La limpieza de enseres domésticos que resultan inservibles siempre me ha resultado tediosa, pero ahora se ha convertido en una excitante experiencia, a pesar de tener que desplazarme a las afueras de la ciudad. Desde hace unos meses disfruto de un intenso trajín y no paro de llevar todo tipo de bártulos, viejos electrodomésticos, paraguas, bombillas, vajilla y cristalería, prendas de abrigo y papelería. Todo lo que resulta superfluo.
Mi casa cada día está más vacía. La desnudez de las paredes tras desprenderme de las cortinas y de todos los cuadros que han resultado damnificados, amplifica cada pequeño ruido proyectando su resonancia.
En el armario quedan apenas unas pocas mudas y lo más beneficiado hasta el momento ha sido la biblioteca, aunque parte de ella, en especial los superventas, los libros de ciencias ocultas, y los de autores como Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Lucía Etxebarría, Vázquez Figueroa, Antonio Gala, Terenci Moix, José Manuel de Prada y Sánchez-Dragó o Almudena Grandes, han desaparecido. También los coleccionables han volado.
La primera vez que acudí al ‘Punto Limpio’ me encontré un operario de mediana estatura y rostro tostado por el sol, que me atendió con una media sonrisa. Después de preguntarme por el depósito de objetos que iba a realizar, requirió mi nombre. Un resplandor iluminó mi mente en ese instante. «Juan Rulfo», le contesté sin pensar. «Gracias», me dijo.
Durante unos minutos me sentí la persona más ufana del planeta. Sobre mí soporté todo el prestigio y la genialidad del escritor mejicano, mientras miraba en el horizonte el mestizaje de la luz en la tarde que moría sintiéndome medio extasiado. Alguien me otorgó el don de apreciarme afortunado y encarnar a un personaje admirado.
La experiencia resultó tan narcótica que comencé a planear la próxima personalidad literaria que me gustaría representar. Antes observé los turnos de los encargados de aquel servicio para no coincidir frecuentemente con alguno de ellos.
«Buenas, qué va a depositar», me preguntó una joven empleada de cabello rubio que lo dejaba caer en forma de cola por detrás de su gorra. Tras mi explicación, llegó la gran pregunta: «¿Nombre?». Cogiendo aire para llenar mis pulmones contesté: «Antonio Machado». Y me dio las gracias. Sentirme tan especial me mantuvo en una nube durante horas.
Y la adicción continuó con Rafael Sánchez Ferlosio, Federico García Lorca, Ramón María del Valle Inclán, Luis Cernuda, Miguel de Cervantes, Ángel González, Luis Martín-Santos, …
A día de hoy vivo entre paredes desnudas y sin poseer apenas bienes, pero soy alguien feliz con personalidad múltiple.