Mientras podo los rosales –con el rito anual de la luna menguante de enero– recuerdo a mi abuela, una mujer pequeña y menuda con todo su pelo blanco rematado en un rodete y una toquilla sobre los hombros. De niño pensaba que ella había nacido así.
Ahora, al desnudar de follaje estos rosales, pienso en sus manos de una piel como papel mojado y en su mirada vivaz. Y me parece escuchar sus palabras al sentenciar, como cada año, que ella no estaría cuando volviera la próxima primavera.
Como cada año podo las ramas del rosal y sé que un día aquella sentencia de mi abuela se cumplirá y no veré florecer las nuevas rosas en el jardín.