Alguien vino y me contó al oído esta historia:
«Sarmiento, ya no recuerdo su nombre porque la
sonoridad de su apellido y las rimas insistentes de los compañeros dejaron
mayor huella en mi memoria que su nombre, digo Sarmiento era un niño rubito,
aseado, con un rostro más aniñado que los del resto del grupo, aunque dotado de
una cierta malicia más bien era verbal, dado que su físico estaba limitado por
una estructura metálica que enjaulaba su pierna derecha, necesaria para poder
caminar con dificultad, aunque él intentaba hacer casi todas las diabluras que
el resto de los niños, ideando muchas de las gamberradas que los demás
ejecutaban, concebidas perversamente como para hacer ver, frente a su
desventaja física, la superioridad de su maldad, una especie de venganza frente
a la desgracia a la que el mundo le había sometido y que devolvía con creces, a
pesar de que, por su indumentaria, cuando en invierno vestía un elegante abrigo
negro al alcance de pocos, y por su modo de hablar, no parecía tener una vida
muy común con la nuestra cargada de penurias, en cuanto que Sarmiento se
mostraba desacomplejado y exuberante, lo miraba y me daba pena al pensar cómo
me sentiría con esos hierros y las pesadas botas ortopédicas, más aún al saber
algo relacionado con un terroncito de azúcar pintado con unas gotas rojas que
nos daban a los niños y que él no tomó por descuido de sus padres».