Contra todos los premios

3.12.25



El cielo nunca compite con el mar en azul. La rosa no aspira a desbancar a la clavellina. En la naturaleza no hay jurados ni diplomas, existe solo presencia. Cuando el ser humano inventó el premio, inauguró la envidia disfrazada de mérito. El color que gana es el que empieza a perder, me dijo un pintor ciego que firmaba sus cuadros con olor a trementina. Ganar es la forma más veloz de comenzar a pudrirse.

Los premios son la coartada amable del castigo social porque consagran lo que debe repetirse, silencian lo que incomoda, barnizan con brillo la obediencia. Subir al estrado es pisar la nuca de quien no subió, recibir un aplauso es aceptar el canon que lo concede. El podio, tantas veces, es un patíbulo con alfombra roja.

Premiar la ‘originalidad’ es domesticarla y aplaudir la ‘excelencia’ es convertirla en estándar. Así se forja un cementerio de obras que no encajan en la vitrina. El certamen transforma la diferencia en desigualdad porque cuando dos poemas compiten, ambos pierden, uno al ser elegido, el otro al ser descartado. Y mientras tanto, la infancia aprende temprano que vivir es un ring y que el vecino es adversario.

Abolir los premios no implica negar la excelencia, sino devolverla al aire común, donde nadie la firma y todos la respiran. Tal vez el único mérito legítimo sea aquel que no necesita constancia, el de una obra que se ofrece como pan sin etiqueta, un gesto sin testigo, una rosa sin jurado.

Cuando se apague el último diploma, quedará lo único verdadero que no es otra cosa que la brisa moviendo las hojas sin premiar al árbol, y donde el hay amor a la creación sin esperar recompensa.


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