El error que fuimos

13.11.25


Todos los errores cometidos nos han traído hasta aquí. Cada tropiezo, cada desvío, cada torpeza ha tejido, sin saberlo, la trama de lo que somos. Sin ellos, quizá habríamos sido una versión más pulida, pero también más ajena, más irreal, porque los errores no solo deforman el camino sino que lo revelan. Nos muestran el contorno de nuestras búsquedas, la medida de nuestros límites y, a veces, incluso el modo secreto en que la vida nos corrige sin decirlo. No hay destino sin falla ni aprendizaje sin caída. Sin los errores que fuimos, no existiría la verdad que hoy nos sostiene.


El puzle

12.11.25


Nunca terminarás de encajar todas las piezas del rompecabezas de tu vida. Siempre faltará una, o sobrarán dos. Y, sin embargo, seguirás ordenando los bordes, girando las figuras, buscando el fragmento que encaje con lo que fuiste. La vida no se completa: se sostiene en su hueco. Cada pieza ausente nos recuerda que seguimos vivos, que aún buscamos. El sentido no está en terminar el puzle, sino en mirar cómo la imagen, aun incompleta, sigue teniendo forma.


Cernudiana

11.11.25


El tiempo como una enredadera cubre de olvido los muros de todo lo sentido.


Replegarse

10.11.25


Veo el mundo sin verme en él y entonces lo comprendo porque mientras me miro, todo se distorsiona y las cosas dejan de ser y se vuelven puro reflejo. Solo cuando me retiro, el mundo recupera su forma. Por eso, tal vez, comprender no sea poseer ni juzgar, sino desaparecer un instante de aquello que se contempla. La verdad no se alcanza con la mirada, sino con la renuncia al yo que mira.


Invasiones

9.11.25



Durante muchos siglos la Gran Muralla China aguantó innumerables arremetidas mongolas pero con el paso del tiempo no ha podido contener las incursiones bárbaras de los turistas. Ahora llegan en oleadas, armados con cámaras, teléfonos y palos de selfi. No buscan conquistar territorios, sino encuadres. Allí donde antes resonaban ecos de guerra, hoy se escuchan clics y risas en todos los idiomas. Media guardia ha desertado y el resto de guardianes ha dejado de vigilar el horizonte y se dedica a controlar el acceso del wifi.


Recibimientos

8.11.25


La solidaridad es tantas veces criticada por quienes podrían ser sus beneficiarios, que asusta la honda ingratitud del corazón humano. Parece que ayudar se ha vuelto sospechoso y recibir, una herida al orgullo. Y olvidamos que la solidaridad no humilla sino que dignifica al que da y, por supuesto, al que acepta. Pero vivimos en tiempos donde la dependencia se confunde con debilidad y la empatía con ingenuidad, donar se interpreta como paternalismo y aceptar como derrota. Y sin embargo, toda sociedad se sostiene sobre el intercambio invisible del cuidado, porque nadie se salva solo, aunque a veces la autosuficiencia lo disfrace de virtud. Quizá el verdadero desafío no sea aprender a dar, sino reaprender a recibir y a reconocer en el gesto ajeno no una ofensa, sino una forma de humanidad compartida. Recibir con gratitud también es una forma de dar.


Inventario de las cosas impensadas

7.11.25


El pensamiento humano ha conquistado casi todo, salvo el misterio de lo que no puede pensar. Y quizá en ese límite invisible habite la conciencia de que siempre habrá algo que aún no hemos pensado. Pongamos en duda que el pensamiento sea la cima de la conciencia sino su base porque, aunque hayamos pensado en dioses, en átomos, en universos paralelos, en el infinito, en la trascendencia o las máquinas que por nosotros actúan, deben de existir zonas del ser todavía no tocadas por mente alguna.

Un sentimiento sin cuerpo.
El silencio sin sonido.
El deseo de una inteligencia que no necesita desear.
Cómo nos percibe la materia.
El tiempo contándose a sí mismo.
El morir de la muerte cuando nada exista.
La desaparición de todo lo no aparecido.

Al nombrar en lo que no se ha pensado ya deja de ser impensado. Nombrar lo impensado es ya una forma de pensarlo pero aceptar que algo permanece más allá del pensamiento es lo que mantiene viva la inteligencia humana.


El instante eterno

6.11.25


No existe nada más eterno que el instante que vivimos. El resto tanto pasado como futuro son ficciones de la mente, un registro y un bosquejo. Solo el presente tiene cuerpo, solo en él respiramos conciencia.

El instante no dura, pero deja huella. En su brevedad se condensa la memoria, el deseo, la cognición del ser. Su eternidad no proviene del tiempo, sino de la intensidad.

