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Toros
10.7.19
Cuando era pequeño mi padre me llevaba a los toros. El ocio en aquellos años estaba balanceado entre el fútbol y los toros, y para un trabajador de largas jornadas que comenzaban el lunes y acababan en la noche del sábado, las diversiones del domingo eran de guardar. Y qué mayor satisfacción para un progenitor que llevar a su hijo pequeño a divertirse junto a él.
Los ecos de ese recuerdo aparecen lejanos y las pocas sobreimpresiones que mantengo son como un daguerrotipo gastado por el tiempo. La música, eso sí que permanecen en mi memoria. Cuando sonaba la banda para mí era algo seductor porque llenaba la plaza de alegría, junto al colorido del rojo y el amarillo en el albero.
Después, aquel desfile de trajes de luces, los alguacilillos, los toreros, los banderilleros, picadores, mozos y areneros. Hasta ese instante el espectáculo era bonito, perfecto diría, algo que en un niño haría después simular juegos en los que daba capotazos con el delantal de mi abuela en la azotea de casa.
A partir de entonces todo cambiaba a peor. Primero sentía miedo de que el toro cogiera al torero, después rabia por ver cómo los odiosos picadores se obcecaban con el astado y comenzaba el derramamiento de sangre. Y finalmente, tras los vítores y olés del público por la faena torera, me tapaba la cara para no ver cómo la espada atravesaba el cuerpo del animal, pensando cuánto dolería ese hierro dentro de aquella mole negra y vital que agonizaba.
Dos incidentes más me alejaron de ese entretenimiento. Una pariente partió una banderilla que había obtenido como trofeo tras una corrida para dar la mitad a una prima mía, algo que rompió mi alegría de niño en aquel momento. Y la segunda anécdota fue que, mientras presenciaba una corrida de toros y terminaba de merendar, el torero lanzó una de las orejas del toro muerto al público, con tal puntería que tiró al tendido el plátano que comía, quedando manchado sangre y con el consiguiente enfado de mi padre que cambió, desde ese día, el fútbol por los toros.
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