Agnición

28.1.22



En la necesidad de reconocimiento hay una sumisión a lo establecido.




Desprevenidos

27.1.22



Nunca estamos preparados para el siguiente momento que nos toca vivir.



Preparaciones

26.1.22



En multitud de ocasiones no estamos preparados para recibir las condiciones en las que se nos presenta el destino.



Parlamentos

25.1.22



Habla con tu silencio, calla con tus palabras.



Encerrona

24.1.22



La vida tiene callejones sin salida que te encajonan y no te dejan dar marcha atrás.



Discapacidad verbal

23.1.22



Hablaba siempre con muletillas porque cojeaba del lenguaje.




Paremiología

22.1.22



Somos aforistas sin saberlo, apenas transformamos un pensamiento fugaz en una cita.




Cloroformizar

21.1.22



La vida nos anestesia con su belleza.



Impotencias

20.1.22



Entre el ser y la nada, nada que hacer.



Repudios

19.1.22



Olvidar lo ingrato es el mejor recuerdo.



Insondables

18.1.22



El infinito es un número que no termina en sí mismo.



Determinaciones

17.1.22



No podemos elegir dónde nacemos, sí dónde moriremos, porque el derecho a morir es más fundamental que el de nacer.




Excusas

16.1.22


Primero fue el reloj del ayuntamiento, al que siguieron otros también señeros en toda la ciudad. Se detuvieron, incluso, relojes tan míticos como el de Grand Central Station en Nueva York, la torre Spasskaya en Moscú, el Big Ben en Londres o la Puerta del Sol en Madrid. Los digitales también pausaron su pulso y nadie sabía con exactitud qué hora era. Hasta los atómicos pararon su frecuencia de resonancia. El tiempo desapareció. 

Pronto aparecieron vertederos con piezas en desuso: montañas de clepsidras oxidadas y retorcidas en sus diseños de los más variados y bellos estilos artísticos; desguaces con cúmulos de biseles, diales, coronas, orejetas, marcadores, manecillas y fornituras varias; cementerios con desechos de horas muertas, cronófagos inutilizados y vectores de cálculo inservibles.

Alguien dirá, ahora, qué pasó con los relojes de arena, de agua, de fuego, solar o de vapor. Y la respuesta es que la naturaleza suspendió las leyes que hacían funcionar estos instrumentos. Todas las personas andaban como perdidas tras la muerte del tiempo. 

Este fue el argumento expuesta por el protagonista de la historia aquí leída cuando apareció con retraso a la entrevista de trabajo. Y luego, el escritor responsable del relato, hubo de levantar la restricción horaria para que todo el mundo pudiera saber qué tiempo era.



Vestiduras

15.1.22



Poesía es aquello que nos viste el corazón.



Doblegadas

14.1.22



¡Qué alegría si las palabras fueran pájaros y vinieran a comer a nuestras manos nada más llamarlas!



Asaz

13.1.22



A veces con ser poco se es suficiente.



Paralelismos

12.1.22



Lo más común es que no nos entiendan si cogemos un camino diferente aunque sea paralelo.



Modales

11.1.22



Esta sociedad valora más la hipocresía como actitud relacional que la sinceridad, siempre tan hiriente con las apreciaciones del yo.



‘Finiquitud’

10.1.22



Todo lo infinito es finito en nuestra percepción.




El almuerzo

9.1.22


Sentada frente a su madre de noventa y nueve años, Sofía contaba las arrugas mientras llevaba de manera casi mecánica a su boca el alimento. Cada línea en la piel auguraba la lectura de un recuerdo próximo o lejano. Su madre apenas la miraba porque desde hacía años el mundo le era indiferente. 

Las estrías iniciales marcadas sobre su cara narraban un tiempo primerísimo no recordado. Un tiempo de leche y de abrazos. Las que continuaban estaban llenas de interrogantes, poderosas preguntas sin contestación alguna como la ausencia de escuela, su desflorecer adolescente, la obligatoriedad matrimonial, el dolor paritorio, la fuga de los hijos, esa amalgama de tristeza y alegrías que se hacen y deshacen como figuras de arena. En los pliegues más señeros era donde se marcaban las ausencias, esas que habían ido vaciando su existencia. 

Sofía le hablaba sin palabras, la cuidaba como cuando niña fue mimada por ella con la que nunca tuvo una relación afable. Apenas aquellos momentos de ternura en los que le cantaba para levantarla de la cama, le peinaba con paciencia su larga melena, le hacía vestiditos con faldas de organdí y jerséis de lanas multicolores, o le daba consejos que nunca entendía. 

Su rostro ahora era un paisaje de alejadas imágenes, algunas perdidas para siempre, otras más recientes soportaban la caducidad que la naturaleza contiene. 

El silencio del almuerzo parecía el anuncio de una despedida que se repetía a diario, aunque las dos lo ignoraban.