Aparcados
25.10.25
Tuve la suerte en mi infancia de convivir y disfrutar de mi abuela materna, era como la madre buena que nos protegía y nunca nos regañaba. La vi expirar un día, ya casi nonagenaria, como quien se duerme. Nunca la hubiera imaginado en una residencia para personas mayores.
Las residencias de ancianos son la muestra silenciosa del fracaso de la evolución humana. Allí donde deberíamos haber aprendido a cuidar, a corresponder, a acompañar el tiempo que se apaga con ternura, hemos levantado muros. Un sistema que aísla, que encierra, que aparta de los afectos a quienes alguna vez nos dieron el mundo.
El trabajo moderno, con sus ritmos implacables, con su dictadura de horarios y de urgencias, nos ha condicionado hasta volvernos ciegos. Hemos organizado la vida en torno a la productividad, no al afecto. Y así, sin darnos cuenta, la presencia se volvió un lujo, el cuidado una tarea delegada, el amor un trámite pendiente.
Les llamamos ‘centros de atención’, pero son lugares donde la vida se administra, no se comparte. Hemos aceptado, casi con alivio, que el deber laboral justifica la distancia, que la vejez puede externalizarse, que el tiempo con los nuestros puede aplazarse indefinidamente. En nombre de la eficiencia, sacrificamos el contacto humano, convencidos de que el progreso nos absuelve.
Y al final, el ser humano termina recluido en un espacio aséptico, ajeno a los suyos, rodeado de rutinas que no le pertenecen. Es el precio que pagamos por confundir el trabajo con el sentido, la velocidad con la vida, la productividad con la plenitud. Quizá un día entendamos que no hay futuro posible si no sabemos habitar el final con amor, ni presente digno si el trabajo nos roba la ternura.
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