1
El sol había descendido hasta los altozanos del oeste y era la hora más fresca para la contienda. Millares de saetas caían del cielo y sembraban los corazones de los soldados, mientras los arcos se doblaban entre gritos y chillidos que los guerreros lanzaban para concentrar su puntería en un disparo certero que deslumbrara de muerte al enemigo. Décimo Valerio Caleno cabalgaba desconcertado ante la iracundia que aquellos bárbaros ponían en la disputa, sudoroso su rostro chorreándole sobre el peto que reverberaba la luz crepuscular.
Más de tres meses hace que
partimos de Roma una mañana gélida y lluviosa. Desafiantes desfilamos diez
legiones atravesando la Vía Flaminia hacia las Galias. Desde entonces me
acompaña este maldito enfriamiento y el recuerdo de Lucilia. Mamá, con su
actitud de matrona, se despidió tratándome como un niño, recordándome que me
arropara por las noches, no descuidara las comidas y tomara la infusión diaria
de yerbas. Papá Cornelio desde su áspera voz de tribuno me alentó para llegar lejos
y ser orgullo del Imperio ¡Ave Augusto! Y que un día, a mi vuelta, me esperaría
con los brazos abiertos, rendida ante mí la muchedumbre, en honor de héroes. Y
Lucilia que, entre lágrimas invisibles, fue a decirme adiós con sus labios
rojos. El tiempo desde que fue llegando el verano, sin embargo, ha mejorado
bastante pero este maldito catarro no me ha abandonado un solo instante. Cuando
volvamos a Roma, y falta poco, tomaré unos baños de vapor que tanto bien me
hacen.
2
Tampoco prestó atención al hecho
de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en
números romanos y no en dígitos, comenzó a demorarse cada tarde cinco minutos a
las cinco exactas, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un mecánico
relojero que, previa apertura de tripas, colocara una nueva pila de litio, no
tanto por la importancia de la puntualidad y la exactitud del tiempo que para
él siempre habían significado un ataque contra los principios de la buena
salud, sino porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no
diera esos pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un
ballet. Por otra parte, esa anomalía la encontraba ventajosa porque le
supondría ahorrar cinco minutos diarios que, guardados para su vejez, le
proporcionarían unas largas vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba
con ese acento tan propio que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún
si son de la propia esposa, su falta de puntualidad cuando regresaba a deshoras
o se retrasaba en una cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que
le regaló, cuando él creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta
para ahorcar el tiempo y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y
entonces discutían, pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y
eso era lo importante, y todos los años compartidos que ya iban para doce los
habían acercado cada vez más. La experiencia le había demostrado el valor
ridículo de las comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando
desde el gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los
horarios de trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para
ganar en producción y en ahorro energético. Entonces surgían todas las dudas en
su cabeza y comenzaba un rosario de interrogaciones metafísicas que no llegaban
a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde
iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no
tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué
pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran
bisiestos, porque sobraban siempre algunos minutos en los números decimales y
que, en definitiva, le demostraban que esa naturaleza del tiempo no era más que
una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar las
vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a
ninguna protesta.
3
Las tropas cargaban una y otra
vez contra los bárbaros, los soldados se encolerizaban más y más, y el campo de
batalla se marcaba con charcos de sangre. Se formó una triple línea de combate,
la primera de las cuales la componían las cohortes más veteranas. Se guerreaba
por inercia siempre hacia el adversario. La fiebre continuaba subiéndole a
Décimo Valerio que se desprendió de la coraza y galopó en dirección al sol.
Lucilia me estará esperando
sentada en el porche de su residencia, envuelta entre el aroma de las rosas,
con su brillante túnica de seda. Pasearemos callados por el pequeño jardín
mientras el surtidor de la fontana central cascabelea con sus chorritos de agua
que saltan desde la estatuilla de un fauno. Yo la acariciaré rozando su
rubicunda cabellera, besando el pálido rosado de sus mejillas, sus húmedos
labios ardientes. Nos sentaremos a conversar y me dirá que soy un tonto que no
tiene pretensiones y que debo de ser ambicioso para llegar a general. Yo no
querré hablar de ese tema y le cogeré sus finas manos, ella se levantará y
deambulará por el jardín y a mí me complacerá verla caminando al contraluz del
follaje, y me levantaré a andar con Lucilia. Entonces ella se preocupará, se
enojará incluso un poco, fingirá estar molesta conmigo como si fuera verdad, y
la tendré que persuadir de su disgusto, y le hablaré de una excursión a la cima
del Etna para ver nacer el sol, le contaré cómo van los trabajos en la villa
que nos están edificando a los Caleno en las afueras de la metrópoli, semejante
a la de su amiga Volumnia Citérida. Le mencionará que en nuestros desposorios
haremos allí un gran festejo con todos nuestros amigos, y Lucilia replicará que
le disgusta que mis amigotes se emborrachen siempre, como si celebraran las
saturnales, y que cuando estemos casados no consentirá que me marche todas las
noches a jugar a los dados, al circo o al teatro y nos dedicaremos a pasear
cogidos del brazo por el Pórtico de Pompeyo o por la Vía Sacra. Yo la
estrecharé en mis brazos vigorosamente y la volveré a besar, desordenado y loco
de amor, y ella casquivana me mirará dejándose besar.
