No
son los usos, sino los abusos en las nuevas tecnologías quienes determinan su
perjuicio. La herramienta, en sí misma, no porta el mal; lo que introduce
desequilibrio es la desmesura. Escribía jacque Ellul que «La técnica avanza por
sí misma pero su problema no es existir, sino escapar de nuestro control». Allí
donde el ser humano abdica de la medida, la herramienta se convierte en
amenaza.
La
historia lo muestra una y otra vez: la escritura, la imprenta, la electricidad,
cada novedad suscitó recelos. No era la innovación lo que dañaba, sino la
incapacidad de integrarla sin excesos. Neil Postman lo expresó con claridad: «Cada
tecnología es a la vez una carga y una bendición; no se distribuye
equitativamente y crea una nueva definición de lo que significa ser sabio». El
abuso, la absolutización, convierte lo que podía ser aliado en un enemigo
íntimo.
El
abuso convierte el puente en prisión. Umberto Eco, en su lúcido diagnóstico de
los medios, ya distinguía entre apocalípticos e integrados: ni condena total ni
aceptación ciega, sino un llamado a pensar los usos con lucidez. Porque, como
recordaba Marshall McLuhan que el medio es el mensaje, lo importante no es
tanto la herramienta en sí, sino el modo en que invade todos los espacios y
transforma nuestra percepción.
El
desafío, entonces, no está en negar la tecnología ni en rendirse a ella, sino
en habitar con mesura. Nicholas Carr lo formula desde la neurociencia cuando
dice que «Lo que practicamos con nuestras mentes se convierte en nuestro
destino mental». Si entrenamos el cerebro en la dispersión, perderemos hondura;
si lo entrenamos en la reflexión, lo conservaremos abierto.
En
última instancia, no es el avance lo que daña, sino la incapacidad de
detenerse. La verdadera libertad tecnológica no está en el uso sin freno, sino
en la capacidad de elegir límites.