Mi tío Antonio era un niño cuando aborreció el pescado. Una raspa de jurel estuvo a punto de costarle la vida. Lo pasó tan mal que nunca más volvió a comer pescado porque decía recordar la raspa clavada en su garganta y aquella sensación de ahogo.
Con la ausencia de los seres queridos pasa igual. Nos vuelven sus imágenes y, entonces, acude a nuestra garganta esa tristeza que duele como una raspa atravesada.