Garabatos

22.10.25


La escritura manual confiere a quien la practica el papel de amanuense de su propia vida. Mirar la caligrafía de otros es como asomarse a la respiración de su alma. Cada letra, un latido; cada trazo, un temblor del ser sobre la página. Pero esa experiencia se ha ido desvaneciendo, convertida en fósil desde que los ordenadores asumieron el oficio de taxidermistas de la grafología.

Donde antes el pulso dejaba su huella, su vacilación, su impulso, su herida del pensamiento, hoy gobierna la practicidad perfecta de las grafías, porque las letras ya no brotan, solo se plasman. Y así, el texto se vuelve un cadáver elegante sin voz ni tacto.

Escribir a mano era un acto de encarnación donde la tinta se confundía con el pulso de la mano y el papel era la piel donde quedaba inscrito el instante. Ahora, frente a la pantalla, la palabra ya no nos toca y somos ecos uniformes en una tipografía sin cuerpo, fantasmas que escriben sin dejar su impronta personal.



Entre dos corazones

21.10.25


A veces sentimos que vivir plenamente es un acto de equilibrio delicado y nos da por abrirnos a los demás, entregarnos, amar y conectar con intensidad, pero también anhelamos protegernos, mantener nuestra paz y cuidar nuestra felicidad personal. Es como si nuestro corazón tuviera que dividirse entre dos funciones, la que nos permite sentir sin miedo y la que nos resguarda del dolor.

La vida nos enseña que entregarse implica vulnerabilidad. Amar con sinceridad significa exponerse, arriesgarse a la decepción, a la pérdida, a la herida. Pero vivir únicamente para protegernos, estando cerrados, insensibles y prevenidos, nos priva de la riqueza de las emociones profundas, de la magia de los vínculos auténticos, de la intensidad de los afectos que nos hacen sensiblemente humanos.

Encontrar el equilibrio no es fácil, pero es posible. Significa aprender a cuidar nuestra felicidad sin renunciar a la cercanía, a la confianza y al amor. Significa poner límites cuando es necesario, elegir con quién compartimos nuestro corazón, pero también atrevernos a sentir, a emocionarnos y a conectar genuinamente con esas personas.

Vivir entre dos corazones, entonces, no es una fantasía imposible. Es la habilidad de protegernos sin dejar de amar, de conservar nuestra serenidad mientras nos abrimos a los demás, de ser conscientes de nuestra vulnerabilidad sin permitir que nos paralice. Es aprender a dosificar, a equilibrar la entrega y la reserva, la pasión y la prudencia.

En este equilibrio radica la plenitud de vivir con intensidad sin perderse en el riesgo, amar sin renunciar a la propia felicidad, y descubrir que la vida más rica es aquella en la que nuestros dos corazones, el de la prudencia y el de la entrega, laten juntos en armonía.


Acelerados

20.10.25



Cada salto generacional parece más radical y extremo que el anterior. Entre abuelos, padres y nietos se abre una distancia que ya no mide solo el tiempo, sino la velocidad con que se asimilan las nuevas herramientas. En pocas generaciones se ha pasado de escuchar la radio y cuidar con esmero el tocadiscos, a rebobinar casetes, a navegar por catálogos infinitos de música digital, que se actualizan antes de que terminemos una canción, prisioneros de la abundancia.

La escritura también se ha comprimido hasta volverse casi fantasmal y del garabateo manual se saltó al teclado metálico, del procesador de texto al archivo que se desvanece en la nube, para acabar en la autoedición instantánea. Lo que antes era un oficio paciente, lineal y lento, se ha convertido en un vértigo de novedades que mueren al nacer, incapaces de dejar huella en el tiempo que las devora antes que se vuelvan obsoletas e incomprendidas.

Hartmut Rosa llamó a este fenómeno aceleración social, una expansión de la vida que no amplía la experiencia, sino que la fragmenta. En la prisa por conectarnos, dice, nos alienamos del mundo y de nosotros mismos. Frente a esa pérdida, su propuesta de la resonancia busca reencontrar una relación sensible con lo que nos rodea. Otros pensadores coinciden en la urgencia de reconstruir vínculos significativos, de volver a un ritmo donde la existencia pueda sentirse y no solo medirse.

La generación actual, perdida en ese vértigo perpetuo, debería aprender a demorarse en los márgenes. Quizás el sentido no esté en correr más rápido hacia ninguna parte, sino en volver a oír ese eco que es el rumor del mundo que aún quiere hablarnos antes de que el ruido de la velocidad lo borre para siempre.



Un sueño recurrente

19.10.25


Acudía siempre a ella la misma pesadilla. Algún episodio de su vida ya superado, pero que resultó estresante, volvía a aparecer y ella estaba atrapada en mitad de aquel escenario, angustiada porque no podía estar volviendo a suceder.

Laura Méndez, era una profesora cuarentona de Lengua y Literatura que trabajaba en un instituto público y compartía su vida con Iván, un músico que solía componer de madrugada. Aquellas noches en que los acordes del piano la despertaban, Laura se quedaba inmóvil, intentando distinguir si lo que la había sobresaltado era el sonido del instrumento o el eco del sueño.

El escenario onírico variaba poco. Un aula vacía, un examen olvidado, un amor juvenil que la miraba desde el pasado con reproche. Todo parecía un bucle sin salida, una repetición absurda de lo que creía enterrado. Sin embargo, cada mañana, al despertar, sentía que algo del sueño se había filtrado en la vigilia, como una mancha de tinta en las páginas de su presente. Iván decía que los sueños eran solo ruido del cerebro y ella sospechaba que eran mensajes del tiempo, recordatorios de lo que aún no se había perdonado.

Otra noche más, Laura volvió a soñar. El aula estaba vacía como siempre, pero sobre la pizarra alguien había escrito con tiza la palabra ‘Despierta’. Avanzó entre los pupitres, notando que el suelo se ondulaba como agua bajo sus pies. Afuera, por las ventanas, no se veía el patio del instituto, sino un paisaje que no conocía. Era un campo cubierto de partituras flotando al viento. Reconoció una melodía. Era la que Iván solía tocar en la habitación contigua. Se acercó a una de las hojas y la tomó entre las manos. Las notas comenzaron a brillar, y de pronto, el aula se transformó en una vasta laguna iluminada por lunas.

Laura se vio a sí misma en la superficie del agua, pero no era la mujer de ahora sino aquella niña que había sido, la que temía fallar, la que aún no sabía perdonarse. La pequeña le sonrió y susurró que aquello no estaba pasando, que era un recuerdo enquistado. Entonces todo se disolvió en una claridad sin bordes. Cuando despertó, Iván dormía a su lado y el piano mudo. En el silencio, Laura comprendió que la pesadilla había terminado: el sueño la había devuelto al origen para dejarla, por fin, en paz o no.


El ejercicio fútil de la existencia

18.10.25


El ser humano contemporáneo siempre en tránsito, siempre entre lo que fue y lo que vendrá, sin llegar nunca del todo a habitar el presente. Vivimos empujados por la inercia del tiempo. Miramos hacia atrás con nostalgia y hacia adelante con ansiedad, como si en alguno de esos extremos se escondiera el sentido. Pero lo cierto es que, al movernos entre ambos, perdemos el punto de apoyo que nos sostiene: el ahora. El eterno retorno de Nietzsche es eso, la idea de afirmar el instante presente como si lo eligiéramos para siempre, porque solo entonces la vida deja de ser repetición y se convierte en creación.

Hay, en cambio, quien piensa que la existencia es un gasto continuo de energía que no conduce a ningún fin, un movimiento perpetuo que revela el vacío de toda finalidad y, a pesar de ello, se persiste sabiendo que no hay destino garantizado.

Tenemos que aprender a quedarnos quietos un momento en ese silencio donde el pasado deja de pesar y el futuro deja de exigir y en ese instante, la existencia dejará de ser fútil y puede que se vuelva nuestra.


Una a una

17.10.25


El mundo no cambia de un día para otro. Es una larga tarea de siglos la que nos ha traído hasta este momento y la que nos alejará del mismo. Es por ello que siempre he pensado que los verdaderos cambios funcionan por el boca a boca, en la proximidad. La premio Nobel de Literatura, Herta Müller, criticó en su discurso algunos de los aspectos del liberalismo económico y el incumplimiento de los derechos humanos, y dijo que la escritura no podía cambiar eso, pero sí «hablar a cada persona, una por una», y no hay nada tan fuerte como ese hecho.

Esa revolución permanente encierra una verdad que a menudo olvidamos, que el cambio profundo no se impone, se contagia. No llega por decreto ni por grandes discursos, sino por la emoción compartida, por el gesto cotidiano que despierta algo en el otro. Las ideas transforman el mundo solo cuando logran anidar en la conciencia de alguien, cuando ese alguien las hace suyas y, a su vez, las transmite.

Así funciona la literatura, la educación, la palabra, como un eco que se multiplica sin hacer ruido. Tal vez no podamos derribar los sistemas injustos con un poema o una conversación, pero sí podemos abrir una grieta en la indiferencia. Y a veces, una sola grieta basta para que entre la luz.

Por eso sigo creyendo que el cambio verdadero nace del vínculo, de la escucha, del encuentro entre miradas que se reconocen. En esa cercanía, a veces íntima, otras humana, siempre irrepetible, reside el poder más revolucionario que tenemos, el de conmover y ser conmovidos.



Actualizaciones

16.10.25


Envejecer no es sólo cumplir años, es renunciar a la actualización del mundo. Es permitir que la realidad siga transformándose mientras uno decide permanecer en la versión anterior de sí mismo. El cuerpo envejece en silencio, obedeciendo sus leyes; pero la mente lo hace cuando abandona el deseo de aprender, cuando se conforma con lo ya sabido. La verdadera vejez comienza cuando dejamos de sorprendernos.

También la escritura envejece. Se vuelve reiterativa, complaciente, incapaz de riesgo. Quien escribe, transformado en su propio archivo, empieza a repetirse como si buscara confirmación más que descubrimiento. Lo que antes era exploración se convierte en hábito. Y así, el lenguaje se marchita de tanto usarse para decir lo mismo.

Santiago Kovadloff ha recordado que envejecer es, al mismo tiempo, un drama y una tarea. Un drama, porque la sociedad moderna teme enfrentarse a la imagen del paso del tiempo; y una tarea, porque exige dotar de nuevo sentido a la experiencia vivida. La vejez no debería entenderse como la simple decadencia de lo físico, sino como una oportunidad de reelaborar la biografía, de traducir el pasado a un idioma que aún podamos comprender.

La persona que escribe hastiada y la que reflexiona armonizan en un mismo desencuentro con el tiempo. La primera, disfraza de estilo la repetición, mientras que en la segunda la nostalgia se disfraza de sabiduría. En ambas, el tedio funciona como una forma de decadencia prematura porque ya no se dejan interpelar por lo desconocido.

Esta época confunde juventud con velocidad y novedad con profundidad, aunque la juventud no tenga que ver con la edad, sino más bien con la disposición a seguir preguntándose. Deja de ser joven quien ya no se asombra y mantiene su vivacidad quien reinterpreta su tiempo.

Avejentarse, como escribir, no consiste en conservar lo que fuimos, sino en atrevernos a descubrir lo que todavía podemos llegar a ser. Requiere revisar el archivo de uno mismo, borrar lo inservible, y mantener aquello que late y respira. Implica aceptar que el sentido no se da una vez y para siempre, sino que debe ser escrito una y otra vez con cada gesto, con cada palabra.



Envejecer es inevitable, pero la obsolescencia no lo es mientras conservemos la curiosidad y la capacidad de asombro, y por eso no se debe renunciar a revisarse.

Cercanías

15.10.25


Es mejor no despegarse demasiado de aquello que se quiere. La proximidad constante con lo amado nos recuerda el valor de lo que poseemos y nos enseña a cuidar aquello que, a fuerza de cotidiano, corremos el riesgo de olvidar. Permanecer cerca no es un acto de dependencia, sino un gesto de atención. Los afectos, como los jardines, necesitan ser regados con la paciencia de lo cotidiano. En ocasiones basta la mínima distancia para comprender que ninguna seguridad es eterna, que el cariño se sostiene en los pequeños gestos, en la voluntad de estar y de aceptar al otro tal como es, con su misterio intacto. Mantenerse próximo es también una forma de gratitud con la que agradecer por lo que la vida nos concede y por quienes, sin promesa ni obligación, eligen quedarse cercanos. Gaston Bachelard, desde su poética del espacio, afirma que la proximidad también es una forma de morada. Lo amado construye para nosotros una casa invisible, un refugio que no se mide en metros, sino en afecto. Estar cerca es volver siempre a ese lugar donde el alma descansa. Quizá la proximidad no sea solo un gesto afectivo sino una manera de cuidarse, atenderse y agradecerlo. Permanecer cerca es agradecer que todavía exista un lugar o alguien al que regresar.


Cansancio de saber

14.10.25


A veces abruma intentar comprender todas las cosas y, entonces, se entiende que el conocimiento es algo agotador. Vivimos en un tiempo que ha hecho del saber una obligación, del pensamiento un rendimiento y de la comprensión un modo de control. Nos sentimos responsables de entenderlo todo, incluso aquello que apenas puede ser sentido.

Cioran decía que se enferma de lucidez por pensar demasiado porque el conocimiento, más que redimir nos extrae el sosiego animal condenándonos a un exceso de conciencia que termina por consumirnos. Quien piensa sin tregua acaba percibiendo el vacío que sostiene las cosas, y ese vértigo no tiene cura.

Pero frente a una lógica agotadora de la explicación total hay quien propone una línea de fuga que se escapa de todo sistema cerrado. No se trata de dominar lo real, sino de habitarlo, de crear nuevas formas de vida en lugar de intentar descifrarlas todas.

Tal vez el agotamiento que sentimos al intentar comprenderlo todo provenga de la tensión entre saber demasiado y lo que creemos entender.

Saber que el conocimiento tiene límites nos devuelve una cierta ternura por lo incomprensible. No todo lo que existe está hecho para ser explicado porque algunas cosas solo pueden acompañarse en silencio. Quizá la auténtica lucidez no consista en saber más, sino en saber detenerse, en dejar que el misterio siga respirando por nosotros.


Catárticos

13.10.25


Quien escribe no comunica: se purga. La escritura no siempre nace del deseo de ser comprendido, sino del impulso de ordenar el caos interior. Contar lo que ocurre sería narrar un hecho; escribir, en cambio, es transformarlo. El escritor no busca testigos, solo persigue sombras. Por eso escribir es un acto profundamente solitario y autárquico, una conversación con lo que dentro de uno aún no tiene nombre. Lo que se comparte después es apenas un residuo, una piel que ha mudado. La paradoja de este asunto es que cuanto más se escribe para sí, más próximo se está de los otros. Porque lo personal, destilado en palabras, se vuelve universal. Así, quien escribe no cuenta lo que le ocurre, sino lo que le ocurre al hecho de ocurrir. No relata su vida, más bien la piensa, la deforma, la interroga hasta que deja de doler o hasta que duele con belleza.


Primer amor

12.10.25


En un corro improvisado los quinceañeros se abrazan. Lloran en llanto solidario tratando de empatizar con el sentimiento de uno de ellos a quien abandonó su chica. El dolor del amigo es un drama en sus vidas. Por eso deciden ir a jugar al fútbol. La mancha de una mora con otra verde se quita.


No Nobel

11.10.25


¿Quién me mandaría a mí meterme en el berenjenal de la escritura? Es algo enfermizo ahora que lo miro desde esa cumbre que es la edad. No me ayuda a resolver problemas, no me hace ganar dinero, me procura bastante torpeza frente a otras habilidades sociales y me frustra cuando no logro la perfección creativa. Igual es que cuando dan el premio Nobel de Literatura y no suena mi nombre, me deprimo, o me vengo abajo cuando leo entrevistas de autores rutilantes que ganan mucho dinero. Puede que sea eso o que debo enfrentarme a la ardua tarea de estar vivo y resolver angustiosos asuntos burocráticos. Ahí sí que hay buena literatura, en esos despachos y en esos retruécanos administrativos, cómo para escribir de ellos en placentera e inútil venganza.


Destripamiento

10.10.25


Nunca he tenido un diario, al modo tradicional, digo, aunque siempre he escrito hasta en las paredes si era necesario. Ahora este blog cada vez se parece más a un espóiler de mi vida, maravillosa mientras sea vida, pero puñetera en cuanto a consecuciones artísticas. El ser humano tiende a hacer analogías y comparaciones y quienes tecleamos y garabateamos palabras también. Lo solemos hacer fantaseando con cuantas personas han parido libros y sus nombres han quedado como marcados en el cielo de la literatura como rutilantes estrellas. A mí me pasa y por eso me estrello contra la realidad tantas veces, o me pasaba, hasta que te das cuenta que tu eres un yo propio escritural distinguible de otros también singulares.

Y entonces entiendes que no se trata de brillar, sino de persistir. No de ser estrella, sino de ser combustible, aunque a veces duela arder. La escritura deja de ser una aspiración y se convierte en una forma de respiración, en un modo de mantener con vida lo que, de otro modo, se perdería en el ruido del día.

He llegado a pensar que escribimos no para que nos lean, sino para que algo dentro de nosotros se escuche. Cada palabra que dejo aquí, en este espacio deletreado, es como una pequeña vibración que busca su frecuencia en el aire. Tal vez alguien, en algún punto, la perciba y resuene con ella, pero eso ya no me obsesiona. Lo importante es que exista ese temblor, ese pulso, ese gesto que dice que sigo aquí pensando, sintiendo, agotándome.


Aburridos

9.10.25


En un lugar de la Mancha, en una galaxia muy, muy lejana o en este blog, crecen las cosas que son contadas. Pero sobre todo, en esta bitácora veinteañera lo que crece es una escritura aburrida de sí misma, contagiada por el espíritu del tedio que, día tras día se repite por su scroll en expresiones aburridas de literatura. Es una manera de sentir el fracaso y la frustración de quien no es capaz de decir algo interesante que sugestione a las almas lectoras.

Quizá escribir no sea ya más que un gesto vacío, un tic de la costumbre, una manía que sobrevive a la inspiración. El lenguaje, domesticado por la rutina, bosteza entre párrafos cansados de sí mismos. El que escribe, este pobre yo multiplicado en pronombres, se mira al espejo de las palabras y no se reconoce. Ni épica, ni lirismo, ni lucidez: solo el eco apagado de una voz que intenta, sin fe, mantenerse encendida.

Y sin embargo, sigo. Escribo aburrido porque no sé no hacerlo, porque el silencio me pesa más que mi mediocridad, porque en algún rincón del tedio todavía late la posibilidad de una frase viva, una que no huela a repetición o sí. Tal vez mañana, o dentro de mil escritos, aparezca. Mientras tanto, seguiré aburriendo mientras me aburro de escribir.


Inventivas e ingenios

8.10.25


La literatura inventa formas de eternidad.


Observados

7.10.25


Deberíamos acostumbrarnos a mirar, algunas veces, con los ojos que nos miran.


Seducidos

6.10.25


Confucio afirmaba que «Conceder más valor al esfuerzo que a la recompensa: a eso se llama amor». No se trata solo de una máxima ética, sino de una clave que hoy parece más necesaria que nunca, porque vivimos en una época en la que casi todo se mide en términos de éxito, resultados y reconocimiento. La productividad y las métricas se han vuelto normas invisibles que nos empujan a creer que lo importante es la recompensa final. Sin embargo, cuando hablamos de creatividad, esta lógica se derrumba. Porque la verdadera esencia de crear no reside en los aplausos ni en los números, sino en algo mucho más íntimo: el acto mismo de dar vida a lo que no existía.

Ayn Rand lo expresó con lucidez: «Una persona creativa está motivada por el deseo de conseguir, no por el deseo de superar a otros». El motor del espíritu creativo no es la competición, sino el impulso vital de materializar una visión. Así, el esfuerzo se vuelve más valioso que la meta, porque es en el camino donde se despliega la autenticidad. El esfuerzo creativo no espera recompensa. Surge de la necesidad interna de expresarse, de transformar lo invisible en visible: una emoción en palabra, un recuerdo en color, una intuición en melodía. Es un gesto de amor hacia la vida y hacia uno mismo.

Confucio tenía razón al valorar el esfuerzo sobre el resultado es la forma más pura de amor y Gandhi lo recordaba también al señalar que «Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado». Crear es amar sin pedir nada a cambio. El arte no busca gloria, sino expresión. No persigue la ovación, sino propósito. Y su mayor premio no está en el aplauso, sino en la transformación íntima que ocurre en quien crea.

Incluso cuando lo creado no obtiene reconocimiento, ya ha cumplido su misión: nos ha permitido crecer, comprendernos mejor, acercarnos a nuestra verdad más profunda. Crear es, en última instancia, una manera de estar vivos. Y al valorar el esfuerzo más que la recompensa, descubrimos que lo que parecía una renuncia es, en realidad, la mayor ganancia.




La borrasca

5.10.25

 

Aquella mañana vio cómo por el ojo del huracán subían al cielo las vacas que pastaban junto al arrozal. Al atardecer comenzó a llover arroz con leche. Los niños corrían con cuencos en las manos, celebrando el milagro. Los mayores, en cambio, temblaban: sabían que cada prodigio lleva escondido un precio. Esa noche, mientras las estrellas parecían espolvoreadas de azúcar, alguien preguntó en voz baja qué pasaría cuando el cielo decidiera devolver las vacas.



Amaños

4.10.25


A menudo, el ser humano imagina un complot del Universo para justificar que existe.



El desconcierto del amor

3.10.25


No falta quien señala que el amor nace de la falta, del deseo de lo que no tenemos, de la aspiración a una plenitud que nunca alcanzamos del todo. Vivir en esa tensión entre lo que poseemos y lo que anhelamos ya nos coloca en un terreno inestable, donde la certeza se escapa. Y hay hasta quien llega hasta más lejos y afirma que amar es un salto de fe, un acto que no puede justificarse con la razón ni garantizarse con seguridad alguna.

La modernidad nos ha traído otras opiniones como que el amor se vive es un lenguaje fragmentado, lleno de silencios y malentendidos, donde el amante nunca sabe si el otro escucha lo que quiso decir. Y quien entiende que amar significa salir de uno mismo en una sociedad obsesionada con el control y el rendimiento, donde esa expresión resulta casi subversiva.

Me atrevería a decir que el amor siempre es desconcertante. Lo es porque nunca encaja en lo calculable ni en lo previsible, ya que nos arrebata las certezas, nos expone a la vulnerabilidad, nos desarma frente al otro. Pero precisamente en ese desconcierto está su fuerza. Amar no es poseer, ni controlar, ni medir; es atreverse a habitar lo incierto y aceptar que en ese riesgo late la posibilidad de transformación.

De quebrantos y pérdidas

2.10.25


Perdemos muchas cosas en el camino pero nunca deberíamos desprendernos del sentimiento de querer.



Lógica coherencia

1.10.25


Lo paradójico es que la inteligencia artificial hay que usarla con inteligencia.