Hace años escribí este aforismo: «Me emborracho con las puestas de sol y me drogo mirando el mar: soy un adicto a la belleza». Era una metáfora para tratar de explicar que se puede implementar en nuestras vidas cambios hacia experiencias que impacten menos en nuestro cuerpo y más en nuestro espíritu.
Desde
entonces y hasta ahora, en contra de la norma social, no tomo alcohol, porque
«Solo estamos preparados contra el paso del tiempo, cuando cada segundo se vive
con plenitud y conciencia», argumento que suele espantar a algunas personas que
lo escuchan. Por eso les digo que he llegado hasta ahí después de recorrer un
camino tras una experiencia personal.
Ahora
me entero que eso de cero alcohol o que hay que sustituir ese placer por
otros como contemplar el mar o los ocasos, pausar la vida y disfrutar de los
pequeños encantos, se ha puesto de moda entre personajes famosos y me temo otra
colisión humana a favor y en contra.
Por
eso digo que no me atrevo a decir que soy feliz y, sin embargo, me alegro con
cada cosa sencilla que me es dada.
La
felicidad no siempre se declara, pero se encuentra en lo simple. Al vivir cada
instante con compleción, el tiempo se dilata y la serenidad nos envuelve,
permitiéndonos disfrutar de cada resquicio de vida.
Extraer
de cada partícula de tiempo el gozo necesario que nos lleve a la totalidad del
sentido existencial. Es imposible detener el tiempo, pero sí dilatarlo
viviéndolo en su integridad.
No
tengo prisa y por eso me demoro en cada instante que vivo.