La excelencia en la escritura es un acto y siempre es el momento de actuar.
Dignidades
27.4.23
Etiquetas: acto, aforismo, escritura, excelencia
Estancados
26.4.23
Etiquetas: aforismo, despropósito, mundo
Secundario
23.4.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Invariables
17.4.23
Etiquetas: aforismo, avanzar, movimiento, pensar
Gramática salvaje
16.4.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Embebedores
15.4.23
Etiquetas: actualidad, aforismo, anulación, succionar
Resbaladizos
14.4.23
Inauditos
13.4.23
Etiquetas: aforismo, desconcierto, futuro
El patio de los ahorcados
12.4.23
De niño, curioseábamos por las tapias del cementerio y recorríamos sus patios luminosos llenos de flores secas, mustias o frescas todavía tras un reciente sepelio. Mirábamos las fotografías en blanco y negro o sepia, con los rostros de los difuntos cuando eran seres vivientes. Nos deteníamos a cuchichear al reconocer el retrato de algún personaje adherido a la lápida o sabíamos de alguna tragedia ocurrida por la que dejó de existir.
Debatir sobre la muerte causaba, en nuestras cabezas infantiles, un efecto de temor por qué dios nos esperaría en el más allá, y de incomprensión e indolencia al no ser ningún familiar o persona conocida.
Especialmente desconcertante nos parecían los fallecimientos de los niños atropellados, caídos en lugares mortíferos o víctimas de enfermedades incurables, por las que cruzábamos los dedos para que no nos tocara padecerlas en suerte.
Pero la expedición al camposanto tenía dos puntos de observación macabros: la sala de autopsias y los terribles manejos forenses con prácticas descuartizadoras de cuerpos, en la búsqueda de la verdadera causa del óbito y, por supuesto, el patio de los ahorcados, cerrado por una gruesa puerta metálica y que, para observar su interior, debíamos escalar las encaladas paredes.
Una vez encaramados arriba del muro siempre me invadía la tristeza. Era un espacio desahuciado de flores y más bien oscuro, donde suponíamos que estaban las personas que se ahorcaban, las que se envenenaban, se desangraban o se despeñaban por un tajo.
Parecía como si estuvieran castigados para que nadie pudiera ver el terrible delito de haber decidido morir, y que no lograron hacerlo sobre sus vidas.
Igual todas las personas llevamos un suicida hibernado dentro de nosotros como nos recuerda el filósofo Émile Cioran: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la idea del suicidio, si no fuera por la posibilidad del suicidio, ya me habría matado».
Etiquetas: ahorcado, cementerio, historias, reflexión
Restando
11.4.23
Etiquetas: aforismo, conocimiento, saber
Combinatoria
10.4.23
El resplandor del oro no: el brillo en la mirada, el destello en la sonrisa, el fulgor en lo amistoso.
Domingo de resurrección
9.4.23
El timbrazo repentino la sacó del sopor transoceánico del almuerzo.
Abrió la puerta para encontrarse con un rostro joven de mujer, bastante
arreglada y que sostenía una carpeta bajo el brazo. Seria, elegante, el pelo
recogido y una actitud de serena firmeza en su mirada.
—Dígame que quiere —la interrogó.
—Buenas tardes. Vengo porque es la fecha según queda
registrado en la póliza.
—¿La póliza?
—Sí, la de doña Lucía Salmerón.
—¿La abuela? ¿qué le ocurre a la abuela?
—Es el día fijado y acudo a realizar el papeleo.
—¿Qué momento?
—Bueno —carraspeó—. El momento del sepelio. Lo siento.
—Pero, cómo… —balbució desconcertada, pensando a la vez si
sería una broma o estaba ocurriendo en realidad.
—Ya sabe, hay que hacer los trámites. Decidir si quieren
enterramiento o incineración, el tipo de féretro, si van a querer que la
arregle la tanatoesteticista…
—Pare, pare, pare, ¿me habla del entierro de la abuela? Si
está ahí tan tranquila sentada en el salón, viendo la tele.
—Ya, lo siento mucho y la acompaño en el sentimiento, pero
le ha llegado su hora.
—No puede ser, esto es un programa de esos de cámara oculta,
¿verdad? —y miró confundida en derredor.
—Tranquilícese, entiendo que es doloroso, si bien todas las
personas tenemos nuestro día señalado.
—Mire, no sé si reír o llorar o lanzarla a usted por el
hueco de la escalera —manifestó irritada.
—Solo he venido a que firme estos papeles, es un puro trámite,
aunque sea la muerte de su abuela.
