Vendido

7.6.20



Beatriz le mostró el pequeño apartamento. Su pelo negro en cascada y su brillante mirada hacían que la vivienda se inundara de objetos y vivencias. Jorge tímido y joven la siguió siempre observando su espalda y la redondez de sus hombros, la suavidad de sus formas bajo la blusa ajustada, sus minúsculos pasos de geisha y su voz casi infantil y cálida. Así fue desde que estuvieron en el portal del edificio. Luego en el ascensor él, con un cierto rubor clandestino, observó de reojo la respiración de sus pechos y la fragancia no muy cara de una perfumería de franquicia. La mujer Beatriz le hablaba y él, embargado por el chapotear de sus frases, se dejaba mojar sin entender la lluvia que lo empapaba. 

Ella abrió la puerta del piso con la destreza de quien tiene por hábito hacerlo. Al entrar el eco de la vaciedad hizo que las palabras se anquilosaran, pero cuando Bea dijo que el recibidor distribuía bien la casa porque daba continuidad a los pasillos, lo imaginó colorista y decorado con art déco. Y sobre la mesa una foto de Beatriz joven, más juvenil que ahora, en plenitud de su belleza. «A la derecha está la cocina». Se asomó y la vislumbró con el delantal y las manos manchadas de harina, mientras él le sonreía desde el otro extremo pelando patatas y escurriéndolas bajo el grifo. «Y está el lavadero que es muy luminoso». Entonces Jorge volvió al plano de realidad y vio la pieza que la mujer le indicaba. 

Llegaron al salón y Jorge ya no escuchaba sus palabras, aunque sus labios rojos no dejaban de moverse, mientras una escena familiar se proyectaba en su imaginación, primero como flamante pareja y luego con el trajín de una familia cargada en el enfrascamiento de la procreación. «El salón es amplio y tiene esa pequeña terrazita», por donde Jorge creyó ver el mar junto a Bea. «Dos cuartos de baño, uno más reducido y este otro dentro del dormitorio grande», algo que lo acabó por llevar hasta el espacio exterior y por lo que apenas se atrevió a mirar, ya que su contemplación era mucho mejor que la de aquella habitación vacía. «También están otros dos dormitorios más pequeños…», y el cielo, Jorge pensó, en ese instante, existe el cielo. 

Tiró de la puerta y un golpe seco y sonoro le hizo reaccionar. «¿Qué le ha parecido?» Quiso decirle «muy bien, amor», y solo asintió con la cabeza. «Pues vamos a mi oficina y firmamos el contrato». «Sí».



4 apostillas:

Albada Dos dijo...

Esa vendedora de inmobiliaria es una joya, ya lo creo. Un abrazo

Joselu dijo...

No es absurdo que cuando nos quieren vender algo, sea un coche, un apartamento, o lo que sea, pongan como vendedoras en las imágenes a mujeres muy atractivas. A todos nos atrae la belleza, es una fuerza sugestiva muy poderosa y si va aliada con el poder de la palabra, la combinación es decisiva. La inteligencia y la palabra. Por eso, porque no nos podemos resistir ante ella, tendemos a considerar a las rubias hermosas como tontas porque quien parece dedicar tanta dedicación a la belleza propia, no puede haber trabajado el intelecto. Es una relación muy directa, pero hay fotos -no sé si auténticas- de Marilyn Monroe leyendo el Ulises.

Ángel dijo...

A las personas nos atrae la belleza y si va acompañada de cierta simpatía e inteligencia, son capaces de vendernos la luna.
Me ha encantado, muy buena la ambientación.
Un Saludo.

José A. García dijo...

Culpemos a los años de encierro.

Saludos,

J.