Trabajé un verano en una cuadrilla de pintores. Era una ocupación eventual mientras estudiaba. La jornada era algo monótona y pesada, unas veces cargaba colamina para la máquina del gotelé, otras limpiaba cajetines de madera que debían ser barnizados, las más daba lija a las paredes para acabar con las imperfecciones y terminaba por lavar los rulos y las brochas. Todas las horas parecían las mismas en el descuento ansiado por recuperar la libertad.
Pintar la nada
2.7.10
Trabajé un verano en una cuadrilla de pintores. Era una ocupación eventual mientras estudiaba. La jornada era algo monótona y pesada, unas veces cargaba colamina para la máquina del gotelé, otras limpiaba cajetines de madera que debían ser barnizados, las más daba lija a las paredes para acabar con las imperfecciones y terminaba por lavar los rulos y las brochas. Todas las horas parecían las mismas en el descuento ansiado por recuperar la libertad.
Sin embargo el mejor momento de la jornada era la hora del bocadillo. Menudo y barbilampiño, me acomodaba en el mejor lugar donde escuchar las anécdotas de aquellos rudos hombres, referidas en gran parte a sus juergas y francachelas de alcohol y de sexo.
Sólo uno de ellos parecía desintegrado del grupo. Nunca le escuché decir una palabra y todos lo rehuían tras argumentar: «ese tiene malas pulgas».
En cierta ocasión me enfrasqué en una de las tertulias del bocadillo para demostrar que, a falta de experiencias, había adquirido algunas teorías sobre la existencia mientras estudiaba. De forma indirecta la discusión salpicó a aquel hombre apartado del grupo.
Cuando la jornada estaba a punto de extinguirse, me tocó ayudarle a guardar algunas herramientas. No dijo nada hasta el último momento que, en la penumbra de la tarde refirió: «el que no quiere nada es porque todo le sobra; al que le sobra todo es dueño de todo». Y se marchó sin más después de haber soltado el compendio de la filosofía de su vida.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 apostillas:
Queremos una novela tuya! mejor si son dos.
Yolijolie
Yo también trabajé como pintor y como peón en un par de obras, amén de camarero o grumete. Recuerdo en las obras donde estuve como un momento extraordinario la una de la tarde, la hora de ir a comer, o a las seis y media cuando sonaba la sirena para marcar el final de jornada, que acababa en un bar con una cerveza muy fría. Creo que pocas veces he comido con tanto hambre y tanto gusto como los ranchos que allí degustaba. En cuanto a conversaciones, pues también. Pienso que fue una etapa que no lamento haber conocido. No dejaba de ser un cultureta en veranos de curro bajo el sol. Me ha gustado tu evocación y tu pequeño microrrelato con fondo filosófico. Nadie dice que en estos ambientes no se halle más sabiduría que en los cuellos más rígidos. Hermosa historia.
Publicar un comentario