Sin dilaciones
27.1.23
Etiquetas: aforismo, existencia, pulso, vivencia
Instigaciones
26.1.23
Etiquetas: aforismo, pensamiento
Latentes
25.1.23
Alienígenas
24.1.23
Etiquetas: extraterrestre, pensamiento, planeta, reflexión
Imperfectivos
23.1.23
Somos copias imperfectas de quienes nos precedieron.
Etiquetas: aforismo, copia, imperfección
Clave de sol
22.1.23
1
Andrea
posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los
ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño,
cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de
arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número
uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo.
Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos
rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con
desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin
encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se
vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía
ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada
ausencia de las manos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las
lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa,
escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.
2
Andrea
se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol
mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde
anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su
pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo
resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad
resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de
aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio dietario lo
custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano
Petrof y la vidriera por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban
todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones
y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de
hormigón. En los últimos días estuvo glosando como amanuensa embelesada, el
sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel
Manuel caminando entre ella y su jaqueca por el parque de mordentes florecidos,
frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La muchacha apuntaba en el diario
todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y
de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla
de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del triunfo y
portando exquisitos trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los
hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás
también como una bailarina esbelta o una cantante reputada que arrastraba a las
multitudes tras de sí.
3
La
tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales
del aire. La migraña quieta en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas,
negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba
ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus
dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se
acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a
Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su
radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos sus cuatro primeros
amoríos, que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que
arruinaban su libérrima alma. El amor era para Andrea una bagatela, algo
friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta preparada para ser
consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora joven de apuestos paladines
que consumía a sus enamorados con la fiebre de quien devora una ilusión,
buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no
vendrá, pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella
causa de anclaje a sus conquistas pues no bebía de un afecto más exquisito que
aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un
ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de intérprete indolente,
percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.
4
Eduardo
Jorge fue el amor del pavo. El galante iniciático que palideció su vida entera
y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella la
sublime ternura de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser la pasión iniciática
que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus
sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento, de la empalagosa
descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones
con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco
templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La
niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que
fue enterrando un prometido tras otro.
Gustavo
Luis fue la segunda de sus parejas. Se encariñó con él porque le recortaba
ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más
de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido
rosa. Además, se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las
líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo
y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en
televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le
plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo deportista que
masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en
época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le
confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su
migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus
sueños de fiesta y sus utopías de nena consentida. Víctor Alfredo sólo vivía
para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana
y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las hemicráneas, inventando
dolores imaginarios y pesadumbres ilusorias. Pero a pesar de la esquiva
atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil
se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por
eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada
hercúlea con alma de atleta cibernético. Con él disfrutó de los besos
desdeñosos y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca
atendió a su hermosura de sensible concertista ni a su cariño de cuento de
hadas.
5
Guillermo
Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de
motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura
masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato.
Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una
familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de
segunda fila que tanto le satisfacía practicar. Guillermo Pablo hizo como si
comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las
migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente fantasiosa y fisonomía
de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los
defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los
ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea
aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y
dominante que la castigara las tardes de jaqueca insoportable, que le
respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el
fondo de sus ojos claros, tratando de domesticarlo.
6
Andrea
soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban
ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el
registro más agudo del éxito, donde acompañada de su migraña actuaba como
admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la
emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía
colocada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y
tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la
musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios,
cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas,
contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea en el piano tocaba
el Preludio número uno en do mayor de
Johann Sebastian Bach y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas
en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Serenata número trece de Wolfgang
Amadeus Mozart y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado.
Apenas hacía sonar las primeras notas del Sueño
de Amor de Franz Liszt y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las
marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la
sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano
por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones perdidos. Y si
practicaba el Canon en re mayor de
Johann Pachelbel, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana,
como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea
pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el
parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las
flores del aire y de las flores del acorazonadas. Ociosa al mundo que la
rodeaba, Andrea contaba entretenida los hombres que asesinó con sus pasiones
pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora
estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la
llegada de la menopausia.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Inéditos
20.1.23
Los errores de la Historia siempre son nuevos y por eso no hay memoria que los pueda evitar.
Adagio del caminante
19.1.23
—Dónde vas?
—Donde me lleven los pies.Etiquetas: aforismo dialógico, caminar
Testeos
16.1.23
No se quiere lo desconocido solo se desea.
Etiquetas: aforismo, desconocido, deseo, querer
Tos sinfónica
15.1.23
Todo comenzó con un imperceptible picor en la garganta. Sonaban los violines y violas de la orquesta que se animaba con los primeros compases de la novena de Mahler. Respiró hondo y no le dio más importancia, deleitándose con la pletórica dulzura de aquella música que expresaba con profunda emoción, un esplendor de sensaciones y exuberantes sentimientos.