—Es mi madre, tiene noventa años y está vivita y coleando. Y
usted se la quiere cargar.
—No se equivoque señora —indicó subiendo en tono—. No quiero
matar a nadie, simplemente cumplo con mi trabajo y aquí dice que doña Lucía
tiene que fallecer hoy.
El texto de la vida se reveló antes sus ojos y se dejó
vencer por una sensación como de torbellino cuya gravedad te hunde en su
agujero, mezclándose lo real y lo soñado de quien no entiende muy bien por qué
cuesta tanto despertar.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Intentonas
7.4.23
Etiquetas: aforismo, espontaneidad, intento
Corchete
6.4.23
Etiquetas: aforismo, conocimiento, ignorancia
Encandilarse
4.4.23
Etiquetas: aforismo, asombro, deslumbrar, saber
Vaticinadores
3.4.23
Miro hacia el horizonte y no veo otra cosa que el infeliz destino de la humanidad.
China market
2.4.23
A falta de ideas y la urgencia entregar el cuento, el escritor acudió a su máquina de inteligencia artificial y le pidió que continuara la historia. «Está bien le dijo. Aquí va mi narración». Y la máquina comenzó a escribir:
Él se quedó asombrado ante aquella confesión. ¿Cómo era posible que alguien estuviera atrapado en un establecimiento durante tanto tiempo? ¿No había nadie que la echara de menos? ¿No había intentado escapar por alguna ventana o puerta trasera? Le hizo todas esas preguntas y ella le respondió con voz temblorosa que no sabía nada del mundo exterior, que solo conocía el China Market, el enorme bazar donde vendían todo tipo de productos orientales.
Le explicó que un día, cuando tenía diecisiete años, entró en el comercio buscando un regalo para su madre. Se sintió atraída por la variedad y el colorido de los objetos que había en las estanterías. Empezó a recorrer los corredores sin rumbo fijo, admirando las porcelanas, los abanicos, los kimonos, los inciensos... Se le pasó el tiempo volando y cuando quiso darse cuenta ya era de noche y el negocio estaba cerrado.
Entró en pánico y buscó alguna forma de salir, pero todas las puertas estaban cerradas con llave y las ventanas tenían rejas. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie la oyó. Pensó que al día siguiente alguien vendría a abrir el almacén y la encontraría allí. Pero eso no ocurrió.
Al día siguiente, cuando se despertó en un rincón del alamcén donde había pasado la noche, vio que el local estaba lleno de gente. Clientes y empleados iban y venían sin prestarle atención. Ella intentó hablar con ellos, pedirles ayuda, explicarles su situación. Pero nadie la escuchaba ni la veía. Era como si fuera invisible.
Así pasaron los días, las semanas y los meses. Ella seguía atrapada en aquel lugar, sin poder comunicarse con nadie, sin poder salir de allí. Se alimentaba de lo que encontraba en los estantes: galletas de arroz, té verde, frutos secos... Se vestía con la ropa que había en las perchas: vestidos de seda, pantalones de lino, chaquetas de cuero... Se entretenía leyendo los libros que había en las mesas: novelas de amor, cuentos de hadas, biografías de famosos... pero nada de eso le hacía feliz. Lo único que quería era salir de allí, volver a ver a su familia, a sus amigos, a su novio... y no sabía cómo hacerlo. Había perdido toda esperanza, hasta que él apareció.
Él era un joven periodista que había ido al China Market para realizar un reportaje sobre el aumento exagerado de venta de kimonos. Estaba entrevistando al dueño de la empresa cuando vio a la chica llorando. Le llamó la atención su aspecto triste y solitario. Se acercó a ella para preguntarle qué le pasaba y se sorprendió al escuchar su historia. Él fue el primero que la vio y la escuchó después de tanto tiempo. Él fue el primero que le creyó y le ofreció su ayuda. Él fue el primero que le devolvió la esperanza.
Le dijo que no se preocupara, que él iba a sacarla de allí, que tenía una llave maestra que abría todas las puertas de la gran superficie, y que lo esperara mientras él terminaba su entrevista con el dueño. Ella le miró con incredulidad y gratitud. No podía creer que por fin alguien la pudiera sacar de allí.
FIN
Al terminar le preguntó: «¿Qué te ha parecido mi cuento?». Pensó en contestarle, una porquería, pero se aguantó las ganas de teclear su pensamiento. Solo se trataba de eso, terminar el cuento.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Genialidades
1.4.23
El genio de la creatividad reside en la libertad de hacer lo que quieras, sin detenerse en reglas o bendiciones académicas.
