Hombre con un estricto sentido del cumplimiento, cada vez que pasaba un entierro por la puerta de su taller, se despojaba de su bata blanca y dejaba la tarea para acompañar al finado hasta el límite de la población donde se despedían los entierros, fuera o no conocido difunto. Hábil relojero su verdadera destreza, casi virtud, residía en poner a funcionar todo tipo de relojes, incluidos aquellos que volvían a dar la hora con menos piezas que las que componían su mecánica original.
La historia me vino a la mente el día que leí el Principio de Equivalencia y curvatura del espacio-tiempo de Minkowski que refería que «a partir de ahora el espacio por sí mismo, y el tiempo por sí mismo están condenados a desaparecer como meras sombras y sólo una cierta unión de ambos preservará una realidad independiente».
Para Pangayo fabricar relojes vacíos de mecanismo y que dieran la hora hubiera equivalido a encarcelar el tiempo curvo en una esfera de reloj.