Siguió
un minúsculo carraspeo a la par que los músicos se ofuscaban con el andante cómodo y los metales y cuerdas
parecían estallar; algo que le animó a tragar saliva y aclarar la voz, antes de
que los acordes murieran en las últimas resonancias de un clarinete anterior al
primer silencio del concierto.
Tosió,
entonces, de forma sonora y apremiante, amenazando la interpretación y
realizando una proclama premonitoria del espectáculo que se avecinaba. Fagotes,
trombas y violines acudieron en su ayuda al surgir el segundo de los
movimientos y el carácter lúdico de la melodía lo relajó en el asiento,
aprovechando la intervención de timbales y bombos para desahogarse y volver a
carraspear. Así acompasó cada golpe de tos con la sonoridad grave de los
porrazos secos y resonantes de la percusión.
Salvo
la señora contigua nadie se percató del protagonismo de su tos, en tanto el
sonido de los intérpretes se desinflaba al término de In Tempo eines gemächlichen Ländlers, momento en el que buscó con
urgencia un pañuelo en su americana, metió la cabeza entre sus piernas y
expectoró con todas sus fuerzas. Le favoreció el murmullo de la audiencia y el
trasiego de la afinación previo a que el rondo
burleske irrumpiera con brío en la sala.
El
espíritu marchoso del tercer movimiento lo contagió y su tos afinada se integró
en la agrupación musical, entretanto los solistas enfrascados en desentrañar
las notas mahlerianas se aplicaban con tenacidad en la ejecución.
Los
espectadores comenzaron a seguir atentos y entusiasmados su actuación de
estornudos, desatendiendo el clímax de los metales del cuarto movimiento, hasta
conseguir con su doloroso expeler ser el principal instrumento.
Paró
de toser en la última pausa del recital para arrancar con un adagio en
si-be-cof, cof, cof mayor, cuando la batuta del director se lo ordenó. Los
músicos, emocionados, dejaron de tocar ante aquel do de pecho sublime de tos
mientras él moría, en un adagissimo
convulsivo de tosferina.
El
público del auditorio, puesto en pie, ovacionó durante un intenso y larguísimo
rato, su prodigiosa sinfonía tosida.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Embaucados
14.1.23
Tras la inocencia infantil llega esa otra que nos hace fantasear con lo que no somos.
Disturbios
13.1.23
Etiquetas: aforismo, pertubador, realidad
El fin del mundo
8.1.23
Y habrá señales en el sol,
en la luna y en las estrellas.
(Lucas 21,25)
Al principio no dio mayor
importancia a que el ralentí de su automóvil se acelerara de imprevisto sin que
existiera una causa razonable que hiciera circular el vehículo a una velocidad
superior a la ordenada por su pie derecho. Discurrió, desde su conocimiento de
la mecánica, que algún organismo metálico se había indispuesto bajo el capó, como
ocurre con el paso de una estación a otra que la atmósfera varía y entonces la
humedad del ambiente es distinta y eso influye en las maquinarias, igual que condiciona
la rótula de la rodilla de tío José que nota el reuma cada vez que las bajas
presiones y la borrasca le advierten de la probable presencia de lluvias y tío
José, con la pierna colgándole y la voz cansina de zahorí, dice con acierto que
va a cambiar el tiempo. En los últimos años llovía poco, menos de lo
acostumbrado en aquellos lares, lo que podía ser razón suficiente para que el
metabolismo del motor, arregostado a la situación, se asustara ante un asomo de
humedad porque a veces estos artefactos llegan a ser casi humanos en sus
dolencias. Entendió también que quizás sólo se debería a un desajuste en el
estárter, a lo que él llamaba la palanquita para tirar del aire.
2
Tampoco prestó atención al hecho
de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en
números romanos y no en dígitos, comenzara a demorarse cada tarde cinco minutos
a las cinco en punto, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un
mecánico relojero que, previa apertura de tripas, colocara una nueva pila de
litio, no tanto por la importancia de la puntualidad y la precisión que para él
siempre significaban un ataque contra los principios de la buena salud, sino
porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no diera esos
pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un ballet. Por otra
parte, esa anomalía la encontraba ventajosa porque le supondría ahorrar cinco
minutos diarios que, guardados para su vejez, le proporcionarían unas largas
vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba con ese acento tan propio
que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún si son de la propia
esposa, su falta de exactitud cuando regresaba a deshoras o se retrasaba en una
cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que le regaló, cuando él
creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta para ahorcar el tiempo
y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y entonces discutían,
pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y eso era lo importante,
y todos los años compartidos que ya iban para doce los habían acercado cada vez
más. La experiencia de los años vividos le demostraban el valor ridículo de las
comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando desde el
gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los horarios de
trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para ganar en
producción y en ahorro energético. Entonces surgían todas las dudas en su
cabeza y comenzaba una retahíla de interrogaciones metafísicas que no llegaban
a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde
iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no
tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué
pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran
bisiestos, porque sobraba siempre algunos minutos en los números decimales y
que, en definitiva, le demostraban que esa particularidad del tiempo no era más
que una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar
las vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a
ninguna protesta.
