Suena el teléfono.
—¿Sí? Dígame.
—Hola. Soy tu amigo Carmelo. ¿Cómo estás?
«Y este qué querrá ahora».
—Hombre Carmelo cuánto tiempo. Estoy bien. ¿Y tú?
—Yo también voy bien. ¿Cómo están las cosas en el curro?
—Bueno, no me puedo quejar, la verdad.
—No, mira te llamaba para pedirte un favorcillo. También para saber cómo estás, claro.
Me extrañaba que después de dos años llamara para saber cómo estoy.
—Tú dirás.
—Es para ver si me puedes dar los números telefónicos de unos contactos.
Tras una larga charla y el favor concluido, nos despedimos con la sensación de haber echado un buen rato de cháchara.
Al final pienso: «menos mal que existen los favores. Sin ellos cómo íbamos a saber de los viejos amigos».
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