Etilismo

28.4.23



El desaliento me lo bebo en soledad y para el resto, doy lo poco que tengo de consuelo.



Dignidades

27.4.23



La excelencia en la escritura es un acto y siempre es el momento de actuar.





Estancados

26.4.23



El mundo parece detenido en su vasto despropósito.



Acromegalia

25.4.23



El mediocre se engrandece cuando se ve entre sus iguales.




Méritos

24.4.23



Un texto se defiende por sí mismo.



Secundario

23.4.23



Vio la película de su vida y no le quedó muy claro que fuera el protagonista.




Crecimientos

22.4.23



El mediocre se hace grande cuando se ve entre sus iguales.




Vaguido

21.4.23



Cuanto más sepa la humanidad más se cerca estará de su colapso final.




Liquidaciones

20.4.23



¿Por qué es mejor que te maten con bacalao y no con tomate?




Autenticidades

19.4.23



Mira cuánto de ti hay en lo que eres. El resto lo tejió el azar.




Segmento

18.4.23



La distancia entre una excusa y una disculpa mide la urbanidad en cada persona.




Invariables

17.4.23



Si nos movemos siempre con una misma forma de pensar, aunque nos sea favorable, no avanzamos.



Gramática salvaje

16.4.23

 



Llegó a dominar el lenguaje con una fusta ortográfica. No soportaba las faltas de concordancia, las tildes sin tildar o los solecismos. Su escritura era implacable y su estilo inexorable. Pero un día se encontró con un texto que lo retó. Se trataba de volumen excelso de la literatura, atiborrado de metáforas, de figuras literarias y licencias poéticas. El autor se reía de las normas y las rompía con gracia. El gramático sintió una mezcla de ira y admiración. ¿Cómo podía alguien escribir así? ¿Qué secreto escondía? Resolvió buscarlo y desafiarlo. Pero cuando lo halló, enmudeció. Era una mujer luminosa y sonriente, que le tendió la mano y le dijo: «Hola, soy Ana María Matute. Encantada de conocerte».




Embebedores

15.4.23



La actualidad es una fuerza succionadora que nos anula.



Resbaladizos

14.4.23



Nos deslizamos por las palabras como quien se escurre por un riachuelo inclinado.



Inauditos

13.4.23



Sí que hay futuro, pero es tan desconcertante.



El patio de los ahorcados

12.4.23



De niño, curioseábamos por las tapias del cementerio y recorríamos sus patios luminosos llenos de flores secas, mustias o frescas todavía tras un reciente sepelio. Mirábamos las fotografías en blanco y negro o sepia, con los rostros de los difuntos cuando eran seres vivientes. Nos deteníamos a cuchichear al reconocer el retrato de algún personaje adherido a la lápida o sabíamos de alguna tragedia ocurrida por la que dejó de existir.

Debatir sobre la muerte causaba, en nuestras cabezas infantiles, un efecto de temor por qué dios nos esperaría en el más allá, y de incomprensión e indolencia al no ser ningún familiar o persona conocida.

Especialmente desconcertante nos parecían los fallecimientos de los niños atropellados, caídos en lugares mortíferos o víctimas de enfermedades incurables, por las que cruzábamos los dedos para que no nos tocara padecerlas en suerte.

Pero la expedición al camposanto tenía dos puntos de observación macabros: la sala de autopsias y los terribles manejos forenses con prácticas descuartizadoras de cuerpos, en la búsqueda de la verdadera causa del óbito y, por supuesto, el patio de los ahorcados, cerrado por una gruesa puerta metálica y que, para observar su interior, debíamos escalar las encaladas paredes.

Una vez encaramados arriba del muro siempre me invadía la tristeza. Era un espacio desahuciado de flores y más bien oscuro, donde suponíamos que estaban las personas que se ahorcaban, las que se envenenaban, se desangraban o se despeñaban por un tajo.

Parecía como si estuvieran castigados para que nadie pudiera ver el terrible delito de haber decidido morir, y que no lograron hacerlo sobre sus vidas.

Igual todas las personas llevamos un suicida hibernado dentro de nosotros como nos recuerda el filósofo Émile Cioran: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la idea del suicidio, si no fuera por la posibilidad del suicidio, ya me habría matado».




Restando

11.4.23



Más cantidad de saber no es igual a conocimiento más claro.



Combinatoria

10.4.23



El resplandor del oro no: el brillo en la mirada, el destello en la sonrisa, el fulgor en lo amistoso.




Domingo de resurrección

9.4.23

 

El timbrazo repentino la sacó del sopor transoceánico del almuerzo. Abrió la puerta para encontrarse con un rostro joven de mujer, bastante arreglada y que sostenía una carpeta bajo el brazo. Seria, elegante, el pelo recogido y una actitud de serena firmeza en su mirada.

—Dígame que quiere —la interrogó.

—Buenas tardes. Vengo porque es la fecha según queda registrado en la póliza.

—¿La póliza?

—Sí, la de doña Lucía Salmerón.

—¿La abuela? ¿qué le ocurre a la abuela?

—Es el día fijado y acudo a realizar el papeleo.

—¿Qué momento?

—Bueno —carraspeó—. El momento del sepelio. Lo siento.

—Pero, cómo… —balbució desconcertada, pensando a la vez si sería una broma o estaba ocurriendo en realidad.

—Ya sabe, hay que hacer los trámites. Decidir si quieren enterramiento o incineración, el tipo de féretro, si van a querer que la arregle la tanatoesteticista…

—Pare, pare, pare, ¿me habla del entierro de la abuela? Si está ahí tan tranquila sentada en el salón, viendo la tele.

—Ya, lo siento mucho y la acompaño en el sentimiento, pero le ha llegado su hora.

—No puede ser, esto es un programa de esos de cámara oculta, ¿verdad? —y miró confundida en derredor.

—Tranquilícese, entiendo que es doloroso, si bien todas las personas tenemos nuestro día señalado.

—Mire, no sé si reír o llorar o lanzarla a usted por el hueco de la escalera —manifestó irritada.

—Solo he venido a que firme estos papeles, es un puro trámite, aunque sea la muerte de su abuela.

—Es mi madre, tiene noventa años y está vivita y coleando. Y usted se la quiere cargar.

—No se equivoque señora —indicó subiendo en tono—. No quiero matar a nadie, simplemente cumplo con mi trabajo y aquí dice que doña Lucía tiene que fallecer hoy.

El texto de la vida se reveló antes sus ojos y se dejó vencer por una sensación como de torbellino cuya gravedad te hunde en su agujero, mezclándose lo real y lo soñado de quien no entiende muy bien por qué cuesta tanto despertar.


Disipación

8.4.23



Cada día escribo, como quien fuma por puro vicio, unos cuantos aforismos.




Intentonas

7.4.23



Más que morir en el intento apostaría por vivir en la espontaneidad.



Corchete

6.4.23



Somos conocimiento entre dos ignorancias eternas, la que nos precedió y la que nos sucederá.



Lírica bit

5.4.23



¿Acaso no es una imagen poética una máquina haciendo bella poesía?




Encandilarse

4.4.23



Nada debe deslumbrarnos tanto como el asombro de saber.



Vaticinadores

3.4.23



Miro hacia el horizonte y no veo otra cosa que el infeliz destino de la humanidad.




China market

2.4.23



La encontró llorando en aquel oscuro pasillo entre las cestas de mimbre y los budas de alabastro. La joven parecía perdida y desorientada. Después de serenarla le preguntó qué le pasaba. La chica le contó entonces que entró a trabajar en la tienda hacía tres años y que, desde entonces, no había conseguido encontrar la salida.

A falta de ideas y la urgencia entregar el cuento, el escritor acudió a su máquina de inteligencia artificial y le pidió que continuara la historia. «Está bien le dijo. Aquí va mi narración». Y la máquina comenzó a escribir:

Él se quedó asombrado ante aquella confesión. ¿Cómo era posible que alguien estuviera atrapado en un establecimiento durante tanto tiempo? ¿No había nadie que la echara de menos? ¿No había intentado escapar por alguna ventana o puerta trasera? Le hizo todas esas preguntas y ella le respondió con voz temblorosa que no sabía nada del mundo exterior, que solo conocía el China Market, el enorme bazar donde vendían todo tipo de productos orientales.

Le explicó que un día, cuando tenía diecisiete años, entró en el comercio buscando un regalo para su madre. Se sintió atraída por la variedad y el colorido de los objetos que había en las estanterías. Empezó a recorrer los corredores sin rumbo fijo, admirando las porcelanas, los abanicos, los kimonos, los inciensos... Se le pasó el tiempo volando y cuando quiso darse cuenta ya era de noche y el negocio estaba cerrado.

Entró en pánico y buscó alguna forma de salir, pero todas las puertas estaban cerradas con llave y las ventanas tenían rejas. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie la oyó. Pensó que al día siguiente alguien vendría a abrir el almacén y la encontraría allí. Pero eso no ocurrió.

Al día siguiente, cuando se despertó en un rincón del alamcén donde había pasado la noche, vio que el local estaba lleno de gente. Clientes y empleados iban y venían sin prestarle atención. Ella intentó hablar con ellos, pedirles ayuda, explicarles su situación. Pero nadie la escuchaba ni la veía. Era como si fuera invisible.

Así pasaron los días, las semanas y los meses. Ella seguía atrapada en aquel lugar, sin poder comunicarse con nadie, sin poder salir de allí. Se alimentaba de lo que encontraba en los estantes: galletas de arroz, té verde, frutos secos... Se vestía con la ropa que había en las perchas: vestidos de seda, pantalones de lino, chaquetas de cuero... Se entretenía leyendo los libros que había en las mesas: novelas de amor, cuentos de hadas, biografías de famosos... pero nada de eso le hacía feliz. Lo único que quería era salir de allí, volver a ver a su familia, a sus amigos, a su novio... y no sabía cómo hacerlo. Había perdido toda esperanza, hasta que él apareció.

Él era un joven periodista que había ido al China Market para realizar un reportaje sobre el aumento exagerado de venta de kimonos. Estaba entrevistando al dueño de la empresa cuando vio a la chica llorando. Le llamó la atención su aspecto triste y solitario. Se acercó a ella para preguntarle qué le pasaba y se sorprendió al escuchar su historia. Él fue el primero que la vio y la escuchó después de tanto tiempo. Él fue el primero que le creyó y le ofreció su ayuda. Él fue el primero que le devolvió la esperanza.

Le dijo que no se preocupara, que él iba a sacarla de allí, que tenía una llave maestra que abría todas las puertas de la gran superficie, y que lo esperara mientras él terminaba su entrevista con el dueño. Ella le miró con incredulidad y gratitud. No podía creer que por fin alguien la pudiera sacar de allí.


FIN

Al terminar le preguntó: «¿Qué te ha parecido mi cuento?». Pensó en contestarle, una porquería, pero se aguantó las ganas de teclear su pensamiento. Solo se trataba de eso, terminar el cuento.


Genialidades

1.4.23



El genio de la creatividad reside en la libertad de hacer lo que quieras, sin detenerse en reglas o bendiciones académicas.



Distenciones

31.3.23



Solo triunfa quien nunca disputa.




Aballares

30.3.23



Es necesario romper los esquemas mentales a la gente para que sus ideas no se escleroticen.



Ausentado

29.3.23



Siempre llegan días que ante mí estoy perdido y junto a los demás me desvanezco.



Topos

28.3.23



El ojo ignora lo que el oído atiende.



Desperfectos

27.3.23



Ninguna realidad es impecable, siempre se aprecian fisuras en su muro.




Sacapuntas

26.3.23


El silencio mandaba en el patio de vecinos quebrado solamente por el eco de las gotas escurridas de los trapos colgados al chocar contra una chapa. A esa hora era notoria la ausencia del concierto ruidoso habitual, perros que ladraban, bebés que lloraban, timbres que sonaban y llamadas de teléfono, golpes de objetos caídos y puertas cerradas de repente, voces y gritos.

El color ceniciento con que la luz se desplomaba por el hueco cuadrangular agrisaba las baldosas de las paredes, apagaba el verdor de las plantas y descoloría aún más las raídas cortinas.

Carmen abrió la ventana para colgar el paño de cocina tras una meticulosa limpieza. Al otro lado descubrió a su vecina imitando su acción. Tras saludarse Carmen emprendió un monólogo.

— Sabes que mi hijo trabaja en una peluquería y se ha hecho influencer, y yo le dispongo la ropa. Siempre se ha fiado de mí y si va a un congreso me pide que le prepare algo y yo le busco vestuario para que vaya conjuntado. No como su hermano que fue en chándal a la reunión de influencers. Mi Rubén es más responsable y mi Darío es más haragán. Sabes que un día me llamó desde Estambul donde había ido a operarse de las orejas de soplillo, que él ha tenido esa frustración desde chico; él tan guapo, normal que quisiera apañárselas. Y me llama el mismo día del atentado en el mercado de Estambul que, además descartaron visitar porque el chófer del hotel les indicó que no fueran ese día ya que la mayoría de los puestos cerraban. Y mi Darío que estaba en Londres me cuenta mira lo que está pasando en Turquía. No me digas, que Rubén y la novia están allí. Y que los llamó y que no sabían nada porque aquel país no es una democracia, no daban la noticia en los informativos y mi Darío sabía más que mi Rubén que no se creía lo que le contaba porque allí la tele no mencionaba nada de lo ocurrido y qué susto, vecina. Pues igual que cuando queda con el padre para tomar una cerveza y trata de meterse conmigo, mi Rubén lo corta rápidamente y le advierte, si vas a hablar mal de mamá me voy, y el padre rectifica y le pide que no se vaya que quiere charlar con él. Porque mis tres hijos y yo hemos estado juntos y ellos tan responsables se hacían la comida si no faltaba, y cuando dije de ir a trabajar a Barcelona, ellos me animaron, pero me vine al poco tiempo y me puse a cuidar personas mayores por la noche y por la mañana vendía en la tienda de modas, pero no los veía, aunque ellos se defendían bien y por eso la cerré. Mi Miguel, es diferente a sus hermanos, es como el padre, bueno con las matemáticas. Puede estar con el teléfono y con el ordenador y me dice, no mamá tú tienes que pagar esto o lo otro de autónomo, y tiene cabeza para los números. Por eso te digo, vecina, que nosotros estamos muy bien avenidos, que no somos de sacarle punta a las cosas.