3
A la extraña luminosidad que de
vez en cuando irradiaban las bombillas y que eran como borbotones de fuego que
ponían los filamentos primero de un rojo subido, para pasar después a un blanco
incandescente que extremaba la potencia de la lámpara hasta encandilar la
mirada, no la tomó muy en cuenta porque sabido era que la Compañía Eléctrica
jugaba con el voltaje de las líneas de alto voltaje para poner aquí y quitar
allá según sus intereses que no eran otros que los de ingresar mucho dinero por
las tarifas de electricidad doméstica aunque el usuario tuviera que quejarse
frecuentemente y poner el grito en el cielo. Imaginaba que en el barrio
coincidía el montaje de algún tinglado y para impedir, como sucedía cuando
llegaba el verano, un apagón general que provocaba la indignación del
vecindario reflejándose luego en los medios de comunicación, habrían aumentado
el voltaje para compensar el déficit de fluido de electrones, ocurriendo como
en otras ocasiones que al operario de turno se le iba la mano y cuando quería
darse cuenta se pasaba con el chorro eléctrico fundiendo media docena de lámparas
en cada domicilio. Se le venían a la cabeza entonces palabras que ya carecían
de significado para él porque habían quedado muy atrás en el archivo de la
memoria, como ohmio, hertzio o faradio, que le llegaban de la época que estudió
bachiller, eso sí con buenas notas que siempre fue muy aplicado en los estudios,
y rememoraba aquel experimento en el laboratorio de Física cuando don Damián,
profesor enjuto con gafas de sol y voz de carraspera aguardentosa, arrimaba una
barra de ebonita, a la que previamente frotaba un paño de lana, hasta una
esfera de médula de sauco que pendía de un hilo de seda, para demostrar que las
cargas de distinto signo se atraen y las que son iguales se repudian,
explicando las dos clases de electricidad, la vítrea o positiva y la ambarina o
negativa.
4
Él era un tipo meticuloso y
racional, concreto en sus ambiciones personales, que llevaba desde los
dieciocho años fabricando cintas de máquinas de escribir, papeles de calco y
últimamente cartuchos para impresoras de ordenador, desde que entró como
aprendiz a fundir cera, para mezclarla con aceite, glicerina y tinta, entre
molinos, tolvas y rodillos calientes, impregnada su piel con el color de las
sustancias más volátiles. Más de veinte años volcando pigmentos, negro, rojo,
magenta, para colorear la pasta, un trabajador recto que siempre daba todo por
la empresa y que desde la dirección comprendían su ejemplar proceder y por eso
sus veintidós años de dedicación a esta tarea le granjearon la estima y el
aprecio de los mandamases, sino cómo explicar cuántas veces llamó a la puerta
del director de la fábrica para hablarle cara y siempre fue recibido, cuántas
veces no salió sonriente de ese despacho ante la mirada de admiración y de
envidia de sus compañeros. Aficionado a la lectura se entusiasmaba con los
libros de ciencias y las enciclopedias, devoraba los textos mientras su familia
consumía televisión, formándose una idea concreta de la realidad que lo
rodeaba, un universo euclidiano donde por un punto sólo podía pasar una recta
paralela a otra, recordando la lectura de la geometría hiperbólica de Nikolái
Lobachevski, donde se postulaba un cosmos parecido a una pecera, donde los
habitantes aumentaban de tamaño al acercarse a la superficie, algo insostenible
para él que sólo concebía aquello que era palpable y desdeñaba cuantos
fenómenos no tuvieran una explicación desarrollada en la práctica, descartando
todas esas fantasías imaginables que con tanta avidez acogían las gentes. A
pesar de ello las casualidades de los días postreros le hicieron indagar dentro
de su mente, buscando en algún cajón del pensamiento donde pudiera encontrar
una respuesta adecuada al cúmulo de desórdenes que se sucedían en un contexto que
para él se manifestaba en armonía consigo misma.
