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Narradores

4.10.23



Alguien debería contarnos las historias que nunca supimos.




Antiarrugas

26.5.23



Estos últimos días mientras transito por la ciudad, llena de rostros políticos por todos los lugares, me llama poderosamente la atención un detalle: los candidatos no tienen arrugas. Sus semblantes aparecen inmaculados de rugosidades, expropiados de surcos en la piel, redimidos de los pliegues que el tiempo otorga.

Lo impúdico de esas imágenes aventuran su primera gran mentira, la máscara inicial con que maniobrarán desde su insinceridad, porque quien es capaz de maquillar su realidad mostrándose como no es, anuncia un espíritu truculento y falaz.

La vida escribe en nuestro cuerpo una narración de estrías en la que se pueden leer los momentos de risa y de llanto, de alegría y de dolor, de sorpresa y desengaño. Y nadie debería borrar lo que es.




A flote

8.5.23



Nadar contracorriente en el mar es agotador cuando no infructuoso. Nadas y nadas para acercarte a la orilla y, al final, el flujo te lleva donde quiere.

Igual ocurre en nuestras vidas cotidianas que, en ocasiones, intentamos realizar un cometido, alcanzar un objetivo que resulta aplastante o imposible.

Es el momento entonces de hacerse el vencido y dejarse llevar, reponer fuerzas y esperar a que cambie de dirección la corriente. Todo menos ahogarse.



El patio de los ahorcados

12.4.23



De niño, curioseábamos por las tapias del cementerio y recorríamos sus patios luminosos llenos de flores secas, mustias o frescas todavía tras un reciente sepelio. Mirábamos las fotografías en blanco y negro o sepia, con los rostros de los difuntos cuando eran seres vivientes. Nos deteníamos a cuchichear al reconocer el retrato de algún personaje adherido a la lápida o sabíamos de alguna tragedia ocurrida por la que dejó de existir.

Debatir sobre la muerte causaba, en nuestras cabezas infantiles, un efecto de temor por qué dios nos esperaría en el más allá, y de incomprensión e indolencia al no ser ningún familiar o persona conocida.

Especialmente desconcertante nos parecían los fallecimientos de los niños atropellados, caídos en lugares mortíferos o víctimas de enfermedades incurables, por las que cruzábamos los dedos para que no nos tocara padecerlas en suerte.

Pero la expedición al camposanto tenía dos puntos de observación macabros: la sala de autopsias y los terribles manejos forenses con prácticas descuartizadoras de cuerpos, en la búsqueda de la verdadera causa del óbito y, por supuesto, el patio de los ahorcados, cerrado por una gruesa puerta metálica y que, para observar su interior, debíamos escalar las encaladas paredes.

Una vez encaramados arriba del muro siempre me invadía la tristeza. Era un espacio desahuciado de flores y más bien oscuro, donde suponíamos que estaban las personas que se ahorcaban, las que se envenenaban, se desangraban o se despeñaban por un tajo.

Parecía como si estuvieran castigados para que nadie pudiera ver el terrible delito de haber decidido morir, y que no lograron hacerlo sobre sus vidas.

Igual todas las personas llevamos un suicida hibernado dentro de nosotros como nos recuerda el filósofo Émile Cioran: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la idea del suicidio, si no fuera por la posibilidad del suicidio, ya me habría matado».




La mochila existencial

3.3.23



El primer viaje lejano que realicé con mis hijos, aún pequeños, fue calificado por algunos conocidos como de «una locura». Expliqué entonces que, para mí, lo disparatado era marcharme sin su compañía.

Siempre recuerdo con agrado los tres meses de verano que, con siete años, pasé junto al mar en una casita de pescadores alquilada por mis padres. Es una imagen que llevo conmigo a igual que otras tantas cosas vividas en común. Experiencias pegadas a la piel del alma que son mi valiosa herencia inmaterial.

De ahí el empeño en dar a mi pequeña tribu el mismo legado de emociones, recuerdos y sensaciones que los que yo recibí porque sé que, donde vayan y donde estén, viajarán con ellos. Así que mi inquietud, con acierto o error, ha sido cargar de ese patrimonio su mochila existencial.



Acuosidades

1.4.22



El lenguaje de la lluvia siempre narra historias húmidas.



Primera lección

5.4.21



Cientos de jóvenes adolescentes cruzan cada mañana una barriada marginal para asistir a clase, un lugar donde conviven en perfecta armonía la pobreza, la drogadicción, la delincuencia y la marginalidad. Pasan como inmunes a esa realidad que ven pero no les afecta antes de entrar al centro escolar. Si fuera profesor les haría mirar en silencio cinco minutos, cada mañana, hacia ese mundo que no entienden.



