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La llamada maternal

4.12.25


En la isla Socorro, ciertas aves reclaman a sus crías con un piar agudo y obstinado para que no se pierdan entre las ramas. En Andalucía —y quizá en cualquier lugar donde la vida conserve su raíz antigua— las madres llaman a sus hijos con un timbre único, una vibración que solo el cuerpo del hijo reconoce sin esfuerzo. No es un nombre, es una melodía ancestral, una cuerda que atraviesa generaciones. Ese grito claro, esa sílaba aguda, era en los pueblos una brújula infalible.

Hoy, el ruido continuo de las ciudades ha borrado esa frecuencia. El claxon, el tráfico, la música filtrada por ventanas abren un paisaje donde las voces identitarias se disuelven. Solo quedan en los márgenes, en algunas barriadas o en aldeas, los últimos ecos de esa llamada primera.

César Vallejo lo sabía cuando versificaba que la voz de la madre puede despertarnos con su cólera tierna, como si un antiguo canto habitara aún en esa orden dulce y feroz. Su voz no convoca solo al hijo, convoca a la especie. Porque toda llamada maternal es, en el fondo, un vestigio del primer idioma que tuvimos, esa mezcla de advertencia, amor y música, como si cada madre guardara en su garganta la última nota del canto de las sirenas. Es ese tono, imposible de confundir, imposible de olvidar, el que nos recuerda que, antes que individuos, fuimos una escucha. Y tal vez lo sigamos siendo.