Entendí lo de su apodo la mañana de domingo que, resacoso y semidesnudo, caminaba tambaleante por el pasillo del piso de estudiantes en busca del cuarto de baño y me topé con una señora, remilgada y de aspecto cuidadísimo. ¡Qué susto! La madre de un compañero de piso que entraba como Pedro por su casa a visitar a su hijo, ¡y tenía hasta llave de la casa! Había venido a pasarle revista a su hijo, para que no le falta de nada y mantuviera aquel aspecto tan peripuesto que siempre mantenía.
El apañao tardó doce años en terminar la carrera de Medicina. Se pasaba las horas subrayando cada línea de los libros de texto y de los apuntes fotocopiados, con rotuladores de diferentes colores, con tal parsimonia y pulcritud como si tuviera toda la eternidad por delante.
Recuerdo que fraguó amistad con un interno de un colegio mayor del Opus Dei. Por lo que contaba de la experiencia de su amigo, pensé que acabaría ingresando en esa institución. Sus ideas eran tan estrambóticas como él y no hubiera desentonado.
No fue así, me contaron que se casó, tiene una familia y trabaja como funcionario de prisiones. En la la enfermería de la prisión dado su extenso conocimiento médico.