Decires

31.10.25


A veces hablamos mucho, pero decimos poco. Contamos historias, compartimos detalles, llenamos silencios y, sin embargo, lo esencial queda guardado. Hay muchas cosas que contar y pocas que decir, porque lo que de verdad importa no siempre necesita palabras.

Vivimos en tiempos donde todo se muestra, todo se dice, todo se publica. Queremos compartir cada momento, cada pensamiento, cada emoción. Pero en medio de tanto ruido, a veces perdemos la profundidad de lo que sentimos. Nos acostumbramos a narrar sin realmente decir, a llenar los espacios con palabras que no siempre nacen del alma.

La narrativa de nuestros días es que hablamos más que nunca, pero escuchamos menos, contamos mucho y conectamos poco. Nos volvemos expertos en mostrar vidas completas y, al mismo tiempo, en esconder lo que verdaderamente nos pasa por dentro. Lo esencial es esa emoción sincera, esa palabra honesta, ese silencio que dice más que mil frases se queda ahí, esperando un momento de calma para salir.

Tal vez por eso, cada vez valoramos más esas conversaciones pequeñas donde alguien no intenta impresionar, sino simplemente compartir lo que siente. Donde no hay filtros ni frases armadas, solo presencia, porque al final, no se trata de tener mucho que contar, sino de tener algo que realmente decir.



El espejismo del deseo

30.10.25


Los seres humanos pasan media vida anhelantes y la otra media desencantados por no conseguir sus deseos. Quizá el error no está en el deseo mismo, sino en el modo de imaginarlo como una promesa de plenitud, cuando en realidad es apenas una chispa que nos mantiene en movimiento. Deseamos con la ingenuidad de quien cree que alcanzar algo equivale a entenderlo, y al tenerlo, descubrimos que nada se colma del todo. Así vivimos, alternando entre la esperanza y la desilusión, sin advertir que lo más vivo ocurre en el tránsito, en la tensión entre lo que falta y lo que se tiene. Tal vez la sabiduría consista en reconciliarse con el deseo como un estado permanente, no como una carencia, sino como una forma de estar en el mundo, atentos, abiertos, incompletos, pero conscientes de que el anhelo también es una manera de existir.


Saciedades

29.10.25


Busco algún lugar donde la gente esté cansada de ser feliz. Tal vez exista un rincón del mundo donde la felicidad no sea una obligación, donde nadie tenga que sonreír para demostrar que todo está bien. Un lugar donde la alegría no se mida en fotos ni en promesas de plenitud constante.

Allí, quizás, las personas comprendan que estar cansado también es una forma de vivir, que la calma puede ser más profunda que la euforia, y que no hay vergüenza en sentir el peso de existir.

Busco ese lugar no por desesperanza, sino por descanso. Porque incluso la búsqueda de la felicidad cansa, y a veces uno solo quiere sentarse un rato a mirar cómo pasa la vida, sin tener que ser feliz todo el tiempo.


Alucinaciones azarosas

28.10.25


Tendemos a pensar que un destino diferente al que nos rige nos libraría de soportar nuestras limitaciones. Imaginamos vidas paralelas donde nuestras decisiones fueron otras, donde el azar jugó distinto. Nos decimos que, en ese otro lugar, seríamos más libres, más sabios, más completos.

Pero incluso en esos escenarios inventados donde todo aparecería distinto ¿seguiríamos siendo nosotros, con nuestras mismas grietas, miedos y vacíos? ¿cambiar el contexto no borra la esencia o solo la desplaza?

Los contextos donde podemos reubicar mentalmente nuestro azar pueden parecer infinitos, pero todos terminarían por revelarnos el mismo rostro, ese de nuestros propios límites. ¿Escapamos del destino o solo cambiamos de paisaje?

Quizá la libertad no consista en huir de lo que somos, sino en aprender a habitarnos sin querer ser otros, reconciliarnos con el azar que nos tocó vivir y hacerlo parte de nosotros, no como un sometimiento sino como una revelación existencial.


