La memoria solo nos deja ver las zonas iluminadas del recuerdo.
Perdedores
12.3.24
Los dibujos animados educaron nuestra infancia y cada
personaje nos dejó su impronta. Terminé así por empatizar con algunos de ellos
porque, frente a su destino adverso, jamás se rendían. Me pasó con el Coyote
del Correcaminos, con Silvestre y Piolín, Daffy Duck y Speedy Gonzales o con
Tom y Jerry, de quien su página web en Cartoon Network advierte: «Tom, el gato
tenaz está siempre persiguiendo a su evasivo rival Jerry, el ratón, y ningún
truco, trampa o sartén de hierro fundido lo pararán en su búsqueda eterna».
La sociedad actual nos inunda con un mensaje omnipresente de que el éxito es la única alternativa. La cultura del ganador, del triunfador a toda costa, impregna cada ámbito de nuestras vidas. Ser un trepador social, como diría Pasolini, se convierte en el objetivo primordial, relegando al ostracismo a aquellos que no alcanzan la cima.
En este contexto, la figura del vencido se invisibiliza, se arrincona y condena a la postergación. Pero, ¿es realmente la derrota algo nocivo? ¿No hay acaso denuedo en la disputa, en el aprendizaje que conlleva el fracaso y en la posibilidad de levantarse después de caer?
Pier Paolo Pasolini, en su lúcida visión, defendía la necesidad de educar a las nuevas generaciones en el valor de la decepción. Frente a un mundo plagado de "ganadores vulgares y deshonestos", de "prevaricadores falsos", Pasolini reivindicaba la figura del perdedor, del que lucha sin tregua por sus ideales, aunque no alcance la victoria final.
Ser un perdedor no implica resignación o pasividad. Al contrario, el desastre puede ser un acicate para la reflexión, el crecimiento personal y la indagación de nuevas estrategias. Es en el desengaño donde se aprende, donde se descubre la propia fortaleza y donde se forja la resiliencia necesaria para afrontar los retos de la vida.
En el tiempo de la victoria a ultranza, parece justo degustar el sabor de la derrota, no como un estigma o una desgracia, sino como una parte normal del proceso de aprendizaje. Ejercitarse en perder es tan significativo como instruirse en ganar, y así transmutarnos en personas más resistentes, adaptables y hasta compasivas.
Purgatorio
11.3.24
Existe una estación de las almas desconsoladas donde siempre dan ganas de llorar.
Sensibilidad
10.3.24
El pianista se lesionó los dedos a propósito. Quería sentir en cada tecla que pulsara, belleza y dolor.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Quebradizos
8.3.24
Aprender a manejar nuestra vulnerabilidad es lo que nos salva.
Etiquetas: aforismo, aprender, vulnerable
El baile de la realidad
7.3.24
En el escenario de la existencia, la realidad se presenta
como un velo tejido por la mente, una danza entre la clarividencia individual y
la objetividad universal. Bajo la luz de la reflexión, surge la pregunta: ¿qué
es real y qué es ilusorio? ¿Somos meros espectadores de un drama cósmico o cocreadores
de la realidad que habitamos?
El budismo, con su mirada introspectiva, nos invita a desentrañar los misterios de la percepción. Según esta tradición, la única verdad inmutable es la conciencia. El mundo que experimentamos, desde los extensos mares hasta las hojas que caen, es una proyección mental, un lienzo donde la mente pinta sus propias imágenes. Esta idea, que desafía los discernimientos acordados, nos impulsa a explorar la naturaleza de lo experimentado.
El neurocientífico Anil Seth, desde un enfoque empírico, aporta otra perspectiva a la ecuación. Afirma que la realidad que percibimos es una alucinación controlada que nuestro cerebro establece para ayudarnos a interactuar con el mundo. Esta confusión se basa en la información sensorial, pero también en nuestras expectativas, creencias y experiencias previas. Es como si cada uno de nosotros tuviera una cámara interna que filtra la realidad a través de un lente personal.
Un proverbio árabe nos recuerda que los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego. La realidad no se limita a lo que vemos, sino que se define por la interpretación que nuestro cerebro hace de ello. La mente, como un director de cine, toma las imágenes del mundo y las transforma en una película personalizada.
Sin embargo, la realidad no es un mero producto de la mente. Existe una base objetiva: las leyes de la física, la naturaleza, los átomos que conforman la materia. Estos elementos trascienden nuestras sensaciones individuales y nos conectan con una realidad compartida.
En la danza entre la mente y el mundo, la realidad se convierte en un enigma fascinante. La ciencia y la filosofía nos ofrecen herramientas para explorarla, pero nunca podremos esclarecer su misterio por completo.
En este baile de perspectivas, podemos encontrar la magia de la alucinación compartida que designamos vida, donde cada persona, con su lente exclusiva, aporta a la creación de una realidad colectiva, un tapiz tejido con los hilos de la experiencia individual y la objetividad universal.
En la búsqueda de la verdad, la mente se convierte en un bastidor donde la realidad se pinta con los colores de la apreciación y el aprendizaje, y cada individuo, con su pincel único, contribuye a la obra maestra total de la existencia.