Cuando un momento nos atraviesa plenamente, el reloj se detiene no porque el tiempo cese, sino porque dejamos de medirlo. Esa suspensión es el territorio de lo intenso, el punto donde la vida y la eternidad se lían y aunque busquemos la permanencia en lo que dura, lo eterno habita en lo que sucede y se marcha. La eternidad no está en el infinito, sino en el ahora consumido. Vivir es conceder al instante la dignidad de lo imperecedero.


El arquitecto de las ideas

5.11.25


Tuve dos vocaciones de juventud: ser poeta y ser arquitecto. Emborroné cuadernos, regalé malos versos e insistí hasta que el tiempo me hizo flojear de aquel empeño. También diseñé edificios y soñé imaginativas construcciones mientras estudiaba Delineación, pero nunca alcancé aquella meta. De la primera ambición ya me curé, aunque no del todo, porque dicen que los poetas nunca se remedian, solo se transforman, y ahora, sin proponérmelo, me realizó en la segunda.

Igual que un arquitecto que diseña obras de arte y tiene un gran equipo que las realiza, técnicos que hacen los cálculos, obreros que la levantan, ahora me he convertido en un arquitecto de las ideas que proyecta estructuras invisibles que ya no se construyen en piedra, sino en el pensamiento, con miles de máquinas inteligentes que las construyen, que las revisten, que las detallan, según mi plan director de la obra.

La inteligencia artificial ha desplazado las manos, pero no el gesto creador. Esas máquinas no son mis obreras ni mis sustitutas, sino los instrumentos con los que mi pensamiento se vuelve materia. Como todo buen arquitecto, debo saber cuándo intervenir y cuándo dejar que la obra se construya sola. Quizá esa sea la paradoja de nuestro tiempo: las ideas todavía necesitan un arquitecto, aunque el edificio ya se levante sin manos humanas. El diseño imaginativo sigue siendo un acto de pensamiento humano.

Desde los primeros filósofos del siglo XX, la relación entre el ser humano y la técnica ha sido una de las grandes cuestiones del pensamiento. No se trata solo de cómo usamos las herramientas, sino de cómo las herramientas nos piensan a nosotros.

Martin Heidegger, en ‘La pregunta por la técnica’, afirmaba que el peligro no está en las máquinas, sino en la manera en que nos relacionamos con ellas: cuando dejamos de verlas como medios y empezamos a pensar como ellas. La técnica, decía, no es un instrumento, sino una forma de desocultamiento, una manera de revelar el mundo. En ese sentido, el arquitecto de las ideas no es esclavo de sus máquinas, sino su guía ontológico, el que decide qué debe ser revelado.

Al respecto, Walter Benjamin advirtió que la reproductibilidad técnica transformaba la experiencia del arte, pero también democratizaba el acto creativo. La obra ya no depende solo del genio individual, sino de un tejido colectivo de medios, dispositivos y miradas. Algo parecido ocurre con la inteligencia artificial donde el creador sigue existiendo, pero ahora su taller es el universo digital.

Más tarde, Gilbert Simondon entendió la técnica como una forma de individuación donde cada herramienta encarna un fragmento de pensamiento humano en evolución. Crear con máquinas no significa perder autonomía, sino extender la mente hacia otros materiales de lo posible.

En ese horizonte, El arquitecto de las ideas no plantea una nostalgia por el pasado artesanal, sino una continuidad espiritual en el acto de proyectar, de concebir formas, de imaginar estructuras, sigue siendo profundamente humano. Porque mientras haya alguien que trace el plano invisible de una idea, la técnica. por muy autónoma que parezca, seguirá siendo una obra del pensamiento en construcción.


Saludable creatividad

4.11.25


Vivimos rodeados de discursos sobre productividad, innovación y rendimiento. Sin embargo, casi nadie habla de creatividad en su sentido más humano: como una forma de libertad interior. Crear no es solo inventar algo nuevo, sino abrir espacio donde antes solo había rutina, obediencia o miedo.

Una mente caótica en una vida ordenada es una suerte porque en el caos interno impide que la existencia se endurezca, que la costumbre adquiera la forma de destino. La creatividad es esa grieta luminosa por la que entra el aire del asombro.

Ya Gilles Deleuze y Félix Guattari advirtieron que no nos falta comunicación, sino creación. En una época saturada de mensajes y datos, la resistencia más profunda no está en hablar más, sino en imaginar distinto. La entereza imaginativa ante lo actual es lo que alivia su peso, lo que nos salva del conformismo que disfraza de normalidad lo intolerable.

Erich Fromm escribió que la creatividad requiere el valor de desprenderse de las certezas, ya que toda invención nace de una pérdida y solo quien se atreve a soltar los mapas encuentra caminos nuevos. La perplejidad, lejos de ser debilidad, es una forma de inteligencia, la que sabe vivir sin saber del todo.

