Repudios

19.1.22



Olvidar lo ingrato es el mejor recuerdo.



Insondables

18.1.22



El infinito es un número que no termina en sí mismo.



Determinaciones

17.1.22



No podemos elegir dónde nacemos, sí dónde moriremos, porque el derecho a morir es más fundamental que el de nacer.




Excusas

16.1.22


Primero fue el reloj del ayuntamiento, al que siguieron otros también señeros en toda la ciudad. Se detuvieron, incluso, relojes tan míticos como el de Grand Central Station en Nueva York, la torre Spasskaya en Moscú, el Big Ben en Londres o la Puerta del Sol en Madrid. Los digitales también pausaron su pulso y nadie sabía con exactitud qué hora era. Hasta los atómicos pararon su frecuencia de resonancia. El tiempo desapareció. 

Pronto aparecieron vertederos con piezas en desuso: montañas de clepsidras oxidadas y retorcidas en sus diseños de los más variados y bellos estilos artísticos; desguaces con cúmulos de biseles, diales, coronas, orejetas, marcadores, manecillas y fornituras varias; cementerios con desechos de horas muertas, cronófagos inutilizados y vectores de cálculo inservibles.

Alguien dirá, ahora, qué pasó con los relojes de arena, de agua, de fuego, solar o de vapor. Y la respuesta es que la naturaleza suspendió las leyes que hacían funcionar estos instrumentos. Todas las personas andaban como perdidas tras la muerte del tiempo. 

Este fue el argumento expuesta por el protagonista de la historia aquí leída cuando apareció con retraso a la entrevista de trabajo. Y luego, el escritor responsable del relato, hubo de levantar la restricción horaria para que todo el mundo pudiera saber qué tiempo era.



Vestiduras

15.1.22



Poesía es aquello que nos viste el corazón.



Doblegadas

14.1.22



¡Qué alegría si las palabras fueran pájaros y vinieran a comer a nuestras manos nada más llamarlas!



Asaz

13.1.22



A veces con ser poco se es suficiente.



Paralelismos

12.1.22



Lo más común es que no nos entiendan si cogemos un camino diferente aunque sea paralelo.



Modales

11.1.22



Esta sociedad valora más la hipocresía como actitud relacional que la sinceridad, siempre tan hiriente con las apreciaciones del yo.



‘Finiquitud’

10.1.22



Todo lo infinito es finito en nuestra percepción.




El almuerzo

9.1.22


Sentada frente a su madre de noventa y nueve años, Sofía contaba las arrugas mientras llevaba de manera casi mecánica a su boca el alimento. Cada línea en la piel auguraba la lectura de un recuerdo próximo o lejano. Su madre apenas la miraba porque desde hacía años el mundo le era indiferente. 

Las estrías iniciales marcadas sobre su cara narraban un tiempo primerísimo no recordado. Un tiempo de leche y de abrazos. Las que continuaban estaban llenas de interrogantes, poderosas preguntas sin contestación alguna como la ausencia de escuela, su desflorecer adolescente, la obligatoriedad matrimonial, el dolor paritorio, la fuga de los hijos, esa amalgama de tristeza y alegrías que se hacen y deshacen como figuras de arena. En los pliegues más señeros era donde se marcaban las ausencias, esas que habían ido vaciando su existencia. 

Sofía le hablaba sin palabras, la cuidaba como cuando niña fue mimada por ella con la que nunca tuvo una relación afable. Apenas aquellos momentos de ternura en los que le cantaba para levantarla de la cama, le peinaba con paciencia su larga melena, le hacía vestiditos con faldas de organdí y jerséis de lanas multicolores, o le daba consejos que nunca entendía. 

Su rostro ahora era un paisaje de alejadas imágenes, algunas perdidas para siempre, otras más recientes soportaban la caducidad que la naturaleza contiene. 

El silencio del almuerzo parecía el anuncio de una despedida que se repetía a diario, aunque las dos lo ignoraban.



La palabra soñada

8.1.22



Hay quien sueña mientras habla.



Dispendios

7.1.22



El derroche material arruina el espíritu, en cambio la generosidad intelectual engrandece la materia.



Faces

6.1.22



¿Si la cara es el espejo del alma por qué las apariencias engañan?



Manos rotas

5.1.22



A menudo el ser humano siente fascinación por estropearlo todo.




Discernidores

4.1.22



Sabio es quien cada día que pasa les son necesarias menos cosas, aunque las pocas que les son imprescindibles lo son con toda intensidad.



Roce

3.1.22



Se ha gastado este tiempo como se desgasta una pastilla de jabón restregada contra la ropa para limpiar las manchas que impregnaron el tejido de la vida, esa trama de hilos que nos entreteje en una tupida malla de destinos hasta convertirnos en un viejo trapo deshilachado de usar y tirar.



Nadadores

2.1.22



Los pececillos de plata llevaban nadando muchos años en su biblioteca. Los veía pasar a hurtadillas como escualos sigilosos que se deslizaban entre las letras impresas y las portadas coriáceas. En los momentos donde hasta el polvo se aquietaba y ascendía el vapor de la lectura silenciosa, le parecía oírlos desplazarse por los anaqueles moviendo sus colas. Eran como los guardianes de los textos allí colocados sobre los que depositaban una pulvurulenta capa argéntica, dejando hilos de un blanco metalizado por el cual se intuían sus itinerarios. 

Los pececillos de plata, pensaba, era la única presencia animada que podía consentir en su acuario de quietud y de tiempo estancado, porque su respiración y el blandir de sus antenas para nada le interfería con su ritmo de lector estocástico. Es más, aquel deslizarse entre las sombras, fuera del círculo de la luz donde concentraba su mente en páginas pobladas por un populacho de palabras, le trasmitían una sensación relajante y desestresada. 

Sabía de su voracidad con el papel y de su timidez con la luminiscencia, por eso cada día limpiaba con detenimiento una parte de los estantes y jamás observó el más mínimo deterioro entre sus numerosos libros y eso lo tranquilizaba. 

Fue al consultar una vieja edición de la poesía del siglo de Oro que descubrió como en algunos sonetos de Quevedo varios versos habían desaparecido. Intrigado buscó en otros ejemplares y encontró hojas casi borradas en su totalidad. Angustiado intuyó que los pececillos de plata eran responsables, transformados en cultos devoradores de obras literarias.



Añada

1.1.22



«Tiene doce años metido en los trece». Intenté comprender aquello que escuché a una madre. Es decir, que doce años más un día son parte ya del décimo tercer aniversario que se completa 365 días después.

Si los romanos no contaban con el cero, anotaron a partir de uno, y así el año dos comenzó al completar el primer año, no como al contar uno desde cero que es cuando se completa la unidad. 

La discusión sobre cuando entraba el siglo XXI fue prolija y a mí casi me cuesta una amistad,

Las maneras de medir el tiempo son diferentes, desde las más precisas a las más subjetivas.

Y solo por eso, quizá, no haya un reloj más convincente que aquel que marca nuestro tiempo interior.



Malpensar

31.12.21



Hay gente que recela de todo aquello que no comprende.