El caminante

8.11.20

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  A Joselu

Levantó su cuerpo temprano dispuesto a ejecutar lo planeado el día anterior. Mientras preparaba la marcha se paró un momento ante el espejo y, sin pronunciar palabra, se dio un consejo. Luego que todo estaba preparado y el desayuno acabado, salió del domicilio despidiéndose de Nadie y, ya en la calle, volvió la mirada hacia el edificio como si no hubiera de retornar al mismo nunca más. 

Echó a caminar como quien va a la tienda del barrio a comprar algo que olvidó y cada uno de sus pasos tenían un latido distinto. Los primeros sonaban a música de jazz y marcaban el swing de las pisadas que recordaban a las correrías de su infancia, dejando atrás la ciudad como quien abandona su niñez. 

Los kilómetros se fueron acumulando en las plantas de sus pies, primero sobre el asfalto y después sobre la tierra rojiza. La melodía que imprimían sus piernas comenzaba a sonar a baile de salón, intentando evitar los hoyos y los guijarros más ariscos. 

Sus pies no hablaban mucho, aunque cargaban con el peso de su organismo y él lo sabía, por lo que decidió regalarles con una visión del paisaje boscoso lleno de pináculos verdes, musgos, helechos y yerbas medicinales. 

Recorrió un gran trecho del camino en soledad, cubierto por el cielo azul y atento a las conversaciones de los pájaros. De tarde en tarde se cruzaba con alguien que no existía y, aun así, lo saludaba. 

Para reponer fuerzas detenía su andar y aguardaba a que lloviera un poco de maná para alimentar su flacura y el adelgazamiento de su resistencia, cada vez más convencido de que transitaba por una ruta invisible. 

El ocaso decidió aparecer por el horizonte, se presentó sin más con el cotilleo de que lo vio salir del hogar una mañana de hacía cientos de años, y ahora lo conminaba a tomar pensión y cama. Antes de hacer la parada nocturna, contó las estrellas y le faltaba una de las habituales, provocándole una cierta melancolía. 

Alojado en una fonda de mala muerte soñó que un caminante opuesto a él descaminaba lo que había andado, borrando sus huellas como quien borra el tiempo, otorgando un sentido contrario a sus pasos, a sus pensamientos, a su sentir, que siempre veía de espaldas y en el que se reconocía de manera extraña como un viajero de sí mismo desconocido e inverso. 

Lo espabiló la cisterna de la habitación contigua al sonar como un despertador de agua cuando el alba amanecía por decreto ley. Tornó al sendero y comenzaron a crecerle los pies con cada paso dado, algo que provocó tres cambios de zapatillas a los mil kilómetros. 

Este crecimiento le facilitó un marchar más deprisa como si fuera un andarín atleta capaz de llegar a su destino antes de que la carretera hubiera terminado. 

Al fin llegó a una playa, él, sus pensamientos y su dolor de plantígrado. El agua del mar le habló para convencerle que ya no estaba fatigado porque su cansancio se había solidificado, y que era hora de volver a casa donde Nadie le esperaba para recibirlo con los brazos abiertos y una limonada. 



3 apostillas:

Albada Dos dijo...

Nunca es tarde para iniciar los pasos de ese camino aplazado, aunque nadie nos espera de vuelta. Muy buen texto.

Un abrazo

Joselu dijo...

Me encanta el detalle de la limonada; ojalá que cuando yo volviera de una caminata o de un viaje me esperaran con limonada fresquita además del beso de bienvenida. Es un detalle.

Juan Poz dijo...

¡La llamada del camino! Más fuerte que la de la selva...