Etiquetas: alucinación, Anil Seth, budismo, cerebro, conciencia, realidad, reflexión
El liquidador
3.3.24
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
Albert Camus
Quizá hubiera tenido una anterior vida de amanuense o de linotipista, algún oficio manual relacionado con las palabras y los legajos. No lo sé, lo desconozco. Fue que, al entrar en aquel cubículo, me llegó una impresión extraña donde el rancio olor de la humedad y la profusión de documentación almacenada, mezclaban en mi mente un abigarrado sentimiento a descomposición de recuerdos. Dos lamparillas separadas en las esquinas iluminaban la habitación aislada de la luz solar, a pesar de poseer un gran ventanal que había sido clausurado a cualquier claridad externa, como para evitar la contaminación lumínica y veladora sobre aquel mar de papeles que inundaba la mayor parte del espacio.
La primera de las confesiones que me realizó y casi la única fue referenciar la tarea a la que, como un ser burocrático se había encomendado a diario: «estoy rompiendo papeles». La destrucción de documentos, según me explico, es una tarea parsimoniosa que exige mucho interés y concentración, porque cada escrito debe ser examinado para determinar su valor en el momento que fue redactado, su prevalencia actual y si en un futuro podría ser útil su contenido. Como sopesador de tan trascendente dictamen, sus manos eran la balanza y su mente sesuda el fiel de la misma, que se debería inclinar bien hacia la preservación o hacia la destrucción.
«Rompo papeles. Vengo aquí todos los días con la convicción de acabar con todo lo que resulte inservible, pero al volver a la jornada siguiente encuentro igual volumen de originales o incluso más. Diría que se retroalimentan y las mismas escrituras se duplican. Hay momentos que me siento como Sísifo. ¿Sabes a quién me refiero?». Negué con la cabeza a pesar de tener una leve idea de que ese nombre estaba asociado a algún mito. Busqué en el móvil. Era un personaje de la mitología griega, rey de Corinto célebre por sus fechorías y por timar a la muerte, y castigado por Zeus a llevar una piedra redonda hasta lo alto de una montaña una y otra vez. Su analogía me intrigó porque igual él también se suponía un Sísifo moderno condenado a una existencia absurda. «Es una colosal y aburrida», replicó con un deje de amargura en su voz. «A veces me pregunto si no sería mejor dejar que todo se pudra aquí, que la memoria se diluya en este mar de papeles sin importancia. Pero algo me impulsa a seguir, a desentrañar qué debe ser guardado y qué no. Es un compromiso que me incomoda, pero que no puedo rehusar».
Descansé en el único asiento disponible, una vieja y
destartalada mecedora de mimbre que crujió bajo mi peso. El ambiente cargado de
polvo y la penumbra de la habitación me producían una sensación de
claustrofobia. Observé al hombre, encorvado sobre su escritorio, inspeccionando
concienzudamente cada folio antes de colocarlo en una de las dos cestas cercanas
a él, una para destruir, la otra para guardar. Le ofrecí ayuda, entonces, en un
acto de condescendencia para para aliviar su carga. Él hombre me miró con
sorpresa desde el fondo de sus ojos grises reflejando la tenue luz de las
lamparillas. «¿Qué podrías hacer?», me preguntó. Dudé y le respondí sin saber
qué, «bueno, por si necesitas algo». Un silencio incómodo se apoderó de la
habitación. El sonido del crujir del papel y el ocasional toser del hombre eran
los únicos sonidos que rompían la quietud. De repente, se levantó y se dirigió
hacia la ventana clausurada. «Mira», dijo señalando hacia el exterior. Aparté
la vista de la montaña de papeles que me rodeaba y dirigí mi mirada hacia el
ventanal exclaustrado. Lo que vi me dejó sin aliento porque tras el cristal
opaco se extendía una ciudad de celulosa donde los edificios modernos se
mezclaban con las casas antiguas, las calles bulliciosas contrastaban con los
parques tranquilos. Era una ciudad llena de contrastes, de belleza y de caos
total de papel.
«Esa es la ciudad», dijo con voz melancólica. «La ciudad que yo he ayudado a construir, la ciudad que he visto crecer y cambiar». Su mirada se volvió hacia mí, sus ojos llenos de una profunda tristeza. No supe qué decir. Las palabras parecían insuficientes para expresar la compleja situación. En ese momento, comprendí que no solo estaba rompiendo papeles, sino también intentando destruir su condena.
«Vengo a romper papeles».
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos
Demorados
2.3.24
Los rezagados siempre cumplen su reto de alejamiento.
Etiquetas: aforismo, alejamiento, rezagado
Pasajeros
25.2.24
A mi amigo Mikhail Carbajal
Me quedé dormido en el metro entre las estaciones de Ataraxia y Thaumazein. Acostumbro a echar una cabezadita cuando el cansancio me vence de vuelta a casa y, en ocasiones, me paso y llego hasta Irrestricto, con lo que supone de pérdida de tiempo. Pero en esta ocasión noté que alguien tocaba mi hombro y mientras despertaba oí la voz joven de una mujer que me decía: ya llegamos. La miré con agradecimiento mientras me apeaba del vagón vacío.
Etiquetas: cuentos de domingo, cuentos diminutos