La otra mujer medió entonces y comentó con parsimonia: es que sois una familia sin sacapuntas.


Descaminados

25.3.23



A veces hay que borrar las huellas para no saber regresar.



Disipados

24.3.23



Lo hermoso es lo que desaparece frente a la eternidad perversa.



La nervadura del tiempo

23.3.23



Somos apego, entusiasmo y voluntad.



Errados y libérrimos

22.3.23



¿La libertad consiste en tomar un máximo de decisiones, la mayoría de ellas equivocadas?

Dechados

21.3.23



Más que dar lecciones hay que sostener el mundo con ejemplos.



Revisiones

20.3.23



Una verdad no es verdad hasta que no lo descubres.



Faena

19.3.23

 

Al sacar el ataúd del coche fúnebre una mujer gritó: «¡A hombros! ¡Que lo lleven a hombros!». Cinco hombres cargaron con el féretro y algunas miradas, en aquel momento, se dirigieron hacia él, cuya presencia era circunstancial tras detener su paso por respeto en el encuentro con el grupo de acompañantes del entierro. Entendió que se trataba de un deber cívico ayudar en la carga del finado mientras recordaba ese pasaje de los evangelios que menciona el reclutamiento de un campesino que, cuando volvía de su trabajo, se cruzó con unos condenados que caminaban hacia su crucifixión, y fue obligado a cargar con una gran cruz sin beberlo ni comerlo.

El compañero con el que se emparejó para llevar la caja al ser de menor altura que la suya, le provocaba un desollamiento en su hombro tras cada traqueteo, mientras que los pies de quien le seguía en la fila le pisaba los talones. «Estas cosas deberían tener un ensayo previo», pensó gritar en medio del silencio solo interrumpido por algunos sollozos de los familiares.

Para más inri, el plano inclinado del cajón hacía que cada giro hacia la derecha dentro del camposanto, provocara un desplazamiento del cadáver hacia su lado, golpeando la madera con tal sensación que sentía como si llevara al fallecido sobre sus espaldas. Ahora entendía aquello de pesas más que un muerto que le decían siendo un niño crecidito.

La situación empeoró cuando hubo de bajar una rampa bastante inclinada con un giro hacia la izquierda hasta llegar a un nuevo patio del cementerio. Recordó, en ese momento, la cita de esa tarde con unos amigos, algo que le alivió de su pesada carga.

Apretó los dientes antes de enfilar un ligero repecho y por fin pudo divisar la sepultura donde un operario preparaba los materiales para sellar el nicho. En ese instante los presentes comenzaron a tocar las palmas. Entendió que era una ovación al esfuerzo realizado y apenas se desprendió de su misión de cargador, comenzó a hacer genuflexiones ante el público asistente.




Conclusivos

18.3.23



Narrar siempre finales felices aunque ningún final lo es.




Levitaciones

17.3.23



Cuando nada va mal, el tiempo nos lleva en volandas.



Aburriciones

16.3.23



Pensé en aburrirme hasta el infinito y luego fue el infinito el que se aburrió de mí.




Elusiones

15.3.23



¿Cómo se contesta si no hay pregunta?



Impulsos

14.3.23



Más allá de tener una actitud positiva o negativa ante la vida está el hecho de tener humor y alegría.




Invariable

13.3.23



Nunca dejas de ser tú, incluso cuando tratas de mejorarte.




El gorrilla

12.3.23



Lucía en su camiseta, con grandes letras negras, la leyenda: Take is easy. Parecía una advertencia o una intimidación, quizás parte de su acervo filosófico o de una reflexión profunda, el discurso existencial de quien debe ganarse el pan o la dosis de droga de cada mañana. Cuando bajé del coche, entre curioso y asustado, el aparcacoches me extendió la mano y yo, algo azogado, busqué en el fondo de los bolsillos, algunas monedas mientras inspeccionaba su desgarbada figura desaliñada. Saqué unas monedas y las deposité en su mano renegrida, negó con la cabeza y le pregunté si no era suficiente. Me dijo entonces: «no es eso, tengo hambre de letras».



Escucharse

11.3.23



Por no escuchar los buenos consejos que nos damos ponemos excusas para seguir malgastando el tiempo.




Adecuados

10.3.23



Lo correctamente político es la hipocresía de los indignos.



Huidas

9.3.23



El amor niega cosas que ya están sucediendo.



Insapiencia

8.3.23



¿No preguntarse nunca por nada es igual que ser abúlico?



Rabia

7.3.23



La envidia no muerde pero da dentera.



Bálsamo

6.3.23



En este mundo hay que tener un humor lo suficientemente desinhibido como para que nos alivie de todas las calamidades.