Amanuense

3.4.21



Cuando era joven solía repartir, entre mis compañeros de clase y colegas de escritura, mis primeras composiciones literarias manuscritas al principio y mecanografiadas después, unas veces cosidas y otras solo grapadas. Ahora vuelvo a esa práctica por el mero placer de escribir a mano y hacer un regalo personal, lejos del volumen de negocio de las editoriales.



Amolador

22.3.21



Miraba distraído, siendo un chiquillo las chispas que desprendía el disco de esmeril cada vez que el afilador acercaba el metal a la piedra. En ese momento un avión de propulsión a chorro pasó, partiendo el cielo, sobre nuestras cabezas. Entonces fue cuando escuché aquella sentencia del afilador mientras alzaba la vista y miraba la aeronave: «lo que hacemos los mecánicos». Después agachó la cabeza y continuó amolando el cuchillo como si nada.



El precio de las cosas

4.3.21




No era la primera vez que lo veía en ese establecimiento regatear con la dependienta sobre el precio de un pequeño juguete que valía poco más de un euro. La escena parecía repetirse igual a días anteriores cuando el muchacho insistía en llevarse un artículo y ponía una moneda sobre el mostrador que la comerciante rechazaba: «más dinero, tienes que traer más dinero», le repetía con parsimoniosa condescendencia.

El joven desde su corpachón mantenía el producto junto a su axila resistiéndose a devolverlo. Así pasó un buen rato mientras esperaba paciente a que terminara el pugilato de la compra-venta para pagar yo. «Dile a tu madre que te dé más dinero —le explicaba la dependienta—, !más dinero¡». Él, apenas con un no casi gutural saliendo de su boca ladeaba la cabeza negándose a obedecer y volviendo a poner el dinero sobre el mostrador que, nuevamente, era rehusado por la vendedora, «te faltan veinticinco céntimos: !más dinero¡».

En ese momento la mujer hizo una pausa y me atendió. Al salir de la tienda observé como aquel hombre con mente de niño abandonaba también el local con su juguete entre las manos y caminando entre la gente lo examinaba con atención, iluminada su mirada por la ilusión de poseer algo que deseaba, hasta que desapareció entre el paisanaje urbano.

Así nos debe ocurrir con el juguete de la vida que, entre nuestras manos, sentimos poseer hasta que nos desvanecemos entre la muchedumbre del tiempo.



Átonos

2.3.21



Escuché aquella historia sin acento, como neutra, igual que un narrador de voz endeble que carece de énfasis. Y aquella narración tenía horror y sangre y mucho sufrimiento, pero estaba pronunciada con una intensidad irrelevante. El miedo había hecho que solo se enunciara lánguidamente, sin poder distinguir las víctimas de los monstruos desalmados.



Cargo de conciencia

12.1.21



Observo cómo algunas personas opinan, no sin cierta cautela, que a ellos no le ha ido mal en las circunstancias de esta pandemia, incluso que no les desagrada la existencia de un toque de queda o normas que restrinjan los espectáculos públicos o la suspensión de fiestas multitudinarias. Lo dicen en petit comité, con la boca pequeña, como para no causar molestias o que alguien se ofenda. 
Es llamativa su postura porque cuando los normales o normalizados sacan músculo de sus fiestas y sus estruendosas actividades sociales, no parecen tener cargo de conciencia por causar molestias a nadie. 
Eso me trae a la memoria aquella canción de Lole y Manuel: 
De lo que pasa en el mundo 
por Dios que no entiendo na
el cardo siempre gritando 
y la flor siempre callá



Sin término medio

9.1.21



En este subibaja de abrazos y de besos que es la vida se está buena parte del tiempo descompensado. De niño, lo recuerdo, los brazos de mi padre y de mis tíos me elevaban al cielo para darme un abrazo. 

Luego estaba mi abuela, pequeña pero grande, donde me refugiaba en su amparo y a la que no tardé en rodear su fuerte pequeñez. Y mi madre que con abrazos de madre me hacía crecer. Hubo abrazos igualados por el tiempo y después, rápidamente, desnivelados. 

Al final, otra vez inclinarse, esta vez hacia abajo para besar a los hijos mientras van creciendo y quedan los abrazos, otra vez, desnivelados a la altura del futuro, sin que hubiera, para el cariño y la ternura, un término medio.