Ruborescencias

27.10.25


Existen gestos mínimos que revelan más de lo que aparentan. Que alguien se ruborice delante de ti por algo que has dicho o hecho es un instante de verdad, un temblor humano que no se puede fingir. En ese leve enrojecimiento del rostro, llamarada contenida, asoma la parte más sensible y encantadora de las personas. El rubor es una confesión sin palabras, un modo de decir ‘esto me toca’ sin necesidad de explicaciones. Su aparición rompe la superficie del control, deja salir al alma por la piel. Por eso es tan valioso, porque en tiempos de máscaras y poses, ruborizarse es un acto de transparencia, es pintarse con el color de la atmósfera del corazón. Y en esa breve tonalidad rosada, la vida se declara viva, vulnerable, verdadera.


Llegadas

26.10.25


La mujer que viene a verme todos los atardeceres no tiene nombre o quizás lo tenga pero es impronunciable. Es muy atenta conmigo y me habla de cosas imposibles, no porque no puedan ocurrir sino porque cuando pasan todo se detiene y no puedes respirar y se va la luz.

A veces entra sin hacer ruido, como si atravesara las paredes. Se sienta a mi lado y me toma la mano. Sus dedos están fríos, pero no me incomoda. Dice que el tiempo no es una línea, sino una cuerda que se puede tensar o soltar, y que a veces ella viene de un nudo de esa cuerda. No sé si entiendo lo que dice, pero su voz me calma, como si me hablara desde dentro de mi propio sueño.

Le pregunto si volverá mañana. Sonríe sin mover los labios. Luego, todo se apaga. Cuando despierto, la habitación huele a frangipani y hay una silla vacía junto a mi cama.


Aparcados

25.10.25



Tuve la suerte en mi infancia de convivir y disfrutar de mi abuela materna, era como la madre buena que nos protegía y nunca nos regañaba. La vi expirar un día, ya casi nonagenaria, como quien se duerme. Nunca la hubiera imaginado en una residencia para personas mayores.

Las residencias de ancianos son la muestra silenciosa del fracaso de la evolución humana. Allí donde deberíamos haber aprendido a cuidar, a corresponder, a acompañar el tiempo que se apaga con ternura, hemos levantado muros. Un sistema que aísla, que encierra, que aparta de los afectos a quienes alguna vez nos dieron el mundo.

El trabajo moderno, con sus ritmos implacables, con su dictadura de horarios y de urgencias, nos ha condicionado hasta volvernos ciegos. Hemos organizado la vida en torno a la productividad, no al afecto. Y así, sin darnos cuenta, la presencia se volvió un lujo, el cuidado una tarea delegada, el amor un trámite pendiente.

Les llamamos ‘centros de atención’, pero son lugares donde la vida se administra, no se comparte. Hemos aceptado, casi con alivio, que el deber laboral justifica la distancia, que la vejez puede externalizarse, que el tiempo con los nuestros puede aplazarse indefinidamente. En nombre de la eficiencia, sacrificamos el contacto humano, convencidos de que el progreso nos absuelve.

Y al final, el ser humano termina recluido en un espacio aséptico, ajeno a los suyos, rodeado de rutinas que no le pertenecen. Es el precio que pagamos por confundir el trabajo con el sentido, la velocidad con la vida, la productividad con la plenitud. Quizá un día entendamos que no hay futuro posible si no sabemos habitar el final con amor, ni presente digno si el trabajo nos roba la ternura.



¿Adónde va el tiempo que se va?

24.10.25


El tiempo no se pierde, se posa. El tiempo que fluye hace mudanza de piel y se esconde en las cosas que amamos. Se queda en la huella de una voz como la pisada en la arena, en la curva de una tarde como una ecuación de lo bello, en el gesto mínimo con que decimos adiós sin saberlo.

El tiempo que se va se adormece en los objetos más cercanos, como el eco del calor de la mano que coge una taza, en la mirada perdida que ya no vuelve, en la respiración serena al borde del silencio.

Tal vez el tiempo no pase y tal vez solo pasemos a través de él, dejando hilos de luz en su corriente. Y cuando preguntamos adónde va, es porque sentimos que una parte de nosotros también se aleja, flotando suavemente hacia ese lugar donde todo lo vivido sigue siendo presente, pero en otra forma. Quizá el tiempo no vaya a ningún lugar.


Desapariciones

23.10.25


Veo el mundo sin verme en él y entonces lo comprendo, porque eso exige desaparecer un poco. Mientras el yo ocupa el centro de la mirada, todo se distorsiona y así juzgamos, comparamos, esperamos que el mundo se parezca a lo que deseamos. Pero cuando logramos apartarnos, cuando dejamos de mirarnos en cada cosa, el mundo se vuelve claro, sereno, casi transparente, y cuando mengua el ego aparece la comprensión. No porque el mundo cambie, sino porque por fin dejamos de usarlo como espejo. En ese instante, ver deja de ser un acto de posesión y se convierte en un hecho de presencia. Y entonces, sin buscarnos, nos encontramos.


Garabatos

22.10.25


La escritura manual confiere a quien la practica el papel de amanuense de su propia vida. Mirar la caligrafía de otros es como asomarse a la respiración de su alma. Cada letra, un latido; cada trazo, un temblor del ser sobre la página. Pero esa experiencia se ha ido desvaneciendo, convertida en fósil desde que los ordenadores asumieron el oficio de taxidermistas de la grafología.

Donde antes el pulso dejaba su huella, su vacilación, su impulso, su herida del pensamiento, hoy gobierna la practicidad perfecta de las grafías, porque las letras ya no brotan, solo se plasman. Y así, el texto se vuelve un cadáver elegante sin voz ni tacto.

Escribir a mano era un acto de encarnación donde la tinta se confundía con el pulso de la mano y el papel era la piel donde quedaba inscrito el instante. Ahora, frente a la pantalla, la palabra ya no nos toca y somos ecos uniformes en una tipografía sin cuerpo, fantasmas que escriben sin dejar su impronta personal.



Entre dos corazones

21.10.25


A veces sentimos que vivir plenamente es un acto de equilibrio delicado y nos da por abrirnos a los demás, entregarnos, amar y conectar con intensidad, pero también anhelamos protegernos, mantener nuestra paz y cuidar nuestra felicidad personal. Es como si nuestro corazón tuviera que dividirse entre dos funciones, la que nos permite sentir sin miedo y la que nos resguarda del dolor.

La vida nos enseña que entregarse implica vulnerabilidad. Amar con sinceridad significa exponerse, arriesgarse a la decepción, a la pérdida, a la herida. Pero vivir únicamente para protegernos, estando cerrados, insensibles y prevenidos, nos priva de la riqueza de las emociones profundas, de la magia de los vínculos auténticos, de la intensidad de los afectos que nos hacen sensiblemente humanos.

Encontrar el equilibrio no es fácil, pero es posible. Significa aprender a cuidar nuestra felicidad sin renunciar a la cercanía, a la confianza y al amor. Significa poner límites cuando es necesario, elegir con quién compartimos nuestro corazón, pero también atrevernos a sentir, a emocionarnos y a conectar genuinamente con esas personas.

Vivir entre dos corazones, entonces, no es una fantasía imposible. Es la habilidad de protegernos sin dejar de amar, de conservar nuestra serenidad mientras nos abrimos a los demás, de ser conscientes de nuestra vulnerabilidad sin permitir que nos paralice. Es aprender a dosificar, a equilibrar la entrega y la reserva, la pasión y la prudencia.

En este equilibrio radica la plenitud de vivir con intensidad sin perderse en el riesgo, amar sin renunciar a la propia felicidad, y descubrir que la vida más rica es aquella en la que nuestros dos corazones, el de la prudencia y el de la entrega, laten juntos en armonía.


Acelerados

20.10.25



Cada salto generacional parece más radical y extremo que el anterior. Entre abuelos, padres y nietos se abre una distancia que ya no mide solo el tiempo, sino la velocidad con que se asimilan las nuevas herramientas. En pocas generaciones se ha pasado de escuchar la radio y cuidar con esmero el tocadiscos, a rebobinar casetes, a navegar por catálogos infinitos de música digital, que se actualizan antes de que terminemos una canción, prisioneros de la abundancia.

La escritura también se ha comprimido hasta volverse casi fantasmal y del garabateo manual se saltó al teclado metálico, del procesador de texto al archivo que se desvanece en la nube, para acabar en la autoedición instantánea. Lo que antes era un oficio paciente, lineal y lento, se ha convertido en un vértigo de novedades que mueren al nacer, incapaces de dejar huella en el tiempo que las devora antes que se vuelvan obsoletas e incomprendidas.

Hartmut Rosa llamó a este fenómeno aceleración social, una expansión de la vida que no amplía la experiencia, sino que la fragmenta. En la prisa por conectarnos, dice, nos alienamos del mundo y de nosotros mismos. Frente a esa pérdida, su propuesta de la resonancia busca reencontrar una relación sensible con lo que nos rodea. Otros pensadores coinciden en la urgencia de reconstruir vínculos significativos, de volver a un ritmo donde la existencia pueda sentirse y no solo medirse.

La generación actual, perdida en ese vértigo perpetuo, debería aprender a demorarse en los márgenes. Quizás el sentido no esté en correr más rápido hacia ninguna parte, sino en volver a oír ese eco que es el rumor del mundo que aún quiere hablarnos antes de que el ruido de la velocidad lo borre para siempre.



Un sueño recurrente

19.10.25


Acudía siempre a ella la misma pesadilla. Algún episodio de su vida ya superado, pero que resultó estresante, volvía a aparecer y ella estaba atrapada en mitad de aquel escenario, angustiada porque no podía estar volviendo a suceder.

Laura Méndez, era una profesora cuarentona de Lengua y Literatura que trabajaba en un instituto público y compartía su vida con Iván, un músico que solía componer de madrugada. Aquellas noches en que los acordes del piano la despertaban, Laura se quedaba inmóvil, intentando distinguir si lo que la había sobresaltado era el sonido del instrumento o el eco del sueño.

El escenario onírico variaba poco. Un aula vacía, un examen olvidado, un amor juvenil que la miraba desde el pasado con reproche. Todo parecía un bucle sin salida, una repetición absurda de lo que creía enterrado. Sin embargo, cada mañana, al despertar, sentía que algo del sueño se había filtrado en la vigilia, como una mancha de tinta en las páginas de su presente. Iván decía que los sueños eran solo ruido del cerebro y ella sospechaba que eran mensajes del tiempo, recordatorios de lo que aún no se había perdonado.

Otra noche más, Laura volvió a soñar. El aula estaba vacía como siempre, pero sobre la pizarra alguien había escrito con tiza la palabra ‘Despierta’. Avanzó entre los pupitres, notando que el suelo se ondulaba como agua bajo sus pies. Afuera, por las ventanas, no se veía el patio del instituto, sino un paisaje que no conocía. Era un campo cubierto de partituras flotando al viento. Reconoció una melodía. Era la que Iván solía tocar en la habitación contigua. Se acercó a una de las hojas y la tomó entre las manos. Las notas comenzaron a brillar, y de pronto, el aula se transformó en una vasta laguna iluminada por lunas.

Laura se vio a sí misma en la superficie del agua, pero no era la mujer de ahora sino aquella niña que había sido, la que temía fallar, la que aún no sabía perdonarse. La pequeña le sonrió y susurró que aquello no estaba pasando, que era un recuerdo enquistado. Entonces todo se disolvió en una claridad sin bordes. Cuando despertó, Iván dormía a su lado y el piano mudo. En el silencio, Laura comprendió que la pesadilla había terminado: el sueño la había devuelto al origen para dejarla, por fin, en paz o no.


El ejercicio fútil de la existencia

18.10.25


El ser humano contemporáneo siempre en tránsito, siempre entre lo que fue y lo que vendrá, sin llegar nunca del todo a habitar el presente. Vivimos empujados por la inercia del tiempo. Miramos hacia atrás con nostalgia y hacia adelante con ansiedad, como si en alguno de esos extremos se escondiera el sentido. Pero lo cierto es que, al movernos entre ambos, perdemos el punto de apoyo que nos sostiene: el ahora. El eterno retorno de Nietzsche es eso, la idea de afirmar el instante presente como si lo eligiéramos para siempre, porque solo entonces la vida deja de ser repetición y se convierte en creación.

Hay, en cambio, quien piensa que la existencia es un gasto continuo de energía que no conduce a ningún fin, un movimiento perpetuo que revela el vacío de toda finalidad y, a pesar de ello, se persiste sabiendo que no hay destino garantizado.

Tenemos que aprender a quedarnos quietos un momento en ese silencio donde el pasado deja de pesar y el futuro deja de exigir y en ese instante, la existencia dejará de ser fútil y puede que se vuelva nuestra.


Una a una

17.10.25


El mundo no cambia de un día para otro. Es una larga tarea de siglos la que nos ha traído hasta este momento y la que nos alejará del mismo. Es por ello que siempre he pensado que los verdaderos cambios funcionan por el boca a boca, en la proximidad. La premio Nobel de Literatura, Herta Müller, criticó en su discurso algunos de los aspectos del liberalismo económico y el incumplimiento de los derechos humanos, y dijo que la escritura no podía cambiar eso, pero sí «hablar a cada persona, una por una», y no hay nada tan fuerte como ese hecho.

Esa revolución permanente encierra una verdad que a menudo olvidamos, que el cambio profundo no se impone, se contagia. No llega por decreto ni por grandes discursos, sino por la emoción compartida, por el gesto cotidiano que despierta algo en el otro. Las ideas transforman el mundo solo cuando logran anidar en la conciencia de alguien, cuando ese alguien las hace suyas y, a su vez, las transmite.

Así funciona la literatura, la educación, la palabra, como un eco que se multiplica sin hacer ruido. Tal vez no podamos derribar los sistemas injustos con un poema o una conversación, pero sí podemos abrir una grieta en la indiferencia. Y a veces, una sola grieta basta para que entre la luz.

Por eso sigo creyendo que el cambio verdadero nace del vínculo, de la escucha, del encuentro entre miradas que se reconocen. En esa cercanía, a veces íntima, otras humana, siempre irrepetible, reside el poder más revolucionario que tenemos, el de conmover y ser conmovidos.



Actualizaciones

16.10.25


Envejecer no es sólo cumplir años, es renunciar a la actualización del mundo. Es permitir que la realidad siga transformándose mientras uno decide permanecer en la versión anterior de sí mismo. El cuerpo envejece en silencio, obedeciendo sus leyes; pero la mente lo hace cuando abandona el deseo de aprender, cuando se conforma con lo ya sabido. La verdadera vejez comienza cuando dejamos de sorprendernos.

También la escritura envejece. Se vuelve reiterativa, complaciente, incapaz de riesgo. Quien escribe, transformado en su propio archivo, empieza a repetirse como si buscara confirmación más que descubrimiento. Lo que antes era exploración se convierte en hábito. Y así, el lenguaje se marchita de tanto usarse para decir lo mismo.

Santiago Kovadloff ha recordado que envejecer es, al mismo tiempo, un drama y una tarea. Un drama, porque la sociedad moderna teme enfrentarse a la imagen del paso del tiempo; y una tarea, porque exige dotar de nuevo sentido a la experiencia vivida. La vejez no debería entenderse como la simple decadencia de lo físico, sino como una oportunidad de reelaborar la biografía, de traducir el pasado a un idioma que aún podamos comprender.

La persona que escribe hastiada y la que reflexiona armonizan en un mismo desencuentro con el tiempo. La primera, disfraza de estilo la repetición, mientras que en la segunda la nostalgia se disfraza de sabiduría. En ambas, el tedio funciona como una forma de decadencia prematura porque ya no se dejan interpelar por lo desconocido.

Esta época confunde juventud con velocidad y novedad con profundidad, aunque la juventud no tenga que ver con la edad, sino más bien con la disposición a seguir preguntándose. Deja de ser joven quien ya no se asombra y mantiene su vivacidad quien reinterpreta su tiempo.

Avejentarse, como escribir, no consiste en conservar lo que fuimos, sino en atrevernos a descubrir lo que todavía podemos llegar a ser. Requiere revisar el archivo de uno mismo, borrar lo inservible, y mantener aquello que late y respira. Implica aceptar que el sentido no se da una vez y para siempre, sino que debe ser escrito una y otra vez con cada gesto, con cada palabra.



Envejecer es inevitable, pero la obsolescencia no lo es mientras conservemos la curiosidad y la capacidad de asombro, y por eso no se debe renunciar a revisarse.

Cercanías

15.10.25


Es mejor no despegarse demasiado de aquello que se quiere. La proximidad constante con lo amado nos recuerda el valor de lo que poseemos y nos enseña a cuidar aquello que, a fuerza de cotidiano, corremos el riesgo de olvidar. Permanecer cerca no es un acto de dependencia, sino un gesto de atención. Los afectos, como los jardines, necesitan ser regados con la paciencia de lo cotidiano. En ocasiones basta la mínima distancia para comprender que ninguna seguridad es eterna, que el cariño se sostiene en los pequeños gestos, en la voluntad de estar y de aceptar al otro tal como es, con su misterio intacto. Mantenerse próximo es también una forma de gratitud con la que agradecer por lo que la vida nos concede y por quienes, sin promesa ni obligación, eligen quedarse cercanos. Gaston Bachelard, desde su poética del espacio, afirma que la proximidad también es una forma de morada. Lo amado construye para nosotros una casa invisible, un refugio que no se mide en metros, sino en afecto. Estar cerca es volver siempre a ese lugar donde el alma descansa. Quizá la proximidad no sea solo un gesto afectivo sino una manera de cuidarse, atenderse y agradecerlo. Permanecer cerca es agradecer que todavía exista un lugar o alguien al que regresar.


Cansancio de saber

14.10.25


A veces abruma intentar comprender todas las cosas y, entonces, se entiende que el conocimiento es algo agotador. Vivimos en un tiempo que ha hecho del saber una obligación, del pensamiento un rendimiento y de la comprensión un modo de control. Nos sentimos responsables de entenderlo todo, incluso aquello que apenas puede ser sentido.

Cioran decía que se enferma de lucidez por pensar demasiado porque el conocimiento, más que redimir nos extrae el sosiego animal condenándonos a un exceso de conciencia que termina por consumirnos. Quien piensa sin tregua acaba percibiendo el vacío que sostiene las cosas, y ese vértigo no tiene cura.

Pero frente a una lógica agotadora de la explicación total hay quien propone una línea de fuga que se escapa de todo sistema cerrado. No se trata de dominar lo real, sino de habitarlo, de crear nuevas formas de vida en lugar de intentar descifrarlas todas.

Tal vez el agotamiento que sentimos al intentar comprenderlo todo provenga de la tensión entre saber demasiado y lo que creemos entender.

Saber que el conocimiento tiene límites nos devuelve una cierta ternura por lo incomprensible. No todo lo que existe está hecho para ser explicado porque algunas cosas solo pueden acompañarse en silencio. Quizá la auténtica lucidez no consista en saber más, sino en saber detenerse, en dejar que el misterio siga respirando por nosotros.


Catárticos

13.10.25


Quien escribe no comunica: se purga. La escritura no siempre nace del deseo de ser comprendido, sino del impulso de ordenar el caos interior. Contar lo que ocurre sería narrar un hecho; escribir, en cambio, es transformarlo. El escritor no busca testigos, solo persigue sombras. Por eso escribir es un acto profundamente solitario y autárquico, una conversación con lo que dentro de uno aún no tiene nombre. Lo que se comparte después es apenas un residuo, una piel que ha mudado. La paradoja de este asunto es que cuanto más se escribe para sí, más próximo se está de los otros. Porque lo personal, destilado en palabras, se vuelve universal. Así, quien escribe no cuenta lo que le ocurre, sino lo que le ocurre al hecho de ocurrir. No relata su vida, más bien la piensa, la deforma, la interroga hasta que deja de doler o hasta que duele con belleza.


Primer amor

12.10.25


En un corro improvisado los quinceañeros se abrazan. Lloran en llanto solidario tratando de empatizar con el sentimiento de uno de ellos a quien abandonó su chica. El dolor del amigo es un drama en sus vidas. Por eso deciden ir a jugar al fútbol. La mancha de una mora con otra verde se quita.