El veneno de la salamanquesa

5.3.23


La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó la lengua para lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo que le pareció infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como hipnotizada por el tedio de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del mundo e inerte durante horas y horas, meditaba la absurda naturaleza de su existencia, emparentada con los vestigios más lejanos de la vida, desabastecida de admiración y condenada a su repugnante condición de saurio. Y más allá del desafecto adquirido por su forma de ser, la inquietante soledad de su meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.

            «Mordedura de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y madrecita del alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces que me has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no se note la copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te soporte tanto como tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en nuestras cosas pequeñas y en las horribles muestras de sinceridad. Que tu sonrisa me lave por la mañana y que tú, virgencita, me compongas el ánimo al ir a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que no me faltes, con tu carita de ángel recién lavada y tu acento de azucena».

            Miró hacia atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que traspasara su nuca, un dolor crónico del paso de tiempo humedecido. Agachó la cabeza y entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco formado en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de vivencias pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió, que cada escalón había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo pesar. Recordó aquel sueño que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma aparecido de su padre, «a arrancar esparto», una forma de indicarle «vete al infierno y que Dios no te haya perdonado por todo lo que nos has hecho pasar».

—¡Mata el bicho! —y el primer escobazo sonó zas contra la pared encalada. La salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el dédalo del destino nuevo e imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina para zafarse de sus agresivos perseguidores, hundiéndose en la frontera de la luz y desapareciendo como para sus adentros.

—Has fallado —farfulló irritada la niña.

—Ha sido por tu culpa —replicó el desatinado cazador excusando su ineptitud pueril que con los años sería una cualidad personal.

—Otra vez lo hago yo, torpe —le reprochó Lucía, con ese enojo de muñequita linda y rubia que aparentaba y los rizos colgando por el cuello. La puesta en duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron en Daniel una animosidad de gallito impúber, en tanto su redonda y mofletuda cara enrojecía y se hinchaba, y con actitud amenazante de escoba, le espetó un a que te doy. Terció, en ese momento crispado de la discusión, un timbrazo seco y largo, cuyo eco arrastró el ring por el corredor de la casa hasta donde contendían los niños extinguidores de animales, y su sonido fue como la convocatoria de una diana. Una disputada carrera de codazos y empellones, descolocando muebles, precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la puerta de la casa para descorrer el pestillo.

La figura alta, de oscura delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar, presentó a un hombre treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se abalanzaron sobre él para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja de niños esbozando una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad las estrellas sujetas a sus hombreras rojas y en actitud protectora interrogaba a sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un corredor laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos y muebles de presencia barroca y de mal gusto.

Los tres se sentaron a charlar sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía sus brazos estirados sobre los hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal que descargaba todo su traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los ratos oscuros de vacía soledad. Daniel se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser visto y Lucía se arrebujaba cariñosamente contra su padre.

—Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes paseos —decretó Germán con voz solemne—. Después iremos a visitar a los abuelos.

—Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la bóveda del terror − rezumó caprichosa Lucía.

Daniel que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales imaginaba la cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba con la misma familia de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero también pensó que quizás en el mar hubiera otras especies acuáticas más llamativas y se le ocurrió decir:

—También podríamos ir al mar y visitar a mamá.

La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la habitación. Lucía estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su padre que se incorporaba la frenó.

—Te he dicho muchas veces Daniel − pronunció con empaque y solemnidad Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es dejarla que viva a su aire. Podría estar aquí si ella quisiera... —Y las últimas palabras ya sólo sonaron en su pensamiento: «pero es un mal bicho y tiene que morirse aplastada».

Rosario levantó la cabeza para mirar el televisor por encima de la luz concentrada de su lamparilla, en un reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla iluminada. «¡Qué guapo es!», pensó entristecida chupando el aire a su interior, mientras distraía su concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más la celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? «Este verano pasa de celulitis. Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta». Desconectó su atención de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la tarea de pasar la aguja enhebrada por el tejido roto.

Sobre el aparador fotos antiguas devolvían su imagen más joven, más enigmática, más alegre. Rostros que se mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en decorados distintos, casi ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo el signo de lo irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria, distraía las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión doméstica de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad. Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad oscura, pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de entuertos y abogada de los sentimientos que por poderle a veces se la comían.

            Recluida en su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían benefactora pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos hijos.

—Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta —se lamentaba Rosario—, todo fue preparado para que el magistrado dijera su veredicto a favor de mi marido. Gemir en silencio fue lo que hice, después de envenenar a los niños con artimañas. En privado Luis me pidió que volviera con él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a ser su fregantina, la señora de un militar domeñado por una madre que mandaba en su

apocado hijo como si fuera un general.

Liliana y Miguel mantenían presta la atención, como en confesión, en el relato de Rosario. —Me acusó de ser una puta, de tener varios padres para mis hijos, como si fuera una cualquiera que recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el juez le creyó, le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me tildó de salamanquesa que escupía veneno.

—Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo supersticiones populares que no tienen fundamento alguno —replicó Miguel—, además de que su efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de insectos la casa.

Luego permanecieron mudos los tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la complacencia de la pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida en los recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.

«Hola Lucía, soy mamá...Cómo van tus clases de danza... ¿Sí?... Yo estoy bien, guapita. He encontrado un trabajo y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si vienes con tu hermano en vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace ahí?… ¿Frío?… Aquí tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro padre a la montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga... ¿Cómo estás Daniel?... Discutes con Lucía... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No tengo ningún novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».

—Mis hijos ya no son mis hijos —les sentenció a Liliana y Miguel—, él se ha encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó para arrebatármelos. Soy para ellos un ser despreciable y monstruoso que los emponzoña si los toca y mi cariño no deja de ser inofensivo. Cada vez que los busco los traslada de un lugar a otro para evitar que los encuentre. Pero sé que me quieren, sobre todo Daniel, mi pequeño desvalido, él me sigue adorando. Lucía en cambio cada vez pertenece más a ellos, a su padre y sobre todo a su abuela que la adoctrina en esos terribles modales para convertirla en una señoritinga. Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los encierro en mi corazón.

«Ay ánimas del purgatorio que no me falten las fuerzas, que mañana despierte cuando el sol me salude, que vele el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina con la sal y el perejil, con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los imposibles dame fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio, cara de rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo Socorro alíviame esta tristeza».

            Lanzó un suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos ojillos fijos como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina traslúcida que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas con un chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla salir de su receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas, sórdidas. Abandonó la oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al sujetarse en la superficie lisa, fue a establecerse sobre el ángulo de la habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó inmóvil, petrificada frente a la vertiginosa velocidad de los seres cambiantes.

Contestaciones

4.3.23



En silencio se dan las mejores respuestas.



La mochila existencial

3.3.23



El primer viaje lejano que realicé con mis hijos, aún pequeños, fue calificado por algunos conocidos como de «una locura». Expliqué entonces que, para mí, lo disparatado era marcharme sin su compañía.

Siempre recuerdo con agrado los tres meses de verano que, con siete años, pasé junto al mar en una casita de pescadores alquilada por mis padres. Es una imagen que llevo conmigo a igual que otras tantas cosas vividas en común. Experiencias pegadas a la piel del alma que son mi valiosa herencia inmaterial.

De ahí el empeño en dar a mi pequeña tribu el mismo legado de emociones, recuerdos y sensaciones que los que yo recibí porque sé que, donde vayan y donde estén, viajarán con ellos. Así que mi inquietud, con acierto o error, ha sido cargar de ese patrimonio su mochila existencial.



Inverosímilitudes

2.3.23



En ocasiones no creemos aquello que nos ocurre aunque nos esté pasando.



Interrogativos

1.3.23



¿Cómo se interroga a una interrogación?



Discernidos

28.2.23



Tratar de entendernos nos lleva toda una vida.



Desenlaces errados

27.2.23



Las conclusiones erróneas son de bastante mejor calidad cuando se elaboran en solitario.



Custodio

26.2.23



Trabajo como segurata a turno corrido de veinticuatro horas y no tengo vacaciones. Mi contrato es eterno. Ni poseo filiación a sindicato alguno ni convenio colectivo y mi jefe es divino, aunque no me paga sueldo. Mi labor consiste en ver sin tocar, oír sin hablar, guardar sin proteger, predecir sin avisar, soportar sin sufrir; percibir lo sentido sin sentir.

Ando en vigilia al descollar el día mientras la gente se encamina a su cárcel de rutinas, próximo al suicida en el momento de colgarse en el vacío, inmediato al niño que gime tras sangrar sus manos por cargar ladrillos una larga jornada, al grito de la parturienta, en el paroxismo de dos cuerpos amándose, en la desesperación del insomne, junto del viejo solitario que se arropa con recuerdos, al lado de las mujeres que cosen prendas en un taller clandestino, atento a quien ríe despreocupado o llora sin motivo, y asisto al miedo infantil.

Oigo los pensamientos del asesino antes de matar, miro cómo oculta el mafioso las ganancias de sus extorsiones, me acerco al presidente de una nación cuando piensa en su autoridad y visito al magnate que se estima todopoderoso.

Escucho el golpe sordo de un cuerpo después de caer al suelo desde un andamio, noto la agonía del enfermo terminal, el pensamiento que enloquece, la exasperación del amante despechado y el tormento de la violada. Sé del absurdo deambular del toxicómano, del fanatismo del terrorista, de la impotencia del parapléjico posterior a su accidente y del dolor de la misma muerte.

Presencio el rosicler del recién nacido y estoy al corriente de la fulgurante emoción de los enamorados, de la radioactiva diversión, del que se sabe alegre, y del que cantando su mal espanta.

Y nada puedo hacer si no pasar como un ángel.