Declinares

18.12.20



Mi amigo Marcelo afirma que «lo peor de dejar de ser joven no es perder la lozana juventud. Es peor tener que renunciar a lo que fuiste para no aparecer ante tus hijos como un mal ejemplo». Ignoramos en lo ajeno lo que somos en lo propio.



Mentiras como iceberg

15.12.20



Un día como hoy de hace 54 años moría Walter Elias Disney, recordado popularmente como Walt Disney y más que su vida de una enorme trascendencia en la cultura moderna, lo que siempre llamó mi atención fue su muerte. Desde que era un niño escuchaba a los adultos repetir esa fábula de que este hombre había sido congelado para, en el futuro, cuando hubiera cura para la enfermedad que acabó con él, descongelarlo y devolverlo a la vida. La historia en el imaginario popular sonaba fantástica y algunos decían que, de tener dinero, haría igual que Walt Disney. 

Lo que se criogenizó en 1966 no fue el cuerpo del dibujante americano, lo que se congeló fue una mentira que, aún hoy, está a la espera de ser descongelada.


Espectros

27.11.20



Convivimos con fantasmas a todas horas. Fantasmas que habitan y recorren las galerías de nuestra imaginación y se alojan en cualquier apartamento de la edificación mental. ¿Cómo sino explicar el caso de la vecina del tercero? Acostumbrada a la confianza que le confiero, con los años me va contando historias de su permanente contacto con unos antiguos inquilinos de su vivienda, que vuelven cada día en busca de algo que dejaron sin hacer en su anterior vida. Como su marido no la cree, un día se golpeó con un palo y se volcó la carne de membrillo por encima, prueba del martirio por el que está pasando ante aquellos que no la creen y le dicen que está loca. Yo la tranquilizo y le digo que mi cabeza es un lugar común de apariciones, muchas de ellas escapadas de los libros leídos y otras recreadas por el recuerdo.



Mujeres escritoras

17.11.20



La arqueología de la escritura revela que quienes la practican mantienen una deuda con los libros leídos, las experiencias vividas, los momentos sentidos y las voces escuchadas que, al igual que un bordado en un pañuelo blanco, dirigen sus puntadas para ir dibujando un poema o una narración. Entre las últimas hay anónimas féminas que con su oralidad han ido contando el relato de la vida. Con nitidez recuerdo la voz de mi abuela refiriendo sus historias. Ella, como tantas mujeres, también es escritora: mis manos son su pluma y mis recuerdos escritos sus cuentos.



Penar

2.11.20



El Día de todos los Santos no, el Día de los Difuntos, ese era el que más me llamaba la atención porque la mayoría de las personas que habían muerto debían estar en el Purgatorio, ya que solo un selecto grupo iban al cielo o al infierno, a saber, las buenas buenísimas y las malas de remate. El resto andaban entre unas y otras porque no habían ejercido con excelencia el bien o el mal determinado. 

Así las cosas, la idea de purgar en un lugar indefinido durante mucho tiempo hasta que te sacaran de allí, me producía bastante incomodidad. ¿Qué aburrimiento hasta la desesperación me esperaban en aquel sitio? 

Puede que ese lugar de tránsito la existencia entre las estaciones de una nada y otra nada.



Mialgia

10.10.20



El dolor llama a mi puerta y aunque no le abro, entra y lo ocupa todo. Me vence, me vuelve contra mí y me hace otro. No me suelta ni un instante, agazapado dentro, invisible, secreto. Termina con la lucidez física y hace que me arrastre por los pasillos del miedo y la preocupación. Vuelve rígido el pensamiento y lo fija en una única dirección que no parece tener alcance. Es una habitación vacía, una fuente sin agua, un pensar en la nada, la caída sin fondo, el reloj ciego, la afónica palabra, es un arder sin fuego, la noche sin silencio, el tuétano hueco. Entonces la vida sobrevive en la angostura, en el deceso de la paz, en el solitario deseo de acabar.



Cenicientos

7.10.20



Una de las imágenes que más tristeza me ocasionaba, en la época que cerraba las noches con el amanecer, era la de una mujer de rostro hermoso que parecía desencajada en aquel fresco que pintaban las madrugadas, dibujado con figuras diletantes de los últimos tugurios abiertos. Su mirada parecía decir que aquel no era su sitio. Después pude saber que esperaba a que su marido terminara de trabajar cuando cerraba el prostíbulo que gestionaba.