La sombra de la dominación

6.12.25



La naturaleza conoce muchas formas de fuerza, pero ninguna se parece del todo a la nuestra. Las hormigas esclavizadoras actúan por instinto, los lobos alfa gobiernan por impulso y los chimpancés imponen jerarquía por músculo. Son mecanismos ciegos, sin memoria ni culpa, engranajes de un equilibrio antiguo. El animal domina porque no puede hacer otra cosa.

El ser humano, en cambio, inventó algo distinto y es el dominio que se justifica a sí mismo. Donde la biología solo impone conducta, nosotros levantamos sistemas. Lo que en otras especies es simple competencia, en la nuestra se vuelve arquitectura en leyes, instituciones y mitos. Una hormiga no funda un imperio ni un lobo escribe un código penal o un simio construye prisiones mercados financieros. La violencia animal es un impulso mientras que la humana es un diseño.

Y es ese diseño el que deja el daño más profundo. No el golpe, sino lo que se hereda después del golpe en el cuerpo marcado por el miedo, en la mente que aprende a obedecerse a sí misma, en la sociedad que olvida cómo confiar o en la tierra tratada como materia muerta y, sobre todo, en las generaciones que ya no saben imaginar otra forma de mundo.

El pedagogo Paulo Freire lo llamó internalización del opresor cuando el dominado ya no necesita cadenas porque las lleva dentro. Y el psicólogo Martin Seligman observó la indefensión aprendida es esa sombra que hace creer que nada puede cambiar, incluso cuando el camino está abierto.

Así opera nuestra especie, convirtiendo la fuerza en estructura, la estructura en costumbre y la costumbre en naturaleza. El triunfo mayor del opresor no es someter cuerpos, sino modelar percepciones y hacer que la opresión parezca inevitable, casi biológica, como si viniera inscrita en nuestro adeene.

Pero no lo está porque no hay hormiga libre ni lobo revolucionario y solo el ser humano puede rebelarse contra su propio destino. Eso es lo terrible y lo esperanzador, porque de todas las formas de dominación que existen en el mundo, la más peligrosa es aquella que se vuelve invisible. Y la más liberadora, la que aprendemos a nombrar, ya que nombrar es siempre el primer acto de desobediencia.


2 apostillas:

Joselu dijo...

El texto es una disección afilada de esa invención humana llamada “dominio racional”, que el taoísmo contemplaría con una mezcla de ironía y compasión. Desde la mirada del Tao , la naturaleza no necesita justificar su fuerza: el río fluye, el tigre acecha, la hormiga obedece al instinto. Nada busca imponerse más allá de su necesidad de ser. En cambio, el ser humano, desconectado del curso natural, convierte esa espontaneidad en cálculo, su deseo en doctrina y su poder en arquitectura. Lo que en la naturaleza es impulso, en el hombre se vuelve diseño… y el diseño, destino.

El taoísmo diría que aquí aparece el gran extravío: confundir el orden natural (que fluye sin esfuerzo, wu wei ) con el orden impuesto (que se erige a base de resistencia). El primero es el fluir del Tao; el segundo, su caricatura. En palabras de Zhuangzi, el pez vive feliz en el río porque no intenta ser pájaro; pero el hombre, creyendo ser sabio, encierra al pez en una pecera para que no escape de “su sistema”. Así, la civilización se convierte en una forma de miedo organizado.

En cuanto al destino, el texto parece debatirse entre su fatalismo y su ruptura. La frase “solo el ser humano puede rebelarse contra su propio destino” resuena profundamente taoísta si entendemos “rebelarse” no como luchar, sino como despertar : despojarse de la ilusión de control, desaprender las cadenas intangibles que llamamos “naturaleza humana”. Para el sabio taoísta, el destino no se cambia enfrentándolo, sino disolviéndose en él; conocerlo es comprender su vaciedad.

El autor del texto diagnostica que hemos convertido la opresión en una segunda naturaleza: aprendemos a obedecernos. Desde la óptica del Tao, esa “obediencia interior” es precisamente el olvido del camino —ese hilo invisible que une todas las cosas sin someterlas. Recuperar ese hilo no requiere revolución en el sentido político, sino un vaciamiento. Nombrar la opresión, como dice el cierre, puede ser el primer acto de desobediencia , pero el segundo —y más profundo— sería dejar de nombrar las cosas como dueñas o esclavas, fuertes o débiles, porque solo entonces el lenguaje deja de fabricar realidad.

Es posible que, visto desde el Tao, nuestro drama moderno sea este: queremos dominar incluso el modo en que nos liberamos.

francisco m. ortega dijo...

Inteligentísima reflexión.