Aballares
30.3.23
Etiquetas: aforismo, esclerotizar, esquemas mentales, ideas
Ausentado
29.3.23
Etiquetas: aforismo, desvanecer, perdido
Sacapuntas
26.3.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Disipados
24.3.23
Etiquetas: aforismo, desaparecer, eternidad, hermosura
La nervadura del tiempo
23.3.23
Etiquetas: aforismo, apego, entusiasmo, tiempo, voluntad
Errados y libérrimos
22.3.23
¿La libertad consiste en tomar un máximo de decisiones, la mayoría de ellas equivocadas?
Etiquetas: decisión, equivocación, libertad, preguntas
Faena
19.3.23
Al sacar el ataúd del coche fúnebre una mujer gritó: «¡A
hombros! ¡Que lo lleven a hombros!». Cinco hombres cargaron con el féretro y
algunas miradas, en aquel momento, se dirigieron hacia él, cuya presencia era
circunstancial tras detener su paso por respeto en el encuentro con el grupo de
acompañantes del entierro. Entendió que se trataba de un deber cívico ayudar en
la carga del finado mientras recordaba ese pasaje de los evangelios que
menciona el reclutamiento de un campesino que, cuando volvía de su trabajo, se cruzó
con unos condenados que caminaban hacia su crucifixión, y fue obligado a cargar
con una gran cruz sin beberlo ni comerlo.
El compañero con el que se emparejó para llevar la caja al ser de menor altura que la suya, le provocaba un desollamiento en su hombro tras cada traqueteo, mientras que los pies de quien le seguía en la fila le pisaba los talones. «Estas cosas deberían tener un ensayo previo», pensó gritar en medio del silencio solo interrumpido por algunos sollozos de los familiares.
Para más inri, el plano inclinado del cajón hacía que cada giro hacia la derecha dentro del camposanto, provocara un desplazamiento del cadáver hacia su lado, golpeando la madera con tal sensación que sentía como si llevara al fallecido sobre sus espaldas. Ahora entendía aquello de pesas más que un muerto que le decían siendo un niño crecidito.
La situación empeoró cuando hubo de bajar una rampa bastante
inclinada con un giro hacia la izquierda hasta llegar a un nuevo patio del cementerio.
Recordó, en ese momento, la cita de esa tarde con unos amigos, algo que le
alivió de su pesada carga.
Apretó los dientes antes de enfilar un ligero repecho y por fin pudo divisar la sepultura donde un operario preparaba los materiales para sellar el nicho. En ese instante los presentes comenzaron a tocar las palmas. Entendió que era una ovación al esfuerzo realizado y apenas se desprendió de su misión de cargador, comenzó a hacer genuflexiones ante el público asistente.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Aburriciones
16.3.23
Pensé en aburrirme hasta el infinito y luego fue el infinito el que se aburrió de mí.
Impulsos
14.3.23
Más allá de tener una actitud positiva o negativa ante la vida está el hecho de tener humor y alegría.
El gorrilla
12.3.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Escucharse
11.3.23
Por no escuchar los buenos consejos que nos damos ponemos excusas para seguir malgastando el tiempo.
Adecuados
10.3.23
Lo correctamente político es la hipocresía de los indignos.
Etiquetas: aforismo, correcto, hipocresía
Bálsamo
6.3.23
En este mundo hay que tener un humor lo suficientemente desinhibido como para que nos alivie de todas las calamidades.
El veneno de la salamanquesa
5.3.23
La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó
la lengua para lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo
que le pareció infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como
hipnotizada por el tedio de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del
mundo e inerte durante horas y horas, meditaba la absurda naturaleza de su
existencia, emparentada con los vestigios más lejanos de la vida, desabastecida
de admiración y condenada a su repugnante condición de saurio. Y más allá del
desafecto adquirido por su forma de ser, la inquietante soledad de su
meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.
«Mordedura
de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y madrecita del
alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces que me
has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un
nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no
se note la copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te
soporte tanto como tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en
nuestras cosas pequeñas y en las horribles muestras de sinceridad. Que tu
sonrisa me lave por la mañana y que tú, virgencita, me compongas el ánimo al ir
a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que no me faltes, con tu carita de
ángel recién lavada y tu acento de azucena».
Miró hacia
atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que traspasara
su nuca, un dolor crónico del paso de tiempo humedecido. Agachó la cabeza y
entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco
formado en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de
vivencias pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió,
que cada escalón había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo
pesar. Recordó aquel sueño que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma
aparecido de su padre, «a arrancar esparto», una forma de indicarle «vete al
infierno y que Dios no te haya perdonado por todo lo que nos has hecho pasar».
