Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
Albert Camus
Quizá hubiera tenido una anterior vida de amanuense o de linotipista, algún oficio manual relacionado con las palabras y los legajos. No lo sé, lo desconozco. Fue que, al entrar en aquel cubículo, me llegó una impresión extraña donde el rancio olor de la humedad y la profusión de documentación almacenada, mezclaban en mi mente un abigarrado sentimiento a descomposición de recuerdos. Dos lamparillas separadas en las esquinas iluminaban la habitación aislada de la luz solar, a pesar de poseer un gran ventanal que había sido clausurado a cualquier claridad externa, como para evitar la contaminación lumínica y veladora sobre aquel mar de papeles que inundaba la mayor parte del espacio.
La primera de las confesiones que me realizó y casi la única fue referenciar la tarea a la que, como un ser burocrático se había encomendado a diario: «estoy rompiendo papeles». La destrucción de documentos, según me explico, es una tarea parsimoniosa que exige mucho interés y concentración, porque cada escrito debe ser examinado para determinar su valor en el momento que fue redactado, su prevalencia actual y si en un futuro podría ser útil su contenido. Como sopesador de tan trascendente dictamen, sus manos eran la balanza y su mente sesuda el fiel de la misma, que se debería inclinar bien hacia la preservación o hacia la destrucción.
«Rompo papeles. Vengo aquí todos los días con la convicción de acabar con todo lo que resulte inservible, pero al volver a la jornada siguiente encuentro igual volumen de originales o incluso más. Diría que se retroalimentan y las mismas escrituras se duplican. Hay momentos que me siento como Sísifo. ¿Sabes a quién me refiero?». Negué con la cabeza a pesar de tener una leve idea de que ese nombre estaba asociado a algún mito. Busqué en el móvil. Era un personaje de la mitología griega, rey de Corinto célebre por sus fechorías y por timar a la muerte, y castigado por Zeus a llevar una piedra redonda hasta lo alto de una montaña una y otra vez. Su analogía me intrigó porque igual él también se suponía un Sísifo moderno condenado a una existencia absurda. «Es una colosal y aburrida», replicó con un deje de amargura en su voz. «A veces me pregunto si no sería mejor dejar que todo se pudra aquí, que la memoria se diluya en este mar de papeles sin importancia. Pero algo me impulsa a seguir, a desentrañar qué debe ser guardado y qué no. Es un compromiso que me incomoda, pero que no puedo rehusar».
Descansé en el único asiento disponible, una vieja y
destartalada mecedora de mimbre que crujió bajo mi peso. El ambiente cargado de
polvo y la penumbra de la habitación me producían una sensación de
claustrofobia. Observé al hombre, encorvado sobre su escritorio, inspeccionando
concienzudamente cada folio antes de colocarlo en una de las dos cestas cercanas
a él, una para destruir, la otra para guardar. Le ofrecí ayuda, entonces, en un
acto de condescendencia para para aliviar su carga. Él hombre me miró con
sorpresa desde el fondo de sus ojos grises reflejando la tenue luz de las
lamparillas. «¿Qué podrías hacer?», me preguntó. Dudé y le respondí sin saber
qué, «bueno, por si necesitas algo». Un silencio incómodo se apoderó de la
habitación. El sonido del crujir del papel y el ocasional toser del hombre eran
los únicos sonidos que rompían la quietud. De repente, se levantó y se dirigió
hacia la ventana clausurada. «Mira», dijo señalando hacia el exterior. Aparté
la vista de la montaña de papeles que me rodeaba y dirigí mi mirada hacia el
ventanal exclaustrado. Lo que vi me dejó sin aliento porque tras el cristal
opaco se extendía una ciudad de celulosa donde los edificios modernos se
mezclaban con las casas antiguas, las calles bulliciosas contrastaban con los
parques tranquilos. Era una ciudad llena de contrastes, de belleza y de caos
total de papel.
«Esa es la ciudad», dijo con voz melancólica. «La ciudad que yo he ayudado a construir, la ciudad que he visto crecer y cambiar». Su mirada se volvió hacia mí, sus ojos llenos de una profunda tristeza. No supe qué decir. Las palabras parecían insuficientes para expresar la compleja situación. En ese momento, comprendí que no solo estaba rompiendo papeles, sino también intentando destruir su condena.
«Vengo a romper papeles».