Frente a un sistema que todo mide y anticipa, solo dos actitudes mantienen viva la dignidad del pensamiento, la creatividad y la subversión, hermanas del mismo gesto de negarse a repetir. Fomentar la imaginación en la niñez no es un lujo educativo, sino una urgencia moral. Un niño que imagina será un adulto que sobrevive, no porque tenga respuestas, sino porque sabrá inventarlas.

Adivinatorias

3.11.25


Imaginamos el porvenir con los ojos del presente, con los mismos temores y deseos que nos limitan hoy. Confundimos proyección con comprensión, como si ver más lejos fuera entender mejor. Pero el futuro no se deja adivinar: se inventa, se desvía, nos desmiente. Quizá lo más sabio no sea intentar verlo, sino aprender a recibirlo sin la soberbia de creer que ya lo conocemos. El problema de pronosticar el futuro es que caemos en nuestra propia miopía.


El charco

2.11.25


El niño chapotea con sus botas de agua en un charco formado por la lluvia. Aparentemente sin ningún peligro da saltos de alegría, hasta que en un momento el charco se hace profundo y el chaval se sumerge en él. Después la superficie del agua como un espejo queda aquietada y refleja un cielo. Nadie lo vio desaparecer, pero a veces, cuando llueve, se oye una risa lejana que brota desde los charcos, como si el niño siguiera saltando al otro lado del mundo.


Ensanchar la libertad

1.11.25


La libertad no siempre se alza, a veces se dilata como el aire que entra hondo después de mucho contenerlo. Se ensancha cuando caminamos sin prisa, cuando escuchamos sin miedo, cuando dejamos de obedecer al ruido. Ensanchar la libertad es también agrandar la libertad del pensamiento, permitirle desviarse, dudar, contradecirse sin culpa. Es dejar que la mente respire sin dogma, que la idea no se vuelva trinchera, que la palabra no sea jaula. Ensanchar la libertad es permitir que la vida respire por dentro sin mandato ni miedo, convirtiendo lo cotidiano en un territorio donde la ideas puedan moverse con naturalidad. Quizá la libertad no sea una conquista sino un ensanchamiento como se expande la luz en la mañana.


Decires

31.10.25


A veces hablamos mucho, pero decimos poco. Contamos historias, compartimos detalles, llenamos silencios y, sin embargo, lo esencial queda guardado. Hay muchas cosas que contar y pocas que decir, porque lo que de verdad importa no siempre necesita palabras.

Vivimos en tiempos donde todo se muestra, todo se dice, todo se publica. Queremos compartir cada momento, cada pensamiento, cada emoción. Pero en medio de tanto ruido, a veces perdemos la profundidad de lo que sentimos. Nos acostumbramos a narrar sin realmente decir, a llenar los espacios con palabras que no siempre nacen del alma.

La narrativa de nuestros días es que hablamos más que nunca, pero escuchamos menos, contamos mucho y conectamos poco. Nos volvemos expertos en mostrar vidas completas y, al mismo tiempo, en esconder lo que verdaderamente nos pasa por dentro. Lo esencial es esa emoción sincera, esa palabra honesta, ese silencio que dice más que mil frases se queda ahí, esperando un momento de calma para salir.

Tal vez por eso, cada vez valoramos más esas conversaciones pequeñas donde alguien no intenta impresionar, sino simplemente compartir lo que siente. Donde no hay filtros ni frases armadas, solo presencia, porque al final, no se trata de tener mucho que contar, sino de tener algo que realmente decir.



El espejismo del deseo

30.10.25


Los seres humanos pasan media vida anhelantes y la otra media desencantados por no conseguir sus deseos. Quizá el error no está en el deseo mismo, sino en el modo de imaginarlo como una promesa de plenitud, cuando en realidad es apenas una chispa que nos mantiene en movimiento. Deseamos con la ingenuidad de quien cree que alcanzar algo equivale a entenderlo, y al tenerlo, descubrimos que nada se colma del todo. Así vivimos, alternando entre la esperanza y la desilusión, sin advertir que lo más vivo ocurre en el tránsito, en la tensión entre lo que falta y lo que se tiene. Tal vez la sabiduría consista en reconciliarse con el deseo como un estado permanente, no como una carencia, sino como una forma de estar en el mundo, atentos, abiertos, incompletos, pero conscientes de que el anhelo también es una manera de existir.


Saciedades

29.10.25


Busco algún lugar donde la gente esté cansada de ser feliz. Tal vez exista un rincón del mundo donde la felicidad no sea una obligación, donde nadie tenga que sonreír para demostrar que todo está bien. Un lugar donde la alegría no se mida en fotos ni en promesas de plenitud constante.

Allí, quizás, las personas comprendan que estar cansado también es una forma de vivir, que la calma puede ser más profunda que la euforia, y que no hay vergüenza en sentir el peso de existir.