—¡Mata el bicho! —y el primer escobazo sonó zas contra la
pared encalada. La salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el
dédalo del destino nuevo e imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina
para zafarse de sus agresivos perseguidores, hundiéndose en la frontera de la
luz y desapareciendo como para sus adentros.
—Has fallado —farfulló irritada la niña.
—Ha sido por tu culpa —replicó el desatinado cazador excusando
su ineptitud pueril que con los años sería una cualidad personal.
—Otra vez lo hago yo, torpe —le reprochó Lucía, con ese
enojo de muñequita linda y rubia que aparentaba y los rizos colgando por el
cuello. La puesta en duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron
en Daniel una animosidad de gallito impúber, en tanto su redonda y mofletuda
cara enrojecía y se hinchaba, y con actitud amenazante de escoba, le espetó un
a que te doy. Terció, en ese momento crispado de la discusión, un timbrazo seco
y largo, cuyo eco arrastró el ring por el corredor de la casa hasta donde contendían
los niños extinguidores de animales, y su sonido fue como la convocatoria de
una diana. Una disputada carrera de codazos y empellones, descolocando muebles,
precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la puerta de la casa para
descorrer el pestillo.
La figura alta, de oscura
delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar, presentó a un hombre
treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se abalanzaron sobre él
para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja de niños
esbozando una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad las
estrellas sujetas a sus hombreras rojas y en actitud protectora interrogaba a
sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un
corredor laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos
y muebles de presencia barroca y de mal gusto.
Los tres se sentaron a charlar
sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía sus brazos estirados sobre los
hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal que descargaba todo su
traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los ratos oscuros
de vacía soledad. Daniel se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser
visto y Lucía se arrebujaba cariñosamente contra su padre.
—Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes
paseos —decretó Germán con voz solemne—. Después iremos a visitar a los
abuelos.
—Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la
bóveda del terror − rezumó caprichosa Lucía.
Daniel que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales
imaginaba la cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba
con la misma familia de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero
también pensó que quizás en el mar hubiera otras especies acuáticas más
llamativas y se le ocurrió decir:
—También podríamos ir al mar y visitar a mamá.
La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la
habitación. Lucía estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su
padre que se incorporaba la frenó.
—Te he dicho muchas veces Daniel − pronunció con empaque y
solemnidad Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es
dejarla que viva a su aire. Podría estar aquí si ella quisiera... —Y las
últimas palabras ya sólo sonaron en su pensamiento: «pero es un mal bicho y
tiene que morirse aplastada».
Rosario levantó la cabeza para
mirar el televisor por encima de la luz concentrada de su lamparilla, en un
reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla iluminada. «¡Qué guapo
es!», pensó entristecida chupando el aire a su interior, mientras distraía su
concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes
imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más
la celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? «Este verano pasa
de celulitis. Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta».
Desconectó su atención de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la
tarea de pasar la aguja enhebrada por el tejido roto.
Sobre el aparador fotos antiguas
devolvían su imagen más joven, más enigmática, más alegre. Rostros que se
mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en decorados distintos, casi
ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo el signo de lo
irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria, distraía
las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión doméstica
de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad.
Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad
oscura, pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de
entuertos y abogada de los sentimientos que por poderle a veces se la comían.
Recluida en
su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían benefactora
pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos hijos.
—Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta —se
lamentaba Rosario—, todo fue preparado para que el magistrado dijera su
veredicto a favor de mi marido. Gemir en silencio fue lo que hice, después de
envenenar a los niños con artimañas. En privado Luis me pidió que volviera con
él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a ser su fregantina, la señora
de un militar domeñado por una madre que mandaba en su
apocado hijo como si fuera un general.
Liliana y Miguel mantenían presta
la atención, como en confesión, en el relato de Rosario. —Me acusó de ser una
puta, de tener varios padres para mis hijos, como si fuera una cualquiera que
recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el juez le creyó,
le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me tildó de salamanquesa
que escupía veneno.
—Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo
supersticiones populares que no tienen fundamento alguno —replicó Miguel—,
además de que su efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de
insectos la casa.
Luego permanecieron mudos los
tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la complacencia de la
pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida en los
recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.
«Hola Lucía, soy mamá...Cómo van
tus clases de danza... ¿Sí?... Yo estoy bien, guapita. He encontrado un trabajo
y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si vienes con tu hermano en
vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace ahí?… ¿Frío?… Aquí
tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro padre a la
montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga... ¿Cómo
estás Daniel?... Discutes con Lucía... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y
tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No
tengo ningún novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».
—Mis hijos ya no son mis hijos —les sentenció a Liliana y
Miguel—, él se ha encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó
para arrebatármelos. Soy para ellos un ser despreciable y monstruoso que los
emponzoña si los toca y mi cariño no deja de ser inofensivo. Cada vez que los
busco los traslada de un lugar a otro para evitar que los encuentre. Pero sé
que me quieren, sobre todo Daniel, mi pequeño desvalido, él me sigue adorando. Lucía
en cambio cada vez pertenece más a ellos, a su padre y sobre todo a su abuela
que la adoctrina en esos terribles modales para convertirla en una señoritinga.
Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los encierro en mi corazón.
«Ay ánimas del purgatorio que no
me falten las fuerzas, que mañana despierte cuando el sol me salude, que vele
el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina con la sal y el perejil,
con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los imposibles dame
fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio, cara de
rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le
gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo
Socorro alíviame esta tristeza».
Lanzó un
suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos ojillos fijos
como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina traslúcida
que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e
inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas
con un chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla
salir de su receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas,
sórdidas. Abandonó la oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al
sujetarse en la superficie lisa, fue a establecerse sobre el ángulo de la
habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó inmóvil, petrificada frente
a la vertiginosa velocidad de los seres cambiantes.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
La mochila existencial
3.3.23
El primer viaje lejano que realicé con mis hijos, aún pequeños, fue calificado por algunos conocidos como de «una locura». Expliqué entonces que, para mí, lo disparatado era marcharme sin su compañía.
Siempre recuerdo con agrado los tres meses de verano que, con siete años, pasé junto al mar en una casita de pescadores alquilada por mis padres. Es una imagen que llevo conmigo a igual que otras tantas cosas vividas en común. Experiencias pegadas a la piel del alma que son mi valiosa herencia inmaterial.
De ahí el empeño en dar a mi pequeña tribu el mismo legado de emociones, recuerdos y sensaciones que los que yo recibí porque sé que, donde vayan y donde estén, viajarán con ellos. Así que mi inquietud, con acierto o error, ha sido cargar de ese patrimonio su mochila existencial.
Etiquetas: análisis, existencia, historias, mochila, reflexión
Interrogativos
1.3.23
Etiquetas: interrogación, interrogar, preguntas
Desenlaces errados
27.2.23
Etiquetas: aforismo, conclusión, erróneo, solitario
Custodio
26.2.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Combinaciones
25.2.23
Etiquetas: aforismo, combinación, corazón, mente, sexo
Trajes
24.2.23
Etiquetas: aforismo, palabras, vestimenta
Apaciguamientos
23.2.23
La impaciencia nos mata y la prisa nos remata.
Etiquetas: aforismo, impaciencia, prisa
Cinemática
21.2.23
Etiquetas: aceleración, aforismo, calma, velocidad
Desolaciones
20.2.23
Relatora
19.2.23
La escritora padecía una afonía en su voz narrativa y por eso todos sus textos resultaban ser tan roncos.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Sublimaciones
16.2.23
Etiquetas: alma, conciencia, preguntas, transmigración
Competiciones
15.2.23
La vida es una contrarreloj frente al tiempo.
Etiquetas: aforismo, contrarreloj, tiempo, vida
Deferencias
13.2.23
Siempre somos suposiciones de aquello que no fuimos.
Etiquetas: aforismo, ser, suposición
Gastronomía verbal
12.2.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Prótidos
10.2.23
Etiquetas: aforismo, inteligencia, lectura
Atosigadores
9.2.23
Forenses
8.2.23
Emanaciones
7.2.23
Etiquetas: efecto, irresoluto, preguntas, réplica
Un ladrón en bicicleta
5.2.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Surtidor
4.2.23
Si leo algo que me gusta, palidezco y reflexiono sobre lo creado que ha sido arrebatado de mi inventiva. Afortunadamente la creatividad es una fuente incesante.
Etiquetas: aforismo, creatividad, inventiva
Averiguamientos
1.2.23
¿Interrogarse a sí mismo es una pregunta retórica?
Etiquetas: interrogar, preguntas, retórica
Patrones de pensamiento
31.1.23
El aforismo no es una frase: es una estructura mental característica. Por ello hay quien piensa en aforismos.
Etiquetas: aforismo, estructura mental, frase, pensar
Lectoría
30.1.23
Las lecturas de libros son estimulantes; la lectura del mundo es reveladora. Por eso leer nos significa.
La guerra que viene
29.1.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Sin dilaciones
27.1.23
Etiquetas: aforismo, existencia, pulso, vivencia
Instigaciones
26.1.23
Etiquetas: aforismo, pensamiento
Latentes
25.1.23
Alienígenas
24.1.23
Etiquetas: extraterrestre, pensamiento, planeta, reflexión
Imperfectivos
23.1.23
Somos copias imperfectas de quienes nos precedieron.
Etiquetas: aforismo, copia, imperfección
Clave de sol
22.1.23
1
Andrea
posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los
ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño,
cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de
arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número
uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo.
Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos
rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con
desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin
encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se
vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía
ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada
ausencia de las manos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las
lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa,
escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.
2
Andrea
se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol
mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde
anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su
pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo
resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad
resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de
aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio dietario lo
custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano
Petrof y la vidriera por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban
todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones
y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de
hormigón. En los últimos días estuvo glosando como amanuensa embelesada, el
sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel
Manuel caminando entre ella y su jaqueca por el parque de mordentes florecidos,
frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La muchacha apuntaba en el diario
todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y
de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla
de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del triunfo y
portando exquisitos trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los
hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás
también como una bailarina esbelta o una cantante reputada que arrastraba a las
multitudes tras de sí.
3
La
tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales
del aire. La migraña quieta en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas,
negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba
ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus
dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se
acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a
Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su
radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos sus cuatro primeros
amoríos, que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que
arruinaban su libérrima alma. El amor era para Andrea una bagatela, algo
friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta preparada para ser
consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora joven de apuestos paladines
que consumía a sus enamorados con la fiebre de quien devora una ilusión,
buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no
vendrá, pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella
causa de anclaje a sus conquistas pues no bebía de un afecto más exquisito que
aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un
ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de intérprete indolente,
percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.
4
Eduardo
Jorge fue el amor del pavo. El galante iniciático que palideció su vida entera
y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella la
sublime ternura de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser la pasión iniciática
que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus
sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento, de la empalagosa
descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones
con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco
templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La
niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que
fue enterrando un prometido tras otro.
Gustavo
Luis fue la segunda de sus parejas. Se encariñó con él porque le recortaba
ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más
de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido
rosa. Además, se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las
líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo
y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en
televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le
plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo deportista que
masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en
época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le
confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su
migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus
sueños de fiesta y sus utopías de nena consentida. Víctor Alfredo sólo vivía
para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana
y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las hemicráneas, inventando
dolores imaginarios y pesadumbres ilusorias. Pero a pesar de la esquiva
atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil
se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por
eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada
hercúlea con alma de atleta cibernético. Con él disfrutó de los besos
desdeñosos y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca
atendió a su hermosura de sensible concertista ni a su cariño de cuento de
hadas.
5
Guillermo
Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de
motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura
masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato.
Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una
familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de
segunda fila que tanto le satisfacía practicar. Guillermo Pablo hizo como si
comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las
migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente fantasiosa y fisonomía
de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los
defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los
ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea
aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y
dominante que la castigara las tardes de jaqueca insoportable, que le
respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el
fondo de sus ojos claros, tratando de domesticarlo.
6
Andrea
soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban
ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el
registro más agudo del éxito, donde acompañada de su migraña actuaba como
admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la
emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía
colocada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y
tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la
musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios,
cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas,
contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea en el piano tocaba
el Preludio número uno en do mayor de
Johann Sebastian Bach y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas
en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Serenata número trece de Wolfgang
Amadeus Mozart y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado.
Apenas hacía sonar las primeras notas del Sueño
de Amor de Franz Liszt y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las
marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la
sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano
por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones perdidos. Y si
practicaba el Canon en re mayor de
Johann Pachelbel, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana,
como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea
pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el
parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las
flores del aire y de las flores del acorazonadas. Ociosa al mundo que la
rodeaba, Andrea contaba entretenida los hombres que asesinó con sus pasiones
pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora
estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la
llegada de la menopausia.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Inéditos
20.1.23
Los errores de la Historia siempre son nuevos y por eso no hay memoria que los pueda evitar.
Adagio del caminante
19.1.23
—Dónde vas?
—Donde me lleven los pies.Etiquetas: aforismo dialógico, caminar