El mote era la herencia de su tez moruna y el único nombre por el cual le conocíamos. Alto, corpulento, con un ojo nublado, era huérfano de un comerciante y su madre había modelado en él una mezcla de dandismo y aristocracia que lo distanciaba de las gentes del barrio, a la vez que provocaba irrisión y burlas entre la muchachada y más de una trifulca. Desaparecía durante un tiempo para aparecer de nuevo con una puesta en escena que se antojaba más sofisticada y peripatética que la anterior. Atraía mi atención porque parecía un personaje colocado en un escenario equivocado.
Un día lo descubrí, pasados los años, en una zona deprimida de la ciudad. Sostenía un bebé entre sus brazos junto a una mujer mal vestida y algo estrambótica. Y volví a pensar que, otra vez, estaba fuera de lugar como si ese fuera su sino.