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El profesor

18.4.14



Era martes 7 de octubre de 1975. A segunda hora tocaba dar ‘Literatura’ con don Antonio Carrillo en su primera clase del curso. Carillo era un tipo joven, enjuto y nervioso. Tenía fama en el instituto de Bachillerato de ser un profesor serio y exigente, algo que impresionaba. Como me gustaba leer y escribir, afronté el reto de la asignatura con entusiasmo pero con cierta preocupación por temor a no estar a la altura de su enseñanza.

Tras presentarse como tutor del aula, pasar lista y relatar los contenidos y objetivos de la asignatura nos dijo: «saquen sus cuadernos y copien». A continuación y de forma pausada comenzó a leer:

         «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».

Mi corazón aleteó. Qué era esto. Nunca había leído nada parecido. Melquíades, Úrsula, Aureliano,… ¿De dónde había surgido aquel universo de palabras mágicas que don Antonio Carrillo nos estaba dictando? Apenas fueron una veintena de líneas con imanes, fierros mágicos, gitanos y sabios alquimistas de Macedonia, pero desde aquel momento nada fue igual. Devoré la novela como devoraba las meriendas que me hacía mi madre, con impaciencia y deleite.

Siempre estaré en deuda con estas dos personas maravillosas, a las que doblegué mi corazón juvenil: Antonio Carrillo Alonso y Gabriel García Márquez. Gracias a los dos. Eternamente.