5
Aquel fin de semana Marta y los
niños, Sabina y Abel, se ausentaron del apartamento para pasar unos días junto
a Enriqueta, la madre de Marta, y a tío José que volvía a estar achacoso de su reumatismo
porque ya se sabía que, era aparecer una nubecilla en lontananza, y le
cambiaban los humores como de la noche al día. Allí los niños gastarían su
vitalidad entre juegos y correrías y ver que la naturaleza tenía otros colores
y olores para sus sentidos que no los establecidos por los límites de las
paredes del piso que habitaban, donde aire más puro y vegetación exuberante
estimularan la viciada vida de sus células urbanas. Para él era la ocasión de
hacer de hombre de la casa y comprobar desde la soledad, cuánto se echa de
menos a los demás cuando no suelen estar, relajarse y pensar en todos esos
fenómenos que con frecuencia discontinua habían estado demostrándose en los
últimos días. Una noche que dormitaba en el sofá frente al televisor le extrañó
percibir súbitamente una claridad prodigiosa que despedía la pantalla y percibir
como palpables la secuencia de imágenes de un intermedio publicitario. Se frotó
los ojos para despabilar de su somnolencia porque aquellas siluetas parecían
salirse de la tele como en un holograma y comenzó a sentir un sudor frío que, especuló,
pudiera ser por una mala digestión o por haberse pasado con el vino, hasta que vio
salir de aquel cuadrado de luz una sirena con el cabello pelirrojo que mientras
le ofrecía unos pantalones vaqueros, sentenciaba la frase 'sentirás no
llevarlos'. Luego fue un señor bien trajeado que, sentándose con educación a su
lado, le convenció de que los tipos de interés del banco que representaba eran
los más ventajosos del mercado, haciéndole firmar un contrato para un seguro de
vida. Apenas se marchó el señor con cara de presentador, salió una rubia
despampanante que sugerente le susurró al oído: ‘¿Adivinas quién sale de fin de
semana? Tiene un gran coche y no se priva de nada. Sin agobios para pagarlo y
poder disfrutarlo. Cambia de coche. No de vida’. Aquella frase hiriente le
arañó en su subconsciente de varón abandonado en el hogar y desconectó el aparato
casi por instinto y, a pesar de no ser muy adicto a la bebida, corrió hasta
donde guardaba una botella de güisqui. Necesitaba un trago para pasar el sobresalto
y dormir para ver si el día terminaba y con él todos los desvaríos, amaneciendo
con sus biorritmos mejorados.
6
Al día siguiente, mañana de
domingo, comenzó a mostrarse un rosario de pequeños desastres en el hogar, como
que el agua que ponía a hervir para tomarse una taza de té tardaba la mitad, de
lo cual dedujo que o bien el punto de ebullición se alcanzaba con menos
temperatura o que la presión de la atmósfera disminuyó. Cuando fue al cuarto de
baño a lavarse la cara descubrió como el agua que escapaba por el desagüe del
lavabo giraba en sentido contrario al de todas las mañanas. En ese instante
sonó el teléfono y pensó que era Marta que lo llamaba para saber que todo iba
bien, pensando aliviado que por fin se podría librar de esa cadena de desastres
que lo estaban atosigando y dudó si sería conveniente contarle lo ocurrido o
esperar a su vuelta para no alarmarla. Descolgó el receptor y se lo acercó al oído,
pero del audífono no salieron palabras lógicas sino sílabas como sorteadas
entre sí en una jerga de varios idiomas, y sobrecogido supuso que los enlaces
telefónicos habían enloquecido, estableciendo la conexión entre miles de frases
incompletas. Comenzó en ese momento un concierto de las máquinas que se
encontraban en la vivienda. Parecía como si los electrodomésticos hubieran
adquirido vida propia.
7
Sentado en la taza del retrete,
lugar donde suelen acudir las ideas más aclaratorias, recordó que en cierta
ocasión leyendo una enciclopedia que narraba los grandes hitos de la creación,
aprendió que el Universo se sustentaba sobre dos principios fundamentales como
eran la energía y otro concepto algo abstracto que no llegó a comprender muy
bien, llamado entropía, y que cualquier desarreglo de ellos produciría el
término de la vida conocida y por ende la finalización del mundo. Esto unido a
una vaga referencia bíblica que rondaba en su cabeza y creía del Apocalipsis,
aunque no sabía bien si andaba en lo cierto, sobre que al final de los tiempos
habría señales y signos que anunciarían la consumación de todo, le hicieron
cerrar el círculo de las hipótesis y concluir que el final de todo había
llegado y él era el único en percatarse. Feliz con la iluminación acontecida
tiró de la cisterna en un gesto definitivo y concluyente para avisar al resto
de los mortales del descubrimiento y, en ese instante, fue engullido por un
torbellino de agua azulada en el día del arcángel san Rafael, mientras un querubín
trompetista, algo blusero, anunciaba sin remordimiento el final oclusivo de
este cuento.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos