Cortazianas*

1.2.09



Apoyaba mi barbilla en el cañón del CETME mientras oía la radio por los auriculares. Era la última guardia del inacabable servicio militar cuando la noticia me sorprendió en la garita y me revoleó contra la pared. Fuera llovía con la mansitud que sólo puede hacerlo en Galicia, donde la acuosidad cae con tristísima delectación. Dentro de mí también empezó a lloviznar y no escampó en muchos días.

Aún de noche amanecería al poco y, entonces, el día tendería a empeorar dado el impactante espesuramiento del boletín informativo en mis oídos. Lentamente el paisaje urbano se metalizó de azul.

Al terminar fui a mojar las magdalenas en la tristeza de aquel desayuno antes de acercarme al barracón. En el cuerpo de armas aflojé el cinturón y dejé las municiones y el fusil en la armería igual que quien deja media alma en su camino. Al llegar la camareta estaba vacía, inoportuna e injuriosamente. Se me cuajaron los claros de los ojos como queriendo llorar, pero sin lagrimear y comencé a escuchar un murmullo de voces en la soledad de la sala. La luz saltaba desde la calle general Alesón queriéndose comer la húmeda penumbra. En el exterior, la mañana llúvida aceleraba su ritmo de vida urbana y escolares volantones caminaban hacia la escuela aferrados a sus madres.

En Argentina engrupir significa hacer creer una mentira. Eso quizás fue lo que pasó en el parte radiofónico del 12 de febrero de 1984, rumié pensante, entre tanto terminaba el retén de vigilancia. Su muerte tenía que ser una falacia porque los inmortales nunca desaparecen. Nosotros sí que morimos en el acontecer de nuestra funda existencial, lo mismo que gusanos de seda que abandonan su ovillo vital y se transforman en sueño alado. El belgicano continuaría con su gargarizar de erres, flaco y barbado auditor de jazz. Una fama y un cronopio marcharían, cogidos de la mano, a coleccionar heterogramas.

Años más tarde me senté sobre una fría lápida de mármol blanco que cubrían rosas marchitas en Montparnasse. Encendí un cigarrillo y decidí contarle lo mal que lo había pasado en aquella amanecida. Sé que me escuchó, no más.






*Según la Patafisica este de febrero es un mes cortaziano

3 apostillas:

Joselu dijo...

Hemos coincidido. Llevo días pensando sobre qué escribir ese doce de febrero que cumple ya veinticinco años. Creo que el tiempo que falta tomaré (iba a decir cogerépero sé que en argentino no es oportuno)La vuelta al día en ochenta mundos o algún otro de sus libros y me concentraré en ese doce de malhadado recuerdo. Los inmortales, como dices, no deberían nunca morir. Un abrazo.

Angel Heidan dijo...

Debí pasar por aká antes.

Un gusto, prometo volver.

Maria Coca dijo...

Bonito homenaje a uno de los grandes.

Besos de lunes.