Tiempo de uso

26.11.25


El tiempo no se mira en el reloj, se huele en la nevera cuando la leche se pasa. Yo pensaba que era yo quiene lo administraba hasta que un día encontré un pelo mío en un jersey de lana que guardé en el armario en 1997. El pelo seguía negro, pero el de mi testa actual ya no. Ahí comprendí que el tiempo me contaba y no al revés.

Es como el aire de la ciudad que entra por las fosas nasales y sale por los recuerdos. A veces protege, borrando el nombre del quien nos rompió el corazón, y otras hiere, dejando intacto el olor de la infancia recién abierta la bolsa de la compra. Lo cierto es que nunca desaparece, tan solo cambia de bolsillo.

Cubrió la moto de mi padre hasta convertirla en un monumento verde. Nadie se atreve a arrancarla porque, debajo, sigue la huella del asiento donde yo dormía de pequeño mientras él conducía sin prisa para que no despertara.

Cada vez que intento describir aquella tarde, el papel se empapa y las palabras se hunden. Lo que queda es un borrón que parece una isla y desde ella diviso mi propia silueta gritando, pero no llega el sonido.

Desde la azotea del hospital el mundo se ve del tamaño de una uña. Allí supe que somos un punto que dura lo que tarda una gota en secarse sobre la barandilla. Y, sin embargo, dentro de ese diminuto espacio caben todas las Navidades, todos los miedos, todos los besos que no dimos.

Existe un segundo, puede que solo uno, donde el tiempo se abre como una persiana rota. Ocurre cuando oímos nuestra voz grabada y no la reconocemos. En ese intersticio se asoma lo que fuimos y lo que seremos y, por un instante, nos comprendemos enteros. Y, entonces, quizá no haya que vencer al tiempo, sino dejar que nos roce sin prisa, como quien palpa una tela antes de comprarla. Al final, él no cuenta la historia, tan solo la devela.


0 apostillas: