La guerra que viene

29.1.23



Cuando era pequeño siempre tiraba a dar y preferentemente iba con los malos, si bien aquel sueño le convirtió en pacifista de la noche a la mañana. El fantasma de Eduardo, un niño que se ahogó en la acequia donde se bañaban desnudos en verano, se le presentó mojado y pálido en una pesadilla y le contó: la guerra del futuro será la más terrible de todas las batallas. Maléfica porque el efecto destructor de las conflagraciones constantemente ha superado, al menos en un ápice, a la anterior. En un pacto de cordura, las beligerancias deberían hacerse con tirachinas, como las que practicábamos nosotros, por ese poso bélico que alberga el espíritu humano y que de alguna manera tiene que sublimar. Es cierto que la mejor contienda es que no haya ninguna, no obstante, ese ninguna parece conducir a cuando no quede nadie. Probable aseveración para los que han calculado repetidas veces que el tercer conflicto mundial vendrá y sucederá como el más limpio, puesto que, en lo tocante a matar, la muerte aparecerá de la mano de unos átomos respetuosos con el medio ambiente pero letales para la frágil vida humana. Por otra parte, aconseja el viejo dicho «dos no se pelean si uno no quiere» y, sin embargo, no faltará quien azuce y meta baza para sus intereses, hasta llegar al enfrentamiento. Por tanto, la última de las grandes epopeyas bélicas será de risa, aunque muy seria, ya que después de todo lo peor no es perder, sino observar la cara que le queda al perjudicado. Y esa es la esencia de la estrategia: la humillación. En esa conflagración no habrá más fiambres, al conocerse que los muertos dan mala reputación en las noticias del día y, a lo sumo, se morirán de vergüenza, nunca de un balazo letal y traicionero que lo ponga todo salpicado de sangre: bastará que se mueran por el bochorno. Los avances tecnológicos dotarán a los ejércitos de pequeños drones con tal inteligencia que éstos buscarán el cañón del arma enemiga hasta inutilizarla, enviando al enemigo al desempleo. Mediante rayos láser se narcotizará a los soldados contrarios incidiendo en su sistema simpático, lo que les provocará tal entusiasmo que saltarán locos de alegría y desertarán en pos de la fiesta. Generadores de ultrasonidos causarán en los batallones antagonistas, incontenibles descomposiciones, y lanzadores de materia viscosa con cualidades de mucosidad atraparán a la tropa en una bola pegajosa imposible de zafarse. No faltarán tampoco las armas sicológicas con mensajes personalizados al móvil de cada combatiente donde, públicamente, se airearán cuáles son sus defectos, vicios y secretas ruindades siendo reconocidas en todas las redes sociales. Al despertarse se notó aliviado sin saber que había comenzado la guerra que viene.



Contagiosos

28.1.23

 

Hay personas con las que siempre sabemos reír.

Sin dilaciones

27.1.23



Cada vivencia atesora un pulso de la existencia.



Instigaciones

26.1.23



Un aforismo debe ser una invitación a tener pensamientos propios.



Latentes

25.1.23



El verdadero misterio está en lo que se ha perdido porque nadie lo ha sabido encontrar.



Alienígenas

24.1.23



Tengo un amigo que siempre me recuerda que cuando me vio, por primera vez, pensó que era un extraterrestre. Y puede que, en ese momento, tuviera razón, pero uno termina aclimatándose a este planeta.



Imperfectivos

23.1.23



Somos copias imperfectas de quienes nos precedieron.



Clave de sol

22.1.23

 

1

Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de las manos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.

 

2

Andrea se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio dietario lo custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la vidriera por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días estuvo glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre ella y su jaqueca por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La muchacha apuntaba en el diario todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del triunfo y portando exquisitos trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una bailarina esbelta o una cantante reputada que arrastraba a las multitudes tras de sí.

 

3

La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña quieta en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos sus cuatro primeros amoríos, que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era para Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta preparada para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora joven de apuestos paladines que consumía a sus enamorados con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá, pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclaje a sus conquistas pues no bebía de un afecto más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de intérprete indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.

 

4

Eduardo Jorge fue el amor del pavo. El galante iniciático que palideció su vida entera y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella la sublime ternura de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser la pasión iniciática que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento, de la empalagosa descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un prometido tras otro.

 

Gustavo Luis fue la segunda de sus parejas. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además, se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo deportista que masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de fiesta y sus utopías de nena consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las hemicráneas, inventando dolores imaginarios y pesadumbres ilusorias. Pero a pesar de la esquiva atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada hercúlea con alma de atleta cibernético. Con él disfrutó de los besos desdeñosos y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca atendió a su hermosura de sensible concertista ni a su cariño de cuento de hadas.

 

5

Guillermo Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le satisfacía practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente fantasiosa y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que la castigara las tardes de jaqueca insoportable, que le respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros, tratando de domesticarlo.

 

6

Andrea soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito, donde acompañada de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía colocada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea en el piano tocaba el Preludio número uno en do mayor de Johann Sebastian Bach y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Serenata número trece de Wolfgang Amadeus Mozart y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas del Sueño de Amor de Franz Liszt y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones perdidos. Y si practicaba el Canon en re mayor de Johann Pachelbel, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana, como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las flores del acorazonadas. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida los hombres que asesinó con sus pasiones pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.

Sorteo

21.1.23



La suerte de abrir los ojos cada día es la verdadera fortuna.




Inéditos

20.1.23


Los errores de la Historia siempre son nuevos y por eso no hay memoria que los pueda evitar.



Adagio del caminante

19.1.23


—Dónde vas?

—Donde me lleven los pies.



Husmeos

18.1.23


Hay que buscar la poesía del mundo hasta encontrarla.



Contrasentidos

17.1.23

 

Todo aforismo encuentra su excepción más temprano que tarde.



Testeos

16.1.23



No se quiere lo desconocido solo se desea.




Tos sinfónica

15.1.23

Todo comenzó con un imperceptible picor en la garganta. Sonaban los violines y violas de la orquesta que se animaba con los primeros compases de la novena de Mahler. Respiró hondo y no le dio más importancia, deleitándose con la pletórica dulzura de aquella música que expresaba con profunda emoción, un esplendor de sensaciones y exuberantes sentimientos.

 

Siguió un minúsculo carraspeo a la par que los músicos se ofuscaban con el andante cómodo y los metales y cuerdas parecían estallar; algo que le animó a tragar saliva y aclarar la voz, antes de que los acordes murieran en las últimas resonancias de un clarinete anterior al primer silencio del concierto.

 

Tosió, entonces, de forma sonora y apremiante, amenazando la interpretación y realizando una proclama premonitoria del espectáculo que se avecinaba. Fagotes, trombas y violines acudieron en su ayuda al surgir el segundo de los movimientos y el carácter lúdico de la melodía lo relajó en el asiento, aprovechando la intervención de timbales y bombos para desahogarse y volver a carraspear. Así acompasó cada golpe de tos con la sonoridad grave de los porrazos secos y resonantes de la percusión.

 

Salvo la señora contigua nadie se percató del protagonismo de su tos, en tanto el sonido de los intérpretes se desinflaba al término de In Tempo eines gemächlichen Ländlers, momento en el que buscó con urgencia un pañuelo en su americana, metió la cabeza entre sus piernas y expectoró con todas sus fuerzas. Le favoreció el murmullo de la audiencia y el trasiego de la afinación previo a que el rondo burleske irrumpiera con brío en la sala.

 

El espíritu marchoso del tercer movimiento lo contagió y su tos afinada se integró en la agrupación musical, entretanto los solistas enfrascados en desentrañar las notas mahlerianas se aplicaban con tenacidad en la ejecución.

 

Los espectadores comenzaron a seguir atentos y entusiasmados su actuación de estornudos, desatendiendo el clímax de los metales del cuarto movimiento, hasta conseguir con su doloroso expeler ser el principal instrumento.

 

Paró de toser en la última pausa del recital para arrancar con un adagio en si-be-cof, cof, cof mayor, cuando la batuta del director se lo ordenó. Los músicos, emocionados, dejaron de tocar ante aquel do de pecho sublime de tos mientras él moría, en un adagissimo convulsivo de tosferina.

 

El público del auditorio, puesto en pie, ovacionó durante un intenso y larguísimo rato, su prodigiosa sinfonía tosida.

 


N. del A. Es recomendable poner de fondo la Sinfonía n.º 9 de Mahler 

Embaucados

14.1.23


Tras la inocencia infantil llega esa otra que nos hace fantasear con lo que no somos.



Disturbios

13.1.23



Perturbador es aquello que saca de quicio a la realidad.



Colada

12.1.23



A veces las ideas se amontonan como una pila de ropa sucia que hay que lavar.



Opciones

11.1.23



Si tuviera que elegir sería antes juglar que poeta, cuentista que escritor.



Insoluble

10.1.23



El conflicto humano parece irresoluble.