

No podemos olvidar que el cerebro, gracias a su plasticidad, no se ha limitado a resistir sino que se ha ido adaptando. En el actual panorama se refuerza la capacidad de procesar grandes volúmenes de información en paralelo, hay una mayor rapidez en la toma de decisiones frente a estímulos y existe más familiaridad con sistemas simbólicos mediáticos. Por el contrario, toda adaptación tiene un precio, ya que lo que se fortalece en un área puede empobrecer otras, porque la atención sostenida, la memoria profunda, la contemplación, la empatía encarnada y la imaginación vinculada al contacto sensorial pueden debilitarse.

Mientras tanto los padres deberán seguir afrontando esa nueva realidad en lo hijos (y en ellos mismos), sin olvidar que sus progenitores también tuvieron dificultades en el entendimiento del comportamiento de sus hijos.


El arco y las flechas

7.8.25


Afirmaba el poeta Khalil Gibran que los padres son como el arquero desde donde parten las flechas de nuestros hijos, una metáfora para significar la relación entre ambos. Pero la clave de la imagen no está en la flecha ni en el arco. Lo significativo está en tensionar el arco para dar mejor impulso a las flechas, para hacer de esa tensión, ánimo y aliento, pero también libertad del vuelo. Y es, en esa pausa medida, en esa tensa calma, el momento de imprimir la dirección a la trayectoria del proyectil, tensionando un arco que no oprime ni abandona, sino que acompasa su fuerza al ritmo del crecimiento, ajusta la cuerda a la caja del alma, reconoce que el tirón hace al corazón abrirse para, al instante, soltar la flecha ya sin reservas.



Trozos de vida

26.6.25


Encuentro a Carmen, compañera de la Universidad, después de muchos años. Tras charlar unos minutos comienzan las narraciones de aventuras o anécdotas ocurridas en el pasado. Refiere una que nos pasó una tarde, ya olvidada por mí, y que adorna con detalles inusuales o desconocidos, que me asombran y me hacen descubrir una realidad escondida. Al marchase siento que con ella se va un capítulo de mi vida como quien entra a tu casa y se lleva algún objeto que no recordabas que estaba ahí.


Llanezas

20.11.24


Hace años escribí este aforismo: «Me emborracho con las puestas de sol y me drogo mirando el mar: soy un adicto a la belleza». Era una metáfora para tratar de explicar que se puede implementar en nuestras vidas cambios hacia experiencias que impacten menos en nuestro cuerpo y más en nuestro espíritu.

Desde entonces y hasta ahora, en contra de la norma social, no tomo alcohol, porque «Solo estamos preparados contra el paso del tiempo, cuando cada segundo se vive con plenitud y conciencia», argumento que suele espantar a algunas personas que lo escuchan. Por eso les digo que he llegado hasta ahí después de recorrer un camino tras una experiencia personal.

Ahora me entero que eso de cero alcohol o que hay que sustituir ese placer por otros como contemplar el mar o los ocasos, pausar la vida y disfrutar de los pequeños encantos, se ha puesto de moda entre personajes famosos y me temo otra colisión humana a favor y en contra.

Por eso digo que no me atrevo a decir que soy feliz y, sin embargo, me alegro con cada cosa sencilla que me es dada.

La felicidad no siempre se declara, pero se encuentra en lo simple. Al vivir cada instante con compleción, el tiempo se dilata y la serenidad nos envuelve, permitiéndonos disfrutar de cada resquicio de vida.

Extraer de cada partícula de tiempo el gozo necesario que nos lleve a la totalidad del sentido existencial. Es imposible detener el tiempo, pero sí dilatarlo viviéndolo en su integridad.

No tengo prisa y por eso me demoro en cada instante que vivo.