Seducidos

6.10.25


Confucio afirmaba que «Conceder más valor al esfuerzo que a la recompensa: a eso se llama amor». No se trata solo de una máxima ética, sino de una clave que hoy parece más necesaria que nunca, porque vivimos en una época en la que casi todo se mide en términos de éxito, resultados y reconocimiento. La productividad y las métricas se han vuelto normas invisibles que nos empujan a creer que lo importante es la recompensa final. Sin embargo, cuando hablamos de creatividad, esta lógica se derrumba. Porque la verdadera esencia de crear no reside en los aplausos ni en los números, sino en algo mucho más íntimo: el acto mismo de dar vida a lo que no existía.

Ayn Rand lo expresó con lucidez: «Una persona creativa está motivada por el deseo de conseguir, no por el deseo de superar a otros». El motor del espíritu creativo no es la competición, sino el impulso vital de materializar una visión. Así, el esfuerzo se vuelve más valioso que la meta, porque es en el camino donde se despliega la autenticidad. El esfuerzo creativo no espera recompensa. Surge de la necesidad interna de expresarse, de transformar lo invisible en visible: una emoción en palabra, un recuerdo en color, una intuición en melodía. Es un gesto de amor hacia la vida y hacia uno mismo.

Confucio tenía razón al valorar el esfuerzo sobre el resultado es la forma más pura de amor y Gandhi lo recordaba también al señalar que «Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado». Crear es amar sin pedir nada a cambio. El arte no busca gloria, sino expresión. No persigue la ovación, sino propósito. Y su mayor premio no está en el aplauso, sino en la transformación íntima que ocurre en quien crea.

Incluso cuando lo creado no obtiene reconocimiento, ya ha cumplido su misión: nos ha permitido crecer, comprendernos mejor, acercarnos a nuestra verdad más profunda. Crear es, en última instancia, una manera de estar vivos. Y al valorar el esfuerzo más que la recompensa, descubrimos que lo que parecía una renuncia es, en realidad, la mayor ganancia.




2 apostillas:

Joselu dijo...

Uno tiene la íntima convicción de que el protagonista de esta reflexión, sobre quien habla el texto, es el propio autor; no habla sino de sí mismo con convicción o algo parecido a la vanidad impúdica.

francisco m. ortega dijo...

Es posible que el texto tenga un tono íntimo, y no lo niego: toda reflexión sobre el acto de crear —si es honesta— termina revelando algo de quien la escribe. Pero no se trata aquí de una confesión disfrazada ni de una exaltación del yo, sino de una meditación sobre una experiencia universal. Quien crea, en cualquier disciplina, conoce ese impulso que no espera recompensa, ese esfuerzo que nace del deseo de dar forma al mundo interior.

Si en el texto se percibe una voz personal, es porque no creo que pueda hablarse del valor del esfuerzo sin involucrar al sujeto que lo ejerce. La creación, como la ética, no se contempla desde fuera: se encarna. Y toda convicción, incluso la más humilde, puede confundirse con vanidad cuando se expresa con claridad.

No hay, sin embargo, impudicia en la sinceridad. Solo la voluntad de pensar desde dentro, no desde la distancia fría de la teoría. Si el texto parece hablar de mí, es porque hablo —como todos los que escriben— desde la experiencia humana de intentar comprender lo que uno ama: el acto de crear.