Combinaciones

25.2.23



Mente, corazón y sexo: el resultado según lo ordenes.



Trajes

24.2.23



Las palabras son nuestra vestimenta social.



Apaciguamientos

23.2.23



La impaciencia nos mata y la prisa nos remata.




Invalidez

22.2.23



¿Y Dios qué hizo al octavo día?



Cinemática

21.2.23



Desacelerar la velocidad constante de este vivir hasta llegar a cero que es la calma.



Desolaciones

20.2.23



Ten en cuenta siempre que tu vida se apagará, igual que cualquier sol del Universo, quedando un espacio oscuro y vacío.



Relatora

19.2.23



La escritora padecía una afonía en su voz narrativa y por eso todos sus textos resultaban ser tan roncos.



Retrasados

18.2.23



A veces me detengo a esperar porque siempre me quedo atrás.



Refinado

17.2.23



El miedo es esquisto porque nos corta y no sangramos.



Sublimaciones

16.2.23



¿Lo opuesto a la transmigración de las almas es la evaporación de la conciencia?



Competiciones

15.2.23



La vida es una contrarreloj frente al tiempo.




Desnortaciones

14.2.23



Solo el silencio nos orienta dentro del ruido.



Deferencias

13.2.23



Siempre somos suposiciones de aquello que no fuimos.



Gastronomía verbal

12.2.23



—Me pone unas oraciones.
—¿Cómo quiere la frases hechas o más bien crudas?



Motivos

11.2.23



No hay que dar consejos, solo pie a la reflexión.



Prótidos

10.2.23



La lectura es una proteína de la inteligencia.



Atosigadores

9.2.23



Te encuentras a quienes, tratando de razonar sus equivocaciones, inventan realidades similares a la acción de su error.



Forenses

8.2.23



Exhumar las ideas de la fosa del olvido, escavar en la tierra de la desmemoria, hasta encontrar los restos de lo que fuimos.



Emanaciones

7.2.23



Cuando las preguntas no surten efecto, ¿solo queda esperar réplicas irresolutas?



Congojas

6.2.23



Acostumbrados a vivir en una pecera si nos echan al mar nos ahogamos.



Un ladrón en bicicleta

5.2.23



Heredero de la picaresca Jean-Luc se entrega a su destino y es capturado con un tiro en la pierna. Desconocemos su faz, pero sabemos, por las noticias, que su azar ha sucumbido ante la eficaz tarea de la policía de las buenas costumbres. El ingenio era atrevido y sin embargo la sutil balanza de la suerte volcó su fiel hacia el lado hostil de la delincuencia. Había llegado en barco, como un noble marinero que va de puerto en puerto, solitario, midiendo las distancias de la noche por estrellas, quemado su rostro por la sal y por el sol. Bordeando las costas imaginó un ingenioso plan, desembarcó y comenzó a pedalear en bici hacia la ciudad extraña, y observó que las cosas estaban en su sitio. En su lugar el banco. Entró y pidió un gran fajo de billetes para continuar su travesura alrededor del mundo. Todo fue amabilidad y no hubo resistencias. Se marchó feliz, nuevamente pedaleando. Un ciclista no levanta sospechas entre los circunspectos ciudadanos. Sólo un detalle le delató: la memoria olfativa de la cajera que se acordó del olor a salitre.



Surtidor

4.2.23



Si leo algo que me gusta, palidezco y reflexiono sobre lo creado que ha sido arrebatado de mi inventiva. Afortunadamente la creatividad es una fuente incesante.




Callados

3.2.23



Es mejor no hablar tanto y así no llenar el espacio de vaciedad.



Soportes

2.2.23



Sobre el portarretratos del recuerdo, la juventud siempre aparece hermosa.



Averiguamientos

1.2.23

 

¿Interrogarse a sí mismo es una pregunta retórica?



Patrones de pensamiento

31.1.23



El aforismo no es una frase: es una estructura mental característica. Por ello hay quien piensa en aforismos.



Lectoría

30.1.23



Las lecturas de libros son estimulantes; la lectura del mundo es reveladora. Por eso leer nos significa.




La guerra que viene

29.1.23



Cuando era pequeño siempre tiraba a dar y preferentemente iba con los malos, si bien aquel sueño le convirtió en pacifista de la noche a la mañana. El fantasma de Eduardo, un niño que se ahogó en la acequia donde se bañaban desnudos en verano, se le presentó mojado y pálido en una pesadilla y le contó: la guerra del futuro será la más terrible de todas las batallas. Maléfica porque el efecto destructor de las conflagraciones constantemente ha superado, al menos en un ápice, a la anterior. En un pacto de cordura, las beligerancias deberían hacerse con tirachinas, como las que practicábamos nosotros, por ese poso bélico que alberga el espíritu humano y que de alguna manera tiene que sublimar. Es cierto que la mejor contienda es que no haya ninguna, no obstante, ese ninguna parece conducir a cuando no quede nadie. Probable aseveración para los que han calculado repetidas veces que el tercer conflicto mundial vendrá y sucederá como el más limpio, puesto que, en lo tocante a matar, la muerte aparecerá de la mano de unos átomos respetuosos con el medio ambiente pero letales para la frágil vida humana. Por otra parte, aconseja el viejo dicho «dos no se pelean si uno no quiere» y, sin embargo, no faltará quien azuce y meta baza para sus intereses, hasta llegar al enfrentamiento. Por tanto, la última de las grandes epopeyas bélicas será de risa, aunque muy seria, ya que después de todo lo peor no es perder, sino observar la cara que le queda al perjudicado. Y esa es la esencia de la estrategia: la humillación. En esa conflagración no habrá más fiambres, al conocerse que los muertos dan mala reputación en las noticias del día y, a lo sumo, se morirán de vergüenza, nunca de un balazo letal y traicionero que lo ponga todo salpicado de sangre: bastará que se mueran por el bochorno. Los avances tecnológicos dotarán a los ejércitos de pequeños drones con tal inteligencia que éstos buscarán el cañón del arma enemiga hasta inutilizarla, enviando al enemigo al desempleo. Mediante rayos láser se narcotizará a los soldados contrarios incidiendo en su sistema simpático, lo que les provocará tal entusiasmo que saltarán locos de alegría y desertarán en pos de la fiesta. Generadores de ultrasonidos causarán en los batallones antagonistas, incontenibles descomposiciones, y lanzadores de materia viscosa con cualidades de mucosidad atraparán a la tropa en una bola pegajosa imposible de zafarse. No faltarán tampoco las armas sicológicas con mensajes personalizados al móvil de cada combatiente donde, públicamente, se airearán cuáles son sus defectos, vicios y secretas ruindades siendo reconocidas en todas las redes sociales. Al despertarse se notó aliviado sin saber que había comenzado la guerra que viene.



Contagiosos

28.1.23

 

Hay personas con las que siempre sabemos reír.

Sin dilaciones

27.1.23



Cada vivencia atesora un pulso de la existencia.



Instigaciones

26.1.23



Un aforismo debe ser una invitación a tener pensamientos propios.



Latentes

25.1.23



El verdadero misterio está en lo que se ha perdido porque nadie lo ha sabido encontrar.



Alienígenas

24.1.23



Tengo un amigo que siempre me recuerda que cuando me vio, por primera vez, pensó que era un extraterrestre. Y puede que, en ese momento, tuviera razón, pero uno termina aclimatándose a este planeta.



Imperfectivos

23.1.23



Somos copias imperfectas de quienes nos precedieron.



Clave de sol

22.1.23

 

1

Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de las manos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.

 

2

Andrea se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio dietario lo custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la vidriera por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días estuvo glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre ella y su jaqueca por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La muchacha apuntaba en el diario todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del triunfo y portando exquisitos trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una bailarina esbelta o una cantante reputada que arrastraba a las multitudes tras de sí.

 

3

La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña quieta en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos sus cuatro primeros amoríos, que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era para Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta preparada para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora joven de apuestos paladines que consumía a sus enamorados con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá, pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclaje a sus conquistas pues no bebía de un afecto más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de intérprete indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.

 

4

Eduardo Jorge fue el amor del pavo. El galante iniciático que palideció su vida entera y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella la sublime ternura de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser la pasión iniciática que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento, de la empalagosa descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un prometido tras otro.

 

Gustavo Luis fue la segunda de sus parejas. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además, se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo deportista que masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de fiesta y sus utopías de nena consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las hemicráneas, inventando dolores imaginarios y pesadumbres ilusorias. Pero a pesar de la esquiva atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada hercúlea con alma de atleta cibernético. Con él disfrutó de los besos desdeñosos y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca atendió a su hermosura de sensible concertista ni a su cariño de cuento de hadas.

 

5

Guillermo Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le satisfacía practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente fantasiosa y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que la castigara las tardes de jaqueca insoportable, que le respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros, tratando de domesticarlo.

 

6

Andrea soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito, donde acompañada de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía colocada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea en el piano tocaba el Preludio número uno en do mayor de Johann Sebastian Bach y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Serenata número trece de Wolfgang Amadeus Mozart y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas del Sueño de Amor de Franz Liszt y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones perdidos. Y si practicaba el Canon en re mayor de Johann Pachelbel, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana, como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las flores del acorazonadas. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida los hombres que asesinó con sus pasiones pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.

Sorteo

21.1.23



La suerte de abrir los ojos cada día es la verdadera fortuna.




Inéditos

20.1.23


Los errores de la Historia siempre son nuevos y por eso no hay memoria que los pueda evitar.



Adagio del caminante

19.1.23


—Dónde vas?

—Donde me lleven los pies.