Busco ese lugar no por desesperanza, sino por descanso. Porque incluso la búsqueda de la felicidad cansa, y a veces uno solo quiere sentarse un rato a mirar cómo pasa la vida, sin tener que ser feliz todo el tiempo.


Alucinaciones azarosas

28.10.25


Tendemos a pensar que un destino diferente al que nos rige nos libraría de soportar nuestras limitaciones. Imaginamos vidas paralelas donde nuestras decisiones fueron otras, donde el azar jugó distinto. Nos decimos que, en ese otro lugar, seríamos más libres, más sabios, más completos.

Pero incluso en esos escenarios inventados donde todo aparecería distinto ¿seguiríamos siendo nosotros, con nuestras mismas grietas, miedos y vacíos? ¿cambiar el contexto no borra la esencia o solo la desplaza?

Los contextos donde podemos reubicar mentalmente nuestro azar pueden parecer infinitos, pero todos terminarían por revelarnos el mismo rostro, ese de nuestros propios límites. ¿Escapamos del destino o solo cambiamos de paisaje?

Quizá la libertad no consista en huir de lo que somos, sino en aprender a habitarnos sin querer ser otros, reconciliarnos con el azar que nos tocó vivir y hacerlo parte de nosotros, no como un sometimiento sino como una revelación existencial.


Ruborescencias

27.10.25


Existen gestos mínimos que revelan más de lo que aparentan. Que alguien se ruborice delante de ti por algo que has dicho o hecho es un instante de verdad, un temblor humano que no se puede fingir. En ese leve enrojecimiento del rostro, llamarada contenida, asoma la parte más sensible y encantadora de las personas. El rubor es una confesión sin palabras, un modo de decir ‘esto me toca’ sin necesidad de explicaciones. Su aparición rompe la superficie del control, deja salir al alma por la piel. Por eso es tan valioso, porque en tiempos de máscaras y poses, ruborizarse es un acto de transparencia, es pintarse con el color de la atmósfera del corazón. Y en esa breve tonalidad rosada, la vida se declara viva, vulnerable, verdadera.


Llegadas

26.10.25


La mujer que viene a verme todos los atardeceres no tiene nombre o quizás lo tenga pero es impronunciable. Es muy atenta conmigo y me habla de cosas imposibles, no porque no puedan ocurrir sino porque cuando pasan todo se detiene y no puedes respirar y se va la luz.

A veces entra sin hacer ruido, como si atravesara las paredes. Se sienta a mi lado y me toma la mano. Sus dedos están fríos, pero no me incomoda. Dice que el tiempo no es una línea, sino una cuerda que se puede tensar o soltar, y que a veces ella viene de un nudo de esa cuerda. No sé si entiendo lo que dice, pero su voz me calma, como si me hablara desde dentro de mi propio sueño.

Le pregunto si volverá mañana. Sonríe sin mover los labios. Luego, todo se apaga. Cuando despierto, la habitación huele a frangipani y hay una silla vacía junto a mi cama.


Aparcados

25.10.25



Tuve la suerte en mi infancia de convivir y disfrutar de mi abuela materna, era como la madre buena que nos protegía y nunca nos regañaba. La vi expirar un día, ya casi nonagenaria, como quien se duerme. Nunca la hubiera imaginado en una residencia para personas mayores.

Las residencias de ancianos son la muestra silenciosa del fracaso de la evolución humana. Allí donde deberíamos haber aprendido a cuidar, a corresponder, a acompañar el tiempo que se apaga con ternura, hemos levantado muros. Un sistema que aísla, que encierra, que aparta de los afectos a quienes alguna vez nos dieron el mundo.

El trabajo moderno, con sus ritmos implacables, con su dictadura de horarios y de urgencias, nos ha condicionado hasta volvernos ciegos. Hemos organizado la vida en torno a la productividad, no al afecto. Y así, sin darnos cuenta, la presencia se volvió un lujo, el cuidado una tarea delegada, el amor un trámite pendiente.

Les llamamos ‘centros de atención’, pero son lugares donde la vida se administra, no se comparte. Hemos aceptado, casi con alivio, que el deber laboral justifica la distancia, que la vejez puede externalizarse, que el tiempo con los nuestros puede aplazarse indefinidamente. En nombre de la eficiencia, sacrificamos el contacto humano, convencidos de que el progreso nos absuelve.

Y al final, el ser humano termina recluido en un espacio aséptico, ajeno a los suyos, rodeado de rutinas que no le pertenecen. Es el precio que pagamos por confundir el trabajo con el sentido, la velocidad con la vida, la productividad con la plenitud. Quizá un día entendamos que no hay futuro posible si no sabemos habitar el final con amor, ni presente digno si el trabajo nos roba la ternura.