Nadadores

2.1.22



Los pececillos de plata llevaban nadando muchos años en su biblioteca. Los veía pasar a hurtadillas como escualos sigilosos que se deslizaban entre las letras impresas y las portadas coriáceas. En los momentos donde hasta el polvo se aquietaba y ascendía el vapor de la lectura silenciosa, le parecía oírlos desplazarse por los anaqueles moviendo sus colas. Eran como los guardianes de los textos allí colocados sobre los que depositaban una pulvurulenta capa argéntica, dejando hilos de un blanco metalizado por el cual se intuían sus itinerarios. 

Los pececillos de plata, pensaba, era la única presencia animada que podía consentir en su acuario de quietud y de tiempo estancado, porque su respiración y el blandir de sus antenas para nada le interfería con su ritmo de lector estocástico. Es más, aquel deslizarse entre las sombras, fuera del círculo de la luz donde concentraba su mente en páginas pobladas por un populacho de palabras, le trasmitían una sensación relajante y desestresada. 

Sabía de su voracidad con el papel y de su timidez con la luminiscencia, por eso cada día limpiaba con detenimiento una parte de los estantes y jamás observó el más mínimo deterioro entre sus numerosos libros y eso lo tranquilizaba. 

Fue al consultar una vieja edición de la poesía del siglo de Oro que descubrió como en algunos sonetos de Quevedo varios versos habían desaparecido. Intrigado buscó en otros ejemplares y encontró hojas casi borradas en su totalidad. Angustiado intuyó que los pececillos de plata eran responsables, transformados en cultos devoradores de obras literarias.



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