Kamikaze

7.12.25


Tropezó mil veces sobre la misma piedra, pero no era un error. Quería suicidarse. La piedra estaba en el umbral, una losa suelta que él mismo había puesto. Durante años, cada mañana, el mismo golpe exacto. Las rodillas primero sangraron, luego se hicieron de cuero. La piedra se fue puliendo: los bordes se redondearon, la superficie se volvió lisa. Al final, la piedra se desgastó más que sus rodillas. Y aún seguía tropezando.


2 apostillas:

josia dijo...

... como un oficio.

Joselu dijo...

Qué magnífico microcuento: breve, cruel, y de una precisión casi quirúrgica. El mito banal del hombre que tropieza siempre en la misma piedra, convertido en una parábola existencial donde el fracaso no es accidente sino destino asumido. Hay aquí un tono de humor negrísimo —esa rutina suicida del tropiezo— que se ilumina si se lee desde el “amor fati” nietzscheano: la aceptación jubilosa del propio destino, incluso del dolor, como afirmación plena de la vida.

El protagonista no quiere evitar la piedra; la ha puesto él mismo, con una especie de severa lucidez. La piedra es su creación, su rito. En lugar de rebelarse o lamentarse, ama su fatalidad hasta convertirla en hábito, en arte doloroso, en fidelidad a lo inevitable. Como Sísifo avant la lettre, repite su caída con una obstinación serena: transforma el sufrimiento en sentido.

La ironía radica en que su “suicidio” no es renuncia, sino perseverancia: muere cada día un poco en el golpe, pero también se afirma, sigue existiendo en el gesto que ya no puede ni quiere evitar. Con el tiempo, ni siquiera la piedra resiste tanto amor: se desgasta antes que él. La materia cede ante la voluntad.

Así, el microcuento parece murmurar con Nietzsche: “No busques una vida sin tropiezos; haz que el tropiezo mismo sea tu forma de vivir.”