Cabalgó herido por la calentura,
corrió descubierto con ojos atónitos y se detuvo a vomitar. El miedo lo sacudió
en forma de escalofrío: el temor a las flechas que llegaban siseantes, el
pánico a tener que desafiar otra vez al adversario y mirándolo a los ojos, sin
explicar nada, rebanar de un tajo su cuello. Miedo al mapa que dibujaba la sangre
y a los cuerpos mutilados en el preciso instante en que un cristal de escarcha
brilló atravesándole y todo enmudeció.
4
Juan desde el comedor resbala el
cubilete sobre la mesa: ¡Full de ases-damas! Hace una pantomima con la mano, un
dibujo en la atmósfera cargada de humo y vuelve a jugar. Antonio llega de
lejos, desde su morada al final del pasillo, viene de convencer a su estudiante
que mañana será un buen día para enfrentarse a los libros. Fanfarronea, se ríe
con Juan, juega a hacerse el importante y el Guti se sienta a su lado mientras
engulle media barra de pan con mortadela. Otra llamada hacia el interior, pero
esta vez con el enfado de Juan: ¡Venga ya que te estamos esperando! Ya, ya voy,
coño. Pero es que en realidad no tienes ganas de salir para aceptar la
situación y dejar amontonados los problemas amorosos y otras contrariedades, y
vuelves a la isla: un muro de piedra y la luz del neón reflejándose blanquecina
en las comisuras de tus labios tristes y mudos como un pájaro en la noche. Mis
manos jadeando en tu cuerpo bajo el mirar pétreo de la iglesia mora y la luna
estacionada en tu pupila izquierda. Mi voz hablándote de cosas insolentes. Mis
labios expirando. Tomando lentamente el borde de tus labios. Amando el cielo de
tu boca, hundiéndose hasta ahogarse en el lago de tu saliva. Tus ojos cerrándose
hasta que sucumbimos en una noche oscura donde nuestras bocas se hicieron de
silencio en un instante largo. Mi lengua trazando un dibujo en tu boca. Tu boca
trémula amparando mi exiliado labio y tu lengua parpadeando despacio. Mis
brazos estrechando con firmeza tu cuerpo. Y en lo profundo de tu boca estabas
tú y mi vida se detuvo un segundo en ese beso lábil, en el sabor a tabaco de tu
boca, en la respiración de tus pechos flotantes. Resbalé mi mano por tu espalda
y la acerqué a tu seno. Levantaste, entonces, tus párpados y me miraste como en
un sueño.
5
Se sienta en el tocador y deja
caer su rubia melena con reflejos de cobalto sobre la espalda desnuda para
alisarla con el cepillo. Inquieta se levanta del asiento y va a mirar por la
balconada, ve a unos chiquillos que corretean en el jardín alrededor de la
fuente del Fauno, llama a su hermano Juvencio y le indica que vaya a otro sitio
a jugar con sus compañeros, y el chaval asiente como diciendo sí Luci, lo
haremos. Se siente desazonada pero no sabe por qué y vuelve a sentarse frente
al tocador, carda su larga cabellera, se acicala, con la punta de los dedos
haciendo círculos sobre su cara, reparte suavemente un cosmético hecho con
harina de trigo toscano, goma, bulbos de narciso y miel. Piensa otra vez en el
regreso de Valerio que coincidirá con las fiestas de verano, las carreras de
cuadrigas, el teatro. Volverá victorioso y cargado de distinciones, y cuando
nos encuentren por la calle nos felicitarán. Iremos hasta el templo de la Bona
Dea y haremos un sacrificio. Se observa las manos y vuelve a estar
soliviantada. Falta poco para su regreso y tendré que preparar una celebración
en su honor. Un banquete con abundante vino, donde sus camaradas, sobre todo
Craso Licinio al que tanto le gusta empinar el codo, se emborracharán, y donde
no ha de faltar el lechón relleno con trufas y castañas, la tortilla de huevos
de avestruz y los pastelillos de lengua de alondra. Mamá Porcia vendrá esta
tarde a contarme, como siempre, que su Valerio está a punto de regresar y que
sigue preocupada porque su pequeño comerá poco, y no se abrigará en las noches
con ese resfriado que marchó y andará tosiendo todo el día hasta que le dé
fiebre. Y estoy segura de que volverá más delgado porque tú no sabes cómo es de
descuidado este hijo mío, y cuando te cases te ocurrirá a ti igual que deberás
estar todo el día encima de él, porque si no... Y si papá Cornelio llega con
ella me echará un piropo, porque cada día estás más guapa; no sabe bien mi hijo
el tesoro que ha encontrado en ti Lucilia Clodia. Su regreso será una gran conmemoración
y anunciaremos el día de nuestros esponsales, pero no sé qué me ocurre hoy que
estoy tan nerviosa por este leve dolor que me oprime en el pecho. Será la
llegada de Valerio o que va a cambiar el tiempo.
6
Granada es fría en invierno.
Tiene los ojos febriles de buscar ocasos en el mar, hacia el sur. Trío de reyes
al as. Se sonroja, hace una mueca, carraspea Agustín. Se ríe, se sube las
gafas, se retrepa en el sillón y dice eso no te lo crees ni tú, Juan. Full de ases-reyes.
Mira fugazmente el Guti, los mira a todos como si en ese momento lo acusaran de
no limpiar el piso, de dejar los platos apilados en el fregadero para que las
cucarachas practiquen alpinismo. Seguro que está. Apuéstate lo que quieras. El
Guti hace una pausa: ¡Me cago en la
vística! Todos ríen, pero Agustín más lejos: porque vuelvo ufano después
del tres a cero, que nunca había jugado tan bien y en esas condiciones, y se
despoja de la camiseta con el nueve, borracha de sudor y de sol, dejando su
torso desnudo y la deja caer en un rincón. Se mantiene de pie mientras piensa
que debe ducharse con los ojos encendidos por la victoria, noventa minutos jugados
excepcionalmente, pateando el cuero de arriba abajo como mejor sabe hacer.
Amontona la ropa en una esquina del cuarto y a eso llega la madre pisándole las
ilusiones porque una tiene que estar todo el día como una mona, quitando y
poniendo, que esta es la tercera lavadora que hoy pongo y que reviente una con
vuestras cosas que sólo me dais trabajo, y que no te salga una novia y te cases
ya. Pero la retahíla de su madre ya no importa porque todavía está justo en el
segundo regate cuando chutó a la cepa del poste con aquel obelisco gritándole
cabrón, pero como la pelota coló... Se le enciende la cara y suda de nuevo en el
salón cuadrado, celeste, luminosa, con la alegría de un niño mientras en la
radio suenan las últimas notas de ‘Escuela de calor’ que canturrea desafinando.
Piensa de nuevo en la ducha fría y siente un frescor en la nuca, sale de la
alcoba y baja hasta donde le espera el agua fresca y clorada. Y se ducha
gratamente, veinte, treinta minutos, mientras otra vez le centran por la banda
izquierda y salta para poder picarla hacia abajo con la testa... Y ya está ahí
su hermano golpeando en la puerta del baño porque llevas ahí más de una hora y
cuándo vas a salir que siempre te pasa igual. Otra vez en el dormitorio
secándose, recostado desvestido sobre la cama para poder pensar que cuando
llegó el esférico por la parte derecha y aguantó la entrada del defensa y le
hizo una finta y cambió el sentido del juego mandando la bola hacia el extremo
opuesto y como el defensor, al que había burlado, le dio una patada sin balón y
a esto llega su hermano menor mientras se viste y déjame mil pelas que no llevo
nada encima y me hace falta comprar cigarrillos que después te las devuelvo, en
serio. Y le da el dinero y lárgate ya y no me des más el latazo y mientras se
peina descascara la última jugada del encuentro en la que él estaba muy atrás y
vio el centro que le hizo el siete y cómo despejó el cancerbero con los puños y
se armó el barullo delante de la portería y llevándose la pelota con habilidad,
fintando a un lado y a otro chutó con la zurda y goooool. Se pone un poco de perfume
y se va caminando mientras escucha a su madre decir algo como que no vuelvas
tarde a casa que tu padre se enfada y te comes fría la cena, que hoy hay algo
especial... Se aleja pensando en lo de los goles y aquel señor amable que, al
terminar el partido, le dijo chico eres un fenómeno, sigue así y llegarás a ser
alguien en el fútbol el día de mañana...
7
Debía levantarse, continuar la
lucha antes de que todo estuviera más oscuro, antes de que se hiciera más
tarde. Aunque ya era tarde y, sin embargo, continuaba de bruces en el suelo con
el relente que estaba cayendo y podía coger frío, ahora que el catarro ya
estaba curado. Anochecía de forma remisa y Venus lucía al Este, con las últimas
lumbres del ocaso que tintaban el horizonte de añil. No entiendo cómo no han
venido a ayudarme, no me habrán visto. Si no fuera por esta maldita flecha que
me atraviesa el pecho caminaría hasta el campamento. Silbaré para que vuelva mi
caballo. Es extraño, pero nunca había visto un fulgor igual en las estrellas...
Lucilia debería estar ahora conmigo. Todo permanecía en quietud y sólo los
grillos rompían el manto sigiloso. La Osa Mayor comenzó a tomar posiciones en
el alto cielo y la última luz se esfumó, pero pronto estaremos en Roma, sino
fuera por esta flecha fastidiosa. Ya puedo ver las techumbres relucientes de la
ciudad y se aprecia el eco de las voces, allí están los ciudadanos romanos, las
matronas y las cortesanas, las calles llenas de muchedumbre, el saludo a los
soldados heroicos que defienden el imperio. El pueblo vocifera jubiloso
mientras nos acercamos por la vía Sacra hasta el Capitolio para agradecer a
Júpiter por su poder, a Marte por su protección, ¡Ave César! ¡Viva Roma! César
Augusto nos aguardará erguido y saludará brazo en alto: ¡Viva el Imperio! ¡Arriba
Roma, valerosos guerreros! En una tribuna me aguardarán impacientes, mientras
termina la ceremonia, mis padres, mi hermano, el senador Juliano Caleno y
Lucilia con sus padres y su hermano. Anco Marcio me estará señalando con el
dedo ante sus conocidos y les dirá, orgulloso, ese coronel es mi yerno, ese
enhiesto jinete y valeroso soldado. Mamá estará intranquila hablando todo el
rato sin parar y al verme me dirá que estoy más delgado, que ahora lo que tengo
que hacer es comer y reposar algún tiempo en nuestra villa de las afueras para
reponer fuerzas. Papá Cornelio, con su voz ronca, me referirá lo contento que
está de mí y me abrazará fuertemente. Todos querrán estrecharme entre sus
brazos y besarme. Juvencio pedirá que rápidamente le relate, con todo lujo de
detalles, como ha transcurrido mi estancia en tierras bárbaras. Lucilia solo me
mirará. Me observará sonriente y yo veré en sus ojos toda la luz de la mañana.
No dirá nada con sus labios rojos, pero me hablarán sus pupilas y me sentiré
cansado, cansado... como ahora.
8
Llega Pepe y son cinco a la mesa.
Trae el frío de la calle tras de sí y un chorro de aire glacial inunda la
habitación. Pepe investiga, ausculta el ambiente, se siente ufano y deja
entrever que ni le van mal los asuntos con su novia, porque últimamente pasa
algunas noches con ella. Se mete en su dormitorio y vuelve comiendo un
bocadillo de chorizo o longaniza, embutidos que suele traer cuando baja al
pueblo, y ya no dejará de roer hasta la hora de acostarse. La noche es
invariable para el quinteto mientras fuera crece el silencio y el ronroneo de
la ciudad se hace un mustio ronquido. Pasan las horas jugando al Mentiroso y
también pasa la vida de puntillas.
Carmelo aparece como un fantasma,
casi nunca está en el piso y pocas noches juega. El resto, Juan, el Guti,
Antonio, Agustín, Pepe, cierran el círculo, y ríen y ríen aislados del mundo.
Juan fuma hundido en su sillón y habla impostando la voz para decir este Mentiroso
lo gano yo. Antonio se sonríe mientras ojea una revista y refiere que este tío
la tiene más grande que tú, apuntando con la vista hacia Pepe que mordisquea su
bocadillo. Carmelo mete prisa porque quiere acostarse temprano, aunque sean las
cuatro de la madrugada. Agustín vuelca el cubilete sobre la mesa y vuelve a
decir ¡Doble pareja de ases-damas! Están pegados a la realidad, como una
estampilla a un álbum de cromos.
Y pensar en decir pocas cosas,
pero con acierto, lo de siempre, vamos, el llanto y la risa, un proceso idílico
de narración infinita, la intersección de diferentes planos que coinciden en un
punto único, los cuentos cotidianos del día a día. Y partiendo de todas esas
cuestiones que ocurren en mi cuento, de todos los cuentos que se dan en el
cuento, yo soy el cuento.