Atosigadores
9.2.23
Forenses
8.2.23
Emanaciones
7.2.23
Etiquetas: efecto, irresoluto, preguntas, réplica
Un ladrón en bicicleta
5.2.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Surtidor
4.2.23
Si leo algo que me gusta, palidezco y reflexiono sobre lo creado que ha sido arrebatado de mi inventiva. Afortunadamente la creatividad es una fuente incesante.
Etiquetas: aforismo, creatividad, inventiva
Averiguamientos
1.2.23
¿Interrogarse a sí mismo es una pregunta retórica?
Etiquetas: interrogar, preguntas, retórica
Patrones de pensamiento
31.1.23
El aforismo no es una frase: es una estructura mental característica. Por ello hay quien piensa en aforismos.
Etiquetas: aforismo, estructura mental, frase, pensar
Lectoría
30.1.23
Las lecturas de libros son estimulantes; la lectura del mundo es reveladora. Por eso leer nos significa.
La guerra que viene
29.1.23
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Sin dilaciones
27.1.23
Etiquetas: aforismo, existencia, pulso, vivencia
Instigaciones
26.1.23
Etiquetas: aforismo, pensamiento
Latentes
25.1.23
Alienígenas
24.1.23
Etiquetas: extraterrestre, pensamiento, planeta, reflexión
Imperfectivos
23.1.23
Somos copias imperfectas de quienes nos precedieron.
Etiquetas: aforismo, copia, imperfección
Clave de sol
22.1.23
1
Andrea
posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los
ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño,
cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de
arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número
uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo.
Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos
rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con
desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin
encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se
vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía
ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada
ausencia de las manos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las
lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa,
escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.
2
Andrea
se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol
mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde
anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su
pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo
resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad
resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de
aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio dietario lo
custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano
Petrof y la vidriera por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban
todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones
y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de
hormigón. En los últimos días estuvo glosando como amanuensa embelesada, el
sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel
Manuel caminando entre ella y su jaqueca por el parque de mordentes florecidos,
frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La muchacha apuntaba en el diario
todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y
de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla
de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del triunfo y
portando exquisitos trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los
hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás
también como una bailarina esbelta o una cantante reputada que arrastraba a las
multitudes tras de sí.
3
La
tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales
del aire. La migraña quieta en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas,
negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba
ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus
dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se
acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a
Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su
radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos sus cuatro primeros
amoríos, que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que
arruinaban su libérrima alma. El amor era para Andrea una bagatela, algo
friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta preparada para ser
consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora joven de apuestos paladines
que consumía a sus enamorados con la fiebre de quien devora una ilusión,
buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no
vendrá, pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella
causa de anclaje a sus conquistas pues no bebía de un afecto más exquisito que
aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un
ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de intérprete indolente,
percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.
4
Eduardo
Jorge fue el amor del pavo. El galante iniciático que palideció su vida entera
y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella la
sublime ternura de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser la pasión iniciática
que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus
sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento, de la empalagosa
descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones
con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco
templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La
niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que
fue enterrando un prometido tras otro.
Gustavo
Luis fue la segunda de sus parejas. Se encariñó con él porque le recortaba
ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más
de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido
rosa. Además, se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las
líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo
y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en
televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le
plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo deportista que
masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en
época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le
confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su
migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus
sueños de fiesta y sus utopías de nena consentida. Víctor Alfredo sólo vivía
para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana
y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las hemicráneas, inventando
dolores imaginarios y pesadumbres ilusorias. Pero a pesar de la esquiva
atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil
se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por
eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada
hercúlea con alma de atleta cibernético. Con él disfrutó de los besos
desdeñosos y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca
atendió a su hermosura de sensible concertista ni a su cariño de cuento de
hadas.
5
Guillermo
Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de
motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura
masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato.
Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una
familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de
segunda fila que tanto le satisfacía practicar. Guillermo Pablo hizo como si
comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las
migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente fantasiosa y fisonomía
de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los
defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los
ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea
aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y
dominante que la castigara las tardes de jaqueca insoportable, que le
respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el
fondo de sus ojos claros, tratando de domesticarlo.
6
Andrea
soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban
ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el
registro más agudo del éxito, donde acompañada de su migraña actuaba como
admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la
emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía
colocada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y
tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la
musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios,
cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas,
contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea en el piano tocaba
el Preludio número uno en do mayor de
Johann Sebastian Bach y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas
en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Serenata número trece de Wolfgang
Amadeus Mozart y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado.
Apenas hacía sonar las primeras notas del Sueño
de Amor de Franz Liszt y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las
marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la
sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano
por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones perdidos. Y si
practicaba el Canon en re mayor de
Johann Pachelbel, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana,
como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea
pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el
parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las
flores del aire y de las flores del acorazonadas. Ociosa al mundo que la
rodeaba, Andrea contaba entretenida los hombres que asesinó con sus pasiones
pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora
estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la
llegada de la menopausia.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos