Sánchez fue un artista que conocí en mi aprendizaje iniciático a la escritura. Bachiller incipiente y neófito componedor de poemas, me atrevía a mostrar mis versos iniciales en una tertulia semanal que congregaba, en el estudio de un pintor colega suyo, a gentes interesadas por la literatura, la pintura y la cultura.
Sánchez pintaba óleos donde seguía los pasos del surrealismo abstracto. A mí, entre emocionado y absorbente, me parecía un gran artista al igual que otros muchos personajes que allí se daban cita. Las reuniones servían como catarsis de ideas y de obras.
Fue al someter un poema mío a juicio de los tertulianos, como otras tantas noches de viernes, que me encontré con el comentario desconcertante de Sánchez. «Es mejor que no te diga lo que me parecen tus versos», vino a señalar.
No dijo ni bueno ni malo; ni bonito ni feo. La frase, en cambio, me acompañó durante muchos años cada vez que me enfrenté al poema terminado. Qué terrible sentencia no quiso pronunciar aquel hombre. Pensé en lo peor y nunca resolví el enigma.
Sánchez se ganó la vida con una tienda de pintura y murió de una enfermedad derivada de su profesión.
Quizás lo impronunciable de su comentario